Pablo y Rosa. Capítulo X. Siempre Pablo

Destrozaditas, como dirían ellas, llegaron Ange y Rosita; su prima la agarró nada más cruzar la puerta del dormitorio, y empezó a dar saltos como una loca.

– Que beso, de película, yo quiero uno así.

–  Primi, te lo dije, me quiere, -Rosita la agarró de los brazos y la sacudió.

– Me lo creo, -asintió con la cabeza Ange, ella también lo había visto.

– Por Dios, que beso, “mojaita” entera estaba, en la gloria.

– No es pa menos, -volvió a asentir Ange.

– Y él me quiere como yo lo quiero. Esto es pa los restos, -Rosita sonreía como una niña pequeña.

– En una semana, Primi, de película, pero ten cuidado que los hombres…, -le advirtió Ange poniendo cara seria.

– Este no, y el Ayo me ha dado la bendición que lo he visto mirar a Pablo y sonreír.

– Habrá sido por otra cosa, ¿el Ayo?, -preguntó Ange con cara de no creérselo.

– Sí Primi, lo que yo he visto es la verdad, estaba segura.

              Se echaron en la cama, vestidas y todo, y se quedaron dormidas y felices, abrazadas como niñas pequeñas.

Le despertó la claridad del día, pensó que, seguro que no eran las cinco de la mañana, miró el móvil, le informó de que eran las once y no le habían despertado. Se sobresaltó, pero oyó voces en la casa y se tranquilizó.

              Fue a asearse y tropezó con Ricardo.

– Dormilón…, -se rio mientras pasaba.

– ¿Hoy que…?, -quiso contestar Pablo.

– Qué malas son, ¿no te dijeron que los miércoles descansamos?, -se le notaba la guasa en la voz.

– No, -y sin darse cuenta puso cara de tonto, y el muy cabrito se fue sonriendo.

              Bajó con una ropa menos hortera que la de diario.

              Todos ya habían desayunado, se sirvió un café y cogió un par de donuts de un frasco de cristal.

              Apareció Ester.

– El señorito ya se ha levantado, -sonrió con sorna.

– Sí, buenos días.

– ¿Que te pareció lo de ayer?, -le preguntó Ester levantando la barbilla.

– No lo había visto en mi vida, pero genial.

– Ni lo volverás a ver, -Ester miró hacia otro lado, indicándole que todo era de mentira.

– Podría ser, -Pablo le puso cara de que eso podía no ser así, no sabía por qué contestó eso, pero Ester le respondió.

– Vaya con el Callao, cada vez que habla tira un quicio. Termina, que tienes que ir con las niñas a comprar.

              Secretario para todo. Pensó.

              Alguien lo agarró por el cuello.

– Primo que nos vamos, -era Ange.

– Termina de una vez.

– Vale, -contestó. En la puerta los esperaba Rosita.

– ¿Has dormido bien?, -Rosita le dedicó una sonrisa que le iluminó el día.

– Como un niño.

– ¿Cagado y con hambre?, -le sonrió. Pablo hizo lo mismo, casi estúpidamente, o eso pensó.

– No mujer, muy a gusto, -todavía no le pillaba el aire a la guasa que tenían allí.

– Vámonos, -y lo cogió de la mano.

Ange se enganchó del brazo, y así fue escoltado el resto del camino hasta el supermercado.

– No te lo vayas a creer, pero sería raro estar apalabrados e ir cada uno por su lado, además necesitas a la carabina colgada del brazo, como los cazadores, -le explicó Ange.

– Sin problema, -les contestó con una media sonrisa.

– Tampoco sois tan feas, no quiero perder categoría.

– ¿Con qué con guasa?, -rio Ange.

-Hoy lo único que tienes bueno es la compañía, -y rieron con la risa clara de la inocencia.

              Leche, salchichas, longaniza, especias, kétchup….

              ¡Vamos, una alegría!, mareado le tenían, y que no paraban de hablar

-Chocho, mira…

Le comentaba una a la otra.

-Eso es un mojón, el bueno es este.

Y señalaba otro producto.

-Pero éste es más barato.

Se contestaban.

-Pero no le gusta al Ayo, a Ricardo….

A quien fuera. Y una parada.

– Mira Pablo.

Lo presentaba Rosita.

-Esta, Doña tal la de tal y tal, éste es mi novio Pablo, sí, queremos casarnos para octubre, por la iglesia y de blanco que somos gitanas….

              Y él como un burro, moviendo un carrito sobrecargado, que se iba para todos lados.

              A la una terminaron y pagaron la compra. Sin decir nada se sentó en una silla de un bar de fuera del supermercado, ellas seguían hablando.

– Hasta luego, -las despidió levantando la mano.

– Pero mira que eres flojo, -Ange se paró y se quedó mirándolo con cara de desaprobación.

– ¿Enséñame los callos de llevar el carrito?, -le pidió Pablo.

              Se rieron y se sentaron cada una a un lado.

– Como Cristo, -Pablo se quejó con un resoplido.

              Lo miraron las dos, extrañadas.

– No me miréis, con mala gente a cada lado, -abrió los brazos todo lo grande que era.

– Me parto, me troncho, que gracioso, -le contestó Ange con un mohín y haciendo cómo que se cortaba por la mitad y a lo largo, con un cuchillo imaginario.

– Nos ha salido simpático, -comentó Rosita a su prima.

              Vino el camarero y encargaron refrescos.

              Con sorna, Ange preguntó.

– Y ¿cuántos vais a tener?

– Por los menos tres, -contestó siguiéndole la broma a Ange.

              Rosita lo cogió de la mano, y mirándolo fijamente, con sus ojos mágicos, le afirmó.

– Cinco.

              Solo contestó.

– Vale.

– Pues vaya navidades de regalos con cinco sobrinos, -rio Ángela.

– Ve buscando dineros Primi, que te lo digo con tiempo.

              Y rieron las dos, él también sonrió.

– Da gusto oíros reír, -se sintió bien al verlas alegres.

– ¿A saber dónde has estado tú?, que tan poco has oído reír. -le respondió Rosita moviendo la cabeza.

– Un año de formación en Valladolid como policía, prácticas en Galicia, oposición y formación a subinspectores, prácticas en el Bierzo, oposición a inspector con vuelta para formación en Valladolid, total, cuatro años y medio. Cursos todos los que quieras, estudiar, estudiar y estudiar.

– Que vida más triste, -contestó con pena Ange.

– Yo la escogí, no puedo quejarme, -le respondió Pablo con sinceridad.

– ¿Tu padre es también de la Pestañí?

– ¿La Pestañí?, -preguntó Pablo extrañado.

– Poli, -aclaró Ange.

– No, es médico y mi madre profesora en un instituto.

– ¿Tienes hermanos?, -preguntó Rosa.

– Una que te la regalo, a mí me decís el Callao, me gustaría saber que diríais de mi hermana.

– ¿Tan fea es?, -apostilló Rosa.

– ¿Irene?, qué va, pero tiene un carácter de tres pares de narices. Es mayor que yo y esa sí que no tiene novio, ni lo va a tener, como no cambie.

– ¿De verdad?, -se sorprendió Ange.

– Te lo juro, además es Inspectora de Hacienda, imagínate.

– Lagarto, lagarto, -exclamó Rosa, poniendo los dedos en cuernos y tocando la madera de la silla.

– Pues va a ser tu cuñada, -aseguró Ange con una pícara sonrisa.

– Quita, quita, malange, -le contestó Rosita.

              Estaba disfrutando realmente del momento, cuando vio acercarse a un muchacho de tez cetrina que se movía con prisa.

              Se levantó como si fuera un resorte, y se interpuso en el camino del chico.

– ¿Qué quieres, payo?

Y le dio un empujón. Lo cogió del pecho y cuándo estaba a punto de estrellarlo contra la mesa Ange gritó.

– ¡Pablo, déjalo!, es mi novio.

              La miró, y al ver su cara lo soltó.

              El muchacho se intentó acercar a Ange, sujetó a la chica con una mano y con la otra al chico.

– Hijo p.…, suéltame.

– Lárgate, -le advirtió con cara de pocos amigos.

– Que es mi novia, tío, -le aseguró mirándole con ojos asesinos.

– Cuándo me lo diga Tío Tomás, -lo miró con el semblante serio, mientras que Ange lloraba.

              Una mano se posó en el hombro del chico, le dio la vuelta, era Ricardo.

– Te he dicho una y otra vez que no te acerques a mi hija. Como te vuelva a ver rondándola te reviento.

              Y lo dijo de veras.

              El chaval se fue alejando con una cara de enfado terrible.

– No soy bastante para tu hija, cabrón, y al hijo p… ese.

Señaló a Pablo.

-Le voy a sacar las tripas, cabrones, hijos de p….

              Salió corriendo y se marchó.

              Ange lloraba desconsoladamente, apoyada en el respaldar de la silla.

– ¿De verdad, eso quieres para el resto de tu vida?, ese desgraciado, -le preguntó Ricardo, señalando el lugar por donde el muchacho se había marchado.

– Pápa, yo lo quiero, -lloraba Ange.

– ¿No te habrá hecho nada de lo que tengas que avergonzarnos?, -Ricardo acercó su cara a la de su hija.

– No Pápa, te lo juro, -Ange lloraba cada vez con más dolor.

– A partir de ahora solo sales con Pablo y la Rosita, y tu Callao, gracias, con dos cojones.

– De nada, Tío.

              Se marcharon con Ricardo, que había ido con el coche para ayudarles con lo que habían comprado.

              Nada se habló hasta llegar a la casa, cuando aparcó el coche, Ange salió corriendo a su cuarto en un mar de lágrimas. Rosa intentó ir detrás de ella.

– Déjala sola, que recapacite, -le pidió Ricardo a Rosa.

              Rosa continuó descargando bolsas con Pablo, mientras se acercaban a la cocina que estaba al lado, se oyó a Ester decir.

– ¿Qué ha pasado?, Ricardo, -preguntaba Ester.

– El mierda del Yayi, que estaba intentando rondar a la Ange.

              Se llevó las manos a la cara.

– ¿No le habrá hecho nada a mi niña?

– No, Pablo lo tenía sujeto por el pecho como un muñeco, -sonrió Ricardo con satisfacción.

– Gracias Pablo, hijo eres una bendición, otra que te debo.

Y le zampó dos besos y un abrazo, mientras lloraba compungida.

– ¿Qué es lo que pasa?, si puedo preguntar, no quiero entrometerme.

              Ricardo se volvió y le explicó.

– Ese hijo de p… lleva tiempo rondando a mi Ange, ya ha macado[1] a una niña muy buena, y no voy a dejar que haga lo mismo con la mía, además es un chatarrero.

– ¿Macar, chatarrero?

Preguntó Pablo, que no se enteraba de nada.

              Rosita le contestó.

– Pablo, macar es deshonrar, y llamamos chatarreros a los que viven de robar aquí y allá, y dan mal nombre a su raza y su familia.

– ¿Con eso quiere mi Ange entrar en mi casa?, -preguntó Ricardo, mientras abrazaba a Ester que seguía llorando.

– Pablo, -Ricardo lo miró.

-Mi mujer y yo te pedimos que cuides de Ange como si fuera Rosita, no dejes que ningún sinvergüenza se le acerque.

– Así lo he hecho y sabes que lo haré, -no se podía notar duda en su voz, era lo que sabía que debía hacer.

– Cuanta razón tenía el Ayo, eres una bendición, Dios te ha traído a casa para que nos protejas. Bendito seas, hijo mío, -le agradeció Ester.

              Rosa lo cogió de la mano y lo llevó a la mesa, acercó su cara a la de él, habló muy bajito, sentí su aliento en mi cara.

– Llevo tiempo diciéndole que el Yayi ese no es bueno para ella, pero no me hace caso, nada más salimos de aquí lo llamó, menos mal que llegó tarde y apareció el tío Ricardo, si no, no sé lo que hubiera pasado…

– Pues que se hubiera llevado un buen par de hostias, -le aseguró con tranquilidad.

– ¿Y si saca la navaja?, -le preguntó con cara de miedo.

– Se la come, tan seguro como me llamo Pablo, -Pablo no tenía duda de ello. Rosa le apretó la mano y le sonrió.

              Aquella vez fue en la que Don Quijote recibió el mayor premio.

              Cenaron, y Ange no bajó, Rosa cuando terminó, subió, él se quedó un momento más.

              Tomás que no había hablado en toda la cena, le comentó.

– Otra vez más gracias, mucho estás haciendo por esta familia.

– No es nada, Tío Tomás.

– Si tú lo dices, pero cuídate del Yayi, la familia es un poquito… rencorosa, -y movió la cabeza con preocupación.

– No me asusta, -era cierto, pensó que era solo un chiquillo con mala leche.

– Ahora también tienes que cuidar a Ange, -volvió a repetirle Ricardo.

– No es problema, -Pablo volvió a confirmárselo.

– Con permiso, -se despidió de Ricardo.

Se levantó y se fue a la cama.

              Esperó a que todos estuvieran durmiendo, y cuando confirmó que así era, bajó al salón, comprobó que cualquiera que quisiera salir de la casa tendría que pasar por allí, incluso para ir a la cochera o para salir a la calle.

              Fue a la cocina, cogió el tarro de los garbanzos y tomó un buen puñado.

              Los esparció entre la mesa y el sofá, a lo largo, cuidando que no quedara ningún lugar que estuviera libre de ellos.

              Se echó en el sofá, entrecerrando la ventana, para que la oscuridad fuera total, pues aquella noche había una luna clara, y cansado, se dispuso a dormir.

              Cayó redondo; para él habían pasado instantes, cuando oyó.

– ¡Mierda!

              Encendió la luz, y allí estaba Ange, sentada de culo y clavándose allí los garbanzos.

– ¿Vas muy lejos?, -le preguntó Pablo.

– Puto madero, me cago en tus muertos, -le maldijo con una cara de demonio.

– Vale.

Le ordenó.

-Dame el móvil, -movió los dedos de la mano para que se lo entregara.

– Una mierda pa ti.

– Ange…

– ¿Y yo que creía que eras buena gente?, puto madero, -Ange con mirada asesina.

– O me lo das por las buenas o te lo quito por las malas, -y volvió a agitar los dedos.

– Toma, hijo p…., -y le tiró un móvil sin tener que insistir más, era uno de alta gama, ese no era, seguro.

– El otro, Ange.

– ¿Qué de otro?, -le contestó como si no supiera de que hablaba.

– Con el que llamas a tu prenda, tú de tonta no tienes ni un pelo, has engañado hasta a Rosita.

– Que yo no tengo ningún móvil, hijo p.…, -otra mirada asesina de Ange.

              Se levantó, cogió la mochila que llevaba y que estaba en el suelo.

– ¿Te gustan las bragas de las niñas, poli marrano?, -puso cara de asco.

              Efectivamente, sacó ropa interior y entre ella, un móvil pequeño de prepago. Lo cogió y se lo enseñó.

– Es curioso lo que se encuentra en la mochila de una mujer.

              Lo abrió y lo partió, después lo pisoteó.

– Asqueroso, cabrón, -Ange se puso a berrear.

              Habían causado algo de ruido, pero no mucho, a pesar de ello, bajó por las escaleras Ricardo.

– ¿Qué pasa?

              Pablo le dio una patada a la mochila, pero claro, los garbanzos no pudo quitarlos.

– Nada, Tío Ricardo, Ange que ha bajado a por agua y al verme aquí se ha asustado.

              Bajó unos escalones más y al verla vestida de calle se le cambió la cara.

– Pero, ¿tú qué quieres, deshonrarnos y matarnos de dolor a todos?, mala hija.

              Desencajado cogió a Ange con todas sus fuerzas y levantó la mano para golpearla, Pablo le sujetó el brazo, le costó trabajo, pero impidió que la golpeara.

– Ricardo, así no se arregla nada.

              Lo miró con cara de furia.

– Déjame que le voy a dejar la cara que nadie la va a querer.

– No puedo dejar que hagas eso, mañana te arrepentirías.

              La soltó de un movimiento arrojándola contra el sofá, él le soltó el brazo, sabiendo que el peor momento había pasado.

               Se acercó a ella, y poniéndose a centímetros de su cara, le preguntó.

– Prométeme que no vas a hacer ninguna tontería de nuevo.

              Con la cara llena de lágrimas no acertaba a contestarle. La zamarreó.

– Prométemelo, -le repitió Pablo.

– Síííí, -contestó entre sollozos y con la cara llena de lágrimas.

              Durante esos instantes que apenas si habían sido un par de minutos, la escalera se había poblado con el resto de los habitantes de la casa, que contemplaban asombrados lo que sucedía.

              Rosita y el abuelo miraban sorprendidos el espectáculo.

              Rosita bajó, lo miró con ojos como de no entender nada y se llevó a su prima que lloraba entre jipíos.

              Ester bajó y lo abrazó, diciendo.

– Mi ángel, mi ángel, nos hubiéramos muerto de vergüenza y de dolor.

              Ricardo le puso la mano en el hombro, y le agradeció lo que había conseguido.

-Ve a dormir y descansa, que te lo has ganado.

Y subió a echar la llave al cuarto de las niñas.

              Se tumbó al suelo y allí durmió, trabando con su cuerpo la salida del dormitorio.

              Con toda la calma del mundo cogió el móvil de Ange, comprobó que no estaba protegido, y se bajó un programa troyano, lo instaló, y le introdujo el número de su teléfono, comprobó que quedaba invisible. Tomó su móvil, puso el suyo en su programa de rastreo, e inmediatamente parpadeó una luz roja que indicaba la posición del teléfono que había pinchado, salía al lado de la de su posicionamiento. Funcionaba. Por si acaso.

              Volvió a colocar el teléfono de Ange en su mochila. Se dejó caer de nuevo en el sofá y se quedó frito.


[1] Dicho de la fruta: Empezar a pudrirse por los golpes y magulladuras que ha recibido, dícese entre los romaní, una chica que ha estado bíblicamente, con alguien antes del matrimonio.

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