
Días que no hallan su noche,
noches sin amanecer,
te llevaste mi querer
y no me diste reproche.
Te amo como te amé,
y me dejaste tirado,
el pecho desangrado,
y no te maté,
cuando el alma me gritaba,
que la herida no cerraba.
Aquel aciago momento
acabaste mi contento,
arrasaste mi querer,
y dejaste un cascarón
que ya no tiene canción,
ni razones para ser.
Soy vacío, lo comprendes,
solo sombra de quien fui,
y al mirarte por ahí,
y ver tu altanería,
juro por mi negra vía,
que te habría de devolver
el quebranto que dejaste,
cuando a sangre me mataste,
sin siquiera tú saber.
Y contemplo el frío acero,
de mi navaja traidora,
que en su reflejo devora
mi último gemido fiero.
Ya no quiero arrebatarte,
más la vida te llevaré,
pues merece tu pecado,
el castigo que juré.
Pero me hiela la idea:
cuando muera… ¿nada seré?
Aprieto las duras cachas,
que mis venas hielan ya,
y espero en la vieja esquina,
de la oscura soledad.
Para romperte el latido,
el que partiste sin más,
y verte sonreír altiva,
como quien no siente nada,
me revuelve la mirada
y la rabia me enrojecerá.
Todo se tiñe de rojo,
todo acaba de acabar,
y espero en la vieja esquina,
a que me vengan a atar.
Penaré por lo que he hecho,
y sin embargo… ¡qué bien!,
me duele esta risa amarga,
que se dibuja en mi sien,
al saber que la asesina,
la que me mató en la vida,
en un charco rojo y frío…
ha muerto también.