
Todo se rompe, se desintegra,
son los tiempos, la sombra negra.
El tic-tac suena, duro y fiero,
retumba en cada oído sincero.
Nada es nuevo, todo se agota,
y el polvo en el aire se alborota.
Cansancio hueco, sin relevo,
paredes viejas, color de huevo.
En casa de ancianos, manos quietas,
marcadas por las horas discretas,
agarrotadas, suspendidas,
maltrechas ya por tantas vidas.
Miradas vagas, sin salida,
sueñan con una despedida.
Visillos muertos, sin abrigo,
al viento inmóvil, sin testigo.
Se mueve apenas la lámpara rota,
la que alumbró su vida remota.
Y ahora, olvidada y sin llamada,
no alumbra nada: queda apagada.
Arrugas de tiempos que no vuelven,
recuerdos que ya no se resuelven.
Los que erigieron esa morada
olvidan su historia ya terminada.
Y una radio en rincón cualquiera
anuncia noticias que a nadie espera.
Huele a viejo, a historia muerta,
a fuerza ida, a puerta abierta.
Lo que fue grande, hoy se extravía,
se ahoga en la nada, en su agonía.
La vida pasó, y ya no pasa,
miradas suspiran, lenta su traza.
Una sonrisa interna, apagada,
y una pregunta desesperada:
¿Nos llevará la muerte a los dos?
¿O uno vivirá su adiós feroz?
Si uno queda, será un castigo,
soledad cruel, sin abrigo.
Días contados que nos cercan,
dictan las horas que se acercan.
Manos que tiemblan, se sostienen,
porque el vacío las mantiene.
Pero hay ternura en esa unión,
vieja sonrisa, revelación.
Complicidad en la verdad,
de quienes saben la realidad.
Y ríen sin miedo, sin ansiedad:
todos llegamos a esa ciudad.