
Sombras que se quiebran en la oscuridad,
entre rendijas donde el aire da.
Leves movimientos, lentos y callados,
de la lámpara vieja, por años colgada.
Cruje el sillón con sonido mortuorio,
gime su cuerpo, ya sin su glorioso.
Y la bombilla, silente, espera,
quizás ansiosa por luz verdadera.
Solo haría falta tocar el botón,
y huiría la sombra con su opresión.
Pero no quiero mirar, ni despertar,
pues esta es la casa que quise olvidar.
La casa que un día dejé en el ayer,
como quien parte y no quiere volver.
Los padres quedaron, también mi hermana,
distante, huraña, sin alma humana.
Y solos los dejé, sin mirar atrás,
era mi vida, no quise más.
Nunca me pesó, fue lo natural,
pero el vacío fue casi mortal.
Quedó desangelada, casi sin alma,
sin voces, sin risas, sin calma.
Allí no se hablaba, si no hablaba yo,
y el silencio crecía como mudo clamor.
Ahora en el sillón, tras tanto andar,
miro el techo que solía gotear.
Y antes de firmar esas duras escrituras,
sé que cierro puertas sin fisuras.
Ya no quedará nada en esa gran casa,
ni sombra, ni eco, ni brasa.
Donde mi padre una vez soñó,
ya ni el tiempo dejó lo que amó.
Ni un vestigio de aquella era,
que fue oscura, gris y sincera.
Y de la que partí como un sonido,
un estruendo sordo, casi perdido.
Me levanto tranquilo, sin temor,
recorro el corredor con dolor.
Abro la puerta, la cierro sin voz,
y sin mirarla… le digo adiós.