
Barcos de madera en la costa bravía,
sobre playas de arena que el viento barría,
trampas mortales serán, sin consuelo,
cuando el mar se alce como torres al cielo.
Olas gigantes, como altos rascacielos,
doblegan marinos, quebrando sus anhelos;
marineros llorando de puro espanto,
presa de un miedo que ahoga su canto.
Es la galerna, asesina y traidora,
que les roba el alma sin tregua ni demora,
y los lanza en su danza desatada,
como si su vida no valiera nada.
Truenos resuenan sin fin en la hondura,
del mar infinito, sin paz ni ternura,
y fulgores de rayos, cual látigos fieros,
ciegan los ojos de los marineros.
Columnas furiosas de agua embravecida,
rompen el cielo, desgarran la vida;
y el vaivén sin tregua que el alma destroza,
aprisiona en su furia, ahoga toda cosa.
Ni la luna asoma en tal desvarío,
teme mirar el horror del bramido;
Dios mismo parece ocultar su semblante,
del infierno acuático, voraz y constante.
Poco después, en el fondo sombrío,
se agitan las almas de aquellos vencidos,
que, como peonzas en torpe caída,
giran y ruedan, despidiendo su vida.
Y cuando al fin en el lecho marino,
descansen sus cuerpos, sin fe ni destino,
el mar, que olvida tras su convulsión,
callará de nuevo en muda oración.