
Paredes viejas, ya pintadas,
sofás hundidos, almas calladas.
Cuadros de ciervos, de aves al vuelo,
testigos de un pasado, ya sin duelo.
Una pata rota en la silla,
y en el cuarto, duerme la mesilla.
Pasillos largos, como destinos,
llenos de puertas, falsos caminos.
Aparatos ya olvidados,
televisores cuadrados.
Armarios de aglomerado,
con ropa que fue donado.
Solo queda lo no entregado,
lo roto, lo desgastado.
Luz escasa de lámparas viejas,
baño de mamparas añejas.
El salón, otrora perfecto,
ahora yace bajo el polvo, deshecho.
El aparador, los libros guardados,
enciclopedias, tomos gastados.
Los que se compraron con ilusión,
o a plazos, sin gran ocasión.
Figuras de alpaca en la estantería,
que soñaban con plata algún día.
En la cocina, entre hornacinas,
aún hay especias ya sin esquinas:
orégano, pimentón, tomillo,
que solo recuerdan el brillo.
Y el viejo frigorífico, como un altar,
abierto, sin nada que guardar.
Mira a la cocina con pesar,
quiere llorar… y no sabe gritar.
Barras de neón que ya no arrancan,
luz que parpadea, luego se estanca.
Y todo en esta casa silente,
grita el adiós de forma latente.
Es la casa de mis muertos,
mis padres, recuerdos cubiertos.
Miro con devoción lo vivido,
lo amado, lo temido.
Cierro la puerta sin hablar,
una lágrima se niega a marchar.
No fue felicidad, tampoco dolor,
fue simplemente… mi amor.
Madre mía, mi adoración,
padre fuerte, mi contención.
También a mis miedos dejo aquí,
quizás aún viven dentro de mí.
Giro la llave con desgana,
pero sé que llegó la hora temprana.
No me atrevo a mirar atrás,
aunque algo dentro lo hará quizás.
El pasado… lo dejo allí,
la laguna se secó para mí.
La infancia se despide sin voz…
y yo me marcho… sin Dios.