
Oriflamas y banderas al viento,
victoria, desenfreno y tormento,
¿Cuánto tiempo ha pasado,
desde que el aire, olvidado,
dejó de alzarlas en su andar?
Hoy, las viejas banderas, al reposar,
duermen en los cementerios,
en museos, y en oscuros misterios.
En los olvidos, en la penumbra,
nada queda, todo se derrumba.
Poco a poco ha desvanecido,
solo queda el regusto herido,
el resquemor, la desidia impía,
y al final, la deshonra fría,
la inmundicia que todos pisaron,
en desprecio que nunca cesaron.
Somos colonia, en la vil suma,
de hijos de la gran bruma.
Nadie, nunca, nos dio amparo,
nos robaron hasta el reparo,
el alma misma y, en cama,
como putas, se traga el drama,
hasta donde más no alcanza,
suerte de que los sajones,
con menos, marcan razones.
De haber tenido más,
entrarían hasta más allá.
Olvidamos, con gran tristeza,
que estos nuevos aliados, con fiereza,
nos cazaron como perros en guerra,
para robarnos la poca tierra
que aún quedaba en las manos,
Cuba, Pacífico, Filipinas… lejanos.
De todo aquello, nada pervive,
hasta el idioma se desvanece y se esquive.
No sé por qué el apellido quedó,
si lo cierto es que el tiempo pasó.
Los malditos americanos,
enemigos arcanos y soberanos,
seguirán siéndolo hasta el fin,
pues quien nace asesino ruin,
no cambia su sino impuesto,
con él nació y, en su resto,
el crecer lo deforma,
y en el mayor animal lo conforma.
Y aunque quiera, que no quiere,
no podrá, nunca, cambiar lo que hiere.