97. Pablo y Rosa. La Profecía

– Prima, te quería a morir.

– Déjala Juan, -le pidió Tomás, -Juan se apartó con la cara demudada de dolor.

              Rosita temblaba de la llorera, sentada en un sillón hecha un ovillo. Un silencio denso se apoderó de la tarde.

              El timbre conocido del móvil de Tomás.

– ¿Sí?

– Señor Tomás.

– Dime, Dieguito.

– Me pidió usted que, si traían a alguien de Portugal a Reina Sofía, que le avisara.

              Tomás dio un salto.

-Dime, -preguntó expectante.

– Ayer por la noche trajeron a uno hecho un colador, pero era uno de la pestañi.

– ¿Cómo está?

-El poli, grave, pero estable, se ha comido toda la sangre del hospital.

              Tomás dejó el móvil, se acercó a su nieta, la cogió de la mano, y le susurró.

– Mi cielo, Pablo está vivo.

              Rosita levantó la cara asombrada, sin creérselo.

              Asintió con la cabeza.

– ¿Dónde está?, Ayo.

– En Reina Sofía.

              Rosa se levantó de un golpe.

-Voy a vestirme, nos vamos.

              Juan, lo llamó.

-Tengo que confesarte algo.

– Dígame, Señor Tomás.

– Pablo no es gitano, es un Inspector de la Policía.

– ¿Pero está apalabrao con la Rosita?

– Sí.

              Calló un momento, y solo exclamó.

– ¡Que huevos tiene mi primo!, y ahora una cerveza, por favor.

Rosa sonríe, llora, vuelve a sonreír, está loca, le da igual.

Bendito sea Dios, que su Pablo está vivo. Ya decía ella que era mucho hombre para que se lo mataran, que su tripa le cuenta que no quedará estéril de sus niños de ojos verdes.

              Qué cojones tiene, a ese no lo mata nada ni nadie, se morirá cuando ella lo diga y ella no lo va a decir nunca.

              Su Pablo. Su gitano payo. Su vida.

– Ange…, -la cogió de la cara-, qué nos vamos.

– ¿A dónde?

– A ver a Pablo.

-No te van a dejar verlo.

– Me da igual, quiero estar cerca de él.

– Pero, hija mía ¿con el ojo morado?

– Tú me echas salud de bote.

– Por lo menos te ducharás, que hueles a mocita vieja.

              Pegó un salto y se fue al cuarto de baño mientras tiraba el sujetador a la cama.

              Cuando llegó abajo no había nadie, empezó a gritar a todo pulmón.

– Venga, que nos vamos, -una y otra vez hasta que empezaron a bajar.

              Por supuesto todos echando pestes, diciéndole que no tenía que ir, que tal, que pascual, le daba igual, como si decían misa.

– O me lleváis o me voy sola, -hizo, una y otra vez, ademan de irse.

– Vale, vale, se oía.

              Se fue sola a la calle y buscó el Citroën del Tío, pero no estaba.

Vio a su tío Ricardo que señalaba un BMW negro.

– Que poderío, -le comentó Rosa extrañada.

– Anda sube enzorrible[1].

              En apenas diez minutos llegaron al Hospital de Reina Sofía, corrió hacia la recepción. Subiendo la cuesta a zancadas.

– Pablo Maldonado, -preguntó entrecortadamente.


[1]Enzorrible. Agonioso comiendo. Ambicioso.

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