Isa se despertó pasadas las cuatro, tenía sed fue al cuarto de baño, hizo pis y bebió hasta que se le sació su sed, cuando volvió se quedó mirando a Gonzalo que respiraba plácidamente boca arriba, y pensó el poco trabajo que le costaría, y lo que disfrutaría haciendo el amor con él.
Se sintió mojada y sucia, pero no se atrevió a hacer nada, tenía unas ganas locas, ¿con quién mejor que con él?, que a fin de cuentas era la única persona que la entendía, que se sentía bien, pero a la vez, no quería que si entraban en otro tipo de relación, más amorosa, pudiera perderlo, era demasiado el riesgo, si lo perdía, perdía también la única persona que era capaz de saber lo que pensaba, de sus anhelos, y la única fuente que tenía de estabilidad en este mundo de mierda.
Se volvió a meter en la cama, y sin darse cuenta se quedó dormida.
Sonó el despertador, y apenas al segundo sonido, Gonzalo lo paró, no quería despertar a Isa, ella entraba más tarde; con cuidado de no tropezar con nada, recogió sus cosas con la torpeza del despertar, fue al cuarto de baño y se lavó la cara y los dientes, poco más podía hacer, allí no tenía más arreos de higiene, se dio una somera ducha y se colocó la ropa de trabajo que estaba basta como si fuera de lija, abrió la puerta con cuidado, y salió al salón.
Abrió el frigorífico del escueto salón y vio dos botellas de leche, se sintió con la tranquilidad de que podía beberse una, con la otra tendrían para desayunar Paqui e Isa, siguió mirando y vio un paquete de galletas Fontaneda, “el desayuno de los campeones”, porque el bocadillo se lo había dejado en los ultramarinos de Antonio.
Le dio un trago largo a la leche, y empezó a partir las galletas para que entraran en el amplio gollete de la botella, cuando llevaba medio paquete, lo dejo en la mesa y comenzó a agitarlo, para que las galletas se deshicieran más y se mojaran, oyó una de las puertas, era Paqui, antes de que pudiera abrir la boca, salió también Isa de su cuarto.
-Hombre, -lo saludó Paqui-, el gorrón, cada casa tiene uno, ¿tú no tienes una puta casa?, niño. ¿Qué coño haces aquí?
-Dormir con Isa, -la miro y le preguntó- ¿Cuántos, Isa?
Isa abrió la mano con los cinco dedos separados.
-Cinco, que me duele abajo.
-Ves, -le respondió Gonzalo-, yo ya he cumplido, aunque tú no sepas lo que es eso, y yo no te voy a enseñar.
-Que más quisieras, cerdo, no sé cómo Isa deja que un gorrino como tú le ponga las zarpas.
-Me piro, -se despidió Gonzalo, cogiendo la botella llena de galletas-, que voy tarde.
Se acercó y le dio un beso a Isa.
-Gracias, bonita, después nos vemos si sobrevivo.
Isa sonríe, y Gonzalo se siente feliz, aunque vaya al tajo del infierno. Sale por la puerta corriendo, realmente llega tarde.
-No sé cómo puedes aguantar al cerdo de Gonzalo. Paqui comenzó a rajar de él, nada más salir este.
-Venga Paqui, qué es un tío de puta madre.
-Muy bien tiene que follar para que lo metas en tu cama.
Isa pone las manos con una separación enorme.
-Paqui, así la tiene, que me tiene que dejar fuera, que si no, me revienta, ahora, que bien se toca la flauta, coño.
-Mira que eres guarra, a saber, lo que tiene ese, ladillas, gonorrea.
Isa sonríe, le da un beso a Paqui.
-Si no fuera por mí, esaboría, te morías sola.
Paqui calla, sabe que en parte tiene razón, algún día se irá, y será uno de los días más tristes de su vida, pero intenta olvidarlo.
-Putón, yo hago el café, dúchate, -le ordena a Isa-, que hueles a verraco.
Gonzalo corre por las estrechas calles como alma que persigue el diablo, sabe que si no llega a tiempo se irán, y le descontarán el día, posiblemente más importe que el de un día de trabajo, así que acelera, mientras, le va pegando sorbos a la botella de leche que suelta de vez en cuando grumos que el estómago agradece.
Llega al punto de recogida, a la plaza de Colon, con el tiempo justo, apenas están arrancando para irse.
-Venga, señorito, -gritas Ambrosio- que te quedas en tierra.
Gonzalo agacha la cabeza, nadie le saluda, a nadie saluda él, se va al último asiento del viejo trasto, y apenas arranca se apoya en el cristal y se queda durmiendo mientras su cabeza lo golpea rítmicamente.
Un brusco movimiento le hace casi dar con el asiento de adelante suyo, el trasto ha frenado, han llegado a la excavación, ni cuenta se ha dado de los baches de lo cansado que está, la botella se acabó en Córdoba, y a tan temprana hora ya tiene hambre, un hambre de lobo.
Vuelta a la realidad sin anestesia, va al cobertizo, coge los guantes, el carrillo y le echa encima el pico y la pala, y va a su sitio como el condenado al cadalso, las primeras picadas le cuestan trabajo por el calor que ya lo inunda todo a tan tempranas horas.
El sol se desliza por el cielo, y ve como los otros se mueven lentamente picando y trasladando carrillos como el mismo, para y bebe agua del botijo, “joder que calor”, piensa, nadie se acostumbra a esto.
Se seca la cara llena de sudor, y pica, apenas lleva destripados unos cuantos terrones cuando tropieza con algo que es más sólido, coge la pala y echa lo que ha movido en el carrillo, debajo descubre lo que en otros tiempos habría sido un enorme tablón de madera, lo levanta y se deshace, la humedad lo ha podrido, quita los pedazos, aun no quiere llamar a nadie.
Sigue quitando trozos de madera podrida, hasta que tropieza con algo más duro, son piedras, pero tienen forma, se ve que las han trabajado seres humanos, va quitándolas, son restos de ladrillos, son de adobe, se deshacen en las manos nada más tocarlos, llena el carrillo y va al vacié, retorna con el artilugio vacío.
Le dan ganas de llamar a Ambrosio, pero seguramente serán cascotes, ya han encontrado antes, normalmente no tienen nada de valor, saca medio carrillo más, y debajo, toca algo de metal, es como una oblea pequeña de unos cinco centímetros de largo por tres o cuatro centímetros de ancho y dos centímetros de grosor, está sucia, la deja a un lado, mete la mano en el hueco que ha dejado, y sigue sacando hasta cinco.
Se pone de rodillas y limpia los trozos metálicos que pesan una burrada, posiblemente sean plomos para cualquier cosa, los romanos eran gente muy habilidosa. Se queda asombrado, no puede ser, sigue limpiando, efectivamente, tienen un color dorado, característico, es oro. Además tienen la forma de una fundición final, lo sopesa, por lo menos un kilo cada uno, cinco, son cinco kilos, hace un cálculo mental, por lo menos veinticinco mil euros cada pieza, ciento veinticinco mil euros, si el gramo está a veinticinco euros, la hostia, piensa.
-¿Qué coño pasa ahí?, -se oye gritar a Ambrosio. Que está como el águila y la presa.
-He encontrado algo, -responde Gonzalo, con voz insegura, no estaba seguro de decirlo, pero ahora no tiene más remedio.
A grandes pasos, el bestia de Ambrosio, se acerca al lugar donde está inclinado Gonzalo.
Coge una de las piezas se la pasa por el mono y asombrado comenta.
-Hostia, esto es oro, pero lo ha dicho demasiado alto, cualquiera que esté allí lo ha oído, y como si fuera la llamada de los padres los otros cinco se acercan.
-¿Cuánto hay ahí, nene?, -le dice Ambrosio a Gonzalo.
-Cinco piezas de fundición.
Ambrosio sonríe como un gato que ha cogido al ratón, sopesa una de las piezas.
-Los cogieron sin entregar la mercancía, aquí hay por lo menos cuatro o cinco kilos, eso es una puta pasta, vamos un puto dineral. –Dice feliz el gordo.
Los demás tocan los trozos metálicos con los ojos de un gato famélico, allí hay un montón de pasta, mucha pasta, cada uno piensa en lo que podría hacer con ese dinero, el amarillo los vuelve locos como siempre ha hecho con todos los hombres.
Un silencio incómodo planea sobre la excavación, Ambrosio piensa en las putas y en los copazos, casi se empalma sólo de pensarlo, pero no dice nada, se calla.
– ¿Qué vamos a hacer con esto?, -pregunta un tipo largo de veinticinco años con el que apenas si ha cruzado media palabra en el tiempo que está allí.
– ¿Podemos quedárnoslo?, -pregunta a su vez la única chica que está allí.
Es como dos años de trabajo, es un buen pellizco, todos piensan en lo mismo, todos salvo Gonzalo, pero tiene miedo, se calla.
– ¿Queréis quedaros con él, hijos de puta?, -pregunta Ambrosio con una sonrisa sardónica.
Los demás lo miran expectantes, no saben cuál va a ser la reacción del animal.
Ambrosio vuelve a tocar el metal, lo tiene hipnotizado.
-Yo, -indica Gonzalo- no quiero saber nada, quedaros con él o haced lo que os dé la gana, pero yo no quiero saber nada.
-Tu eres gilipollas, -le escupe Ambrosio- ¿tú sabes la pasta que hay aquí?, por lo menos cien mil euros, entre siete, gilipollas, nos podemos pegar unos buenos homenajes y aquí no se entera ni Dios.
Gonzalo calla, Ambrosio pregunta.
– ¿Ustedes que decís?, -habla mientras se levanta, todos asienten, necesitan el dinero.
Ambrosio sabe de todo en la vida, de cosas buenas y de cosas malas, pero sobre todo de las últimas, el carrillo está al lado con la pala y el pico de Gonzalo encima, antes de que nadie pueda decir o pensar algo, lo coge y le da en la cabeza con él, Gonzalo cae con la boca en la tierra, el bestia de Ambrosio le ha dado con toda la fuerza que tiene, y tiene mucha.
Apoya la pala en la tierra, con una mano señala el cuerpo desmadejado de Gonzalo.
-Vosotros me decís, ¿la pasta o éste?
-Pero, -pregunta con un titubeo la chica asustada- te lo has cargado.
-Nos lo hemos cargado gilipollas, -le responde Ambrosio- que os creéis ¿que si caigo voy a caer solo?
Todos se miran unos a otros, Ambrosio es ladino, los ha puesto ante los hechos consumados con el regalito del dinero.
– ¿Entonces estamos de acuerdo?
Nadie dice nada.
Ambrosio levanta la pala y golpea la cabeza de Gonzalo con toda la fuerza que tiene, se oye un ruido sordo y atroz de que ha cumplido su cometido, la cabeza de Gonzalo está reventada, en pocos instantes, nace un buen charco de sangre debajo de él.
– ¿Y ahora qué hacemos?, -pregunta con la misma voz la chica que está blanca como la cera, pero que también quiere el dinero.
-Esto es caliza, chocho, aquí lo echamos en uno de los agujeros que hay, y no lo encuentra nadie. Le asegura el asesino.
-Pero lo echarán de menos, -predice unos de los cavadores.
-A este, -y señala a Gonzalo- este es un muerto de hambre, como todos nosotros, dos vueltas la policía, si alguien lo denuncia, porque vive solo, y dinerito en el bolsillo.
Antes de que nadie pueda replicar, Ambrosio mira alrededor, sube por la cuesta, y se encarama por la vegetación, en unos minutos está casi en la cima de la montaña, mira a un enorme agujero en el suelo, es una de la miles de cuevas de caliza, coge una piedra y la tira dentro, se oye el sonido como se pierde en el interior.
-Subidlo aquí, y tú nena, tapa la sangre, vaya a ser que venga alguien y lo vea.
Los cuatro tipos suben el desmadejado cuerpo de Gonzalo con dificultades, la pendiente es mucha y se escurren varias veces por la arena suelta de encima de la roca, pero al final llegan, todos están asustados.
-Que mariconas sois, -les espeta con asco Ambrosio- terminad el trabajo, al puto agujero.
Los cavadores, sin miramientos, lo tiran por el agujero de la montaña, Ambrosio le da con la suela del zapato a algunas de las gotas de sangre que han ido quedando.
-Limpiar lo que haya quedado cuando vayáis para abajo, y no pongáis esa cara, que tenemos pasta, si ese era gilipollas que le den, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y que no ha venido hoy a trabajar.