
Las aspas del ventilador,
como un molino domador del calor,
se mueven con firmeza y sin demora,
latentes, sin decaer, hora tras hora.
Y entre sus giros veo la escena,
el mundo afuera, bajo condena.
Es el calor,
maldito ardor,
que enloquece los sentidos,
que nos deja entumecidos.
No es pereza ni desgana,
es que el cuerpo no gana
al más mínimo intento,
todo es puro sufrimiento.
Como puercos, sudamos sin pudor,
el aire arde con vapor.
Solo el ventilador alivia,
con su vaivén, casi liturgia,
sus aspas locas, inconstantes,
dibujan ritmos constantes,
que ya nadie escucha en la estancia,
donde reina la desesperanza.
Habitación sombría y apagada,
ventanas y ojos, la mirada cerrada.
Nadie se atreve a esa hora letal
a salir, ni por ritual.
Es como morir sin aviso,
asados vivos, sin permiso.
Y se preguntan por qué paramos,
por qué al sol no trabajamos.
Esos que, en cómodos lugares,
nos juzgan con frases vulgares.
Dicen que la vida continúa,
mientras aquí el sol nos arruina.
Y te abrasa el alrededor,
como cuchillo el astro abrasador.
Aquí revientan las entrañas,
mínimo cuarenta, en sus campañas.
Y lo máximo… lo sabe Dios,
nosotros callamos, tú y yo, y los dos.