
El tiempo se encadena, sin medida
sucede, se desliza, sin defensa,
se enreda, se retuerce, nos castiga,
y cobra su peaje en cada ofensa.
Somos hijos de su tictac oscuro,
de su latir que nunca se detiene,
de lo pasado, incierto y poco puro,
de lo que fue y al irse, ya no viene.
La vida sigue, ajena, sin demora,
nos llama desde un eco del pasado,
ya fue, ya no es, se esconde y se evapora,
y queda el cuerpo débil, desgastado.
Nos habla desde el fondo de su estancia,
abandonada voz, ronca y herida,
y el reloj marca tiempo con constancia,
ligero, cruel, robándonos la vida.
Es hijo del minutero sin clemencia,
que nos mostró la injusta balanza,
y el mundo sigue, sin paz ni indulgencia,
sin pausa, sin consuelo, sin esperanza.
No puedes detener lo inevitable,
nada descansa, todo se disuelve,
el tiempo avanza, seco e implacable,
y nuestra juventud, como agua, vuelve.
Nos lleva por su campo calcinado,
nos deja en cada hora el alma rota,
y todo lo soñado, derrumbado,
se cae, como hoja seca que se agota.
Y al fin, lo que vivimos fue tan poco,
la vida fue un suspiro, sin promesa,
no queda más que un gesto breve y loco:
la risa de una boca ya sin piezas.