
Ha caído ya la tarde,
tras el día que al sol arde.
Es el verde tan salvaje,
que nos pierde en su viaje.
Ríos turbios, escondidos,
manantiales ya vencidos.
Chicharras toda la hora,
abejarucos en flora,
buscan restos, sin guarida,
de la cáscara sin vida.
Torbellinos en la era,
levantándose en la espera.
Giran con feroz belleza
mientras bailan con firmeza,
levantando en su carrera
nubes secas de la era.
El sol, que aún se desquicia,
fríe el campo en su caricia.
Todo es fuego, calcinera,
nada cruza por la esfera.
La sombra es fiel escondite,
único al que vida invite.
De día es cruel la jornada,
locura desmesurada.
Llega al fin la noche ansiada,
por el cuerpo deseada.
El sudor es ley temprana,
la razón se desengana.
Y el mínimo movimiento
deja el alma sin aliento.
Pasos lentos, detenidos,
con descansos repartidos.
El calor abrasa entero,
caldea hasta al perro de acero.
Y entre espinos tan renegridos,
esperan cadillos rojos temidos,
romper suelas sin piedad
en la cruel aridez sin bondad.
Secarral interminable,
arena que es implacable,
en el páramo abatido,
el desierto ha florecido.
Donde antaño un río corría,
sólo queda la agonía.
Y el horizonte se cierra
cuando la tarde se entierra.
Parece que el mismo infierno
muestre piedad por lo eterno.
Pero al fin, ya en el umbral,
se retira el sol, brutal.