
Cambió la luna,
se volvió más menuda.
Perdió su resplandor,
se tornó negra, sin ardor.
No era cuarto menguante,
ni creciente desafiante,
era solo el temor latente
de una humanidad doliente.
De demonios adormecidos,
de sueños mal recibidos,
de seres de lo arcano,
que regresan con su mano.
No porque los invoquemos,
sino porque ya no los tememos.
Espíritus de fosas hundidas,
preguntando por vidas perdidas.
Maridos, esposas, amor quebrado,
rostros que el tiempo ha borrado.
Hijos que a sus madres claman,
madres que a los cielos llaman.
Con gritos que rasgan la piel,
ecos de un mundo cruel.
También buscan a sus mayores,
en esta noche sin colores.
La noche esperada,
pero nunca deseada.
Cuando calaveras se encarnan,
y las almas no se salvan.
El fin de los tiempos resuena,
como una explosión que envenena.
La resurrección ha llegado,
pero nadie ha sido salvado.
Muertos y vivos, confundidos,
con los mismos sentidos perdidos.
Ya no queda razón ni dios,
ni promesa, ni voz.
Los vivos lloran perdidos,
los muertos gimen rendidos.
Esperan al que ha de venir,
al que los pueda redimir.
Noche de muertos y de vivos,
de destinos divididos.
Y la luna negra en el cielo,
nacida del viejo duelo.
Porque al final, en este abismo,
muertos y vivos…
siempre fueron lo mismo.