
Dejamos la casa señorial,
la que en la cima supo imperar,
donde enterramos, con gran empeño,
años de lucha, sudor y sueño.
Toda la vida quedó en sus muros,
todo el futuro, ahora inseguro.
Bajamos tristes, sin un afán,
por la vereda de sombra y afán,
buscando un mísero y gris cubil
para dormir, para vivir.
Abrí la puerta, miré el lugar,
sentí la pena, quise llorar.
No había árboles ni alboradas,
ni los aromas de las moradas.
Solo edificios de hormigón,
ojos de fiebre, rostros de horror,
niebla de tubos, grises y oscuros,
sombras que fuman en los tendidos.
No hay luz, no hay calma, no hay porvenir,
tan solo el tedio de un mal vivir.
El tiempo es tosco, seco y callado,
un eco ronco de un viejo enfado.
No hay más suspiros, no hay más engaños,
solo abandono, año tras año.
Pues mi destino, mi sol, mi ande,
quedó en la casa, la casa grande.