
Otra noche se avecina,
¿vendrá suave como encina,
con guante de seda fina,
o con garra que fulmina?
Es la duda, inquebrantable,
cuando llega, impenetrable.
Cuando el sueño se te impone,
o la hora ya se asome,
te encomiendas a cualquiera,
sea santo… o la quiosquera.
Pero antes, claro, pastillas:
rosas, blancas, amarillas.
Y esperás con la agonía
de que el sueño, en su porfía,
quiera por fin ser tu guía,
aunque solo hasta el día.
Pero hay noches tan traidoras,
mil veces, en horas oscuras,
te despiertan sin aviso,
como burlas de improviso.
Mirá el reloj, desvelado,
te caés medio asustado,
la noche recién comienza
y tus ojos, sin conciencia,
no se cierran, no descansan,
vuelven al loop, no se cansan.
Y repetís el tormento,
tan común y tan violento:
apenas dan las dos, lo ves,
y otra vez estás de pie,
sentado frente al monitor,
como autómata sin color.
Así que sí, ya es la noche,
la del insomnio y su broche.
Cuando debes dormir, decís…
pero, bueno, tú lo sabes.
¿Quién me lo explica a mí?