
Oyes susurros lejanos,
quizás hablen, no en vano,
¿de ti? No importa el rumor,
la vida es breve clamor,
para vivir la ajena senda.
Murmullos, ecos sin enmienda,
bajas voces y maldiciones,
atroces resonaciones,
todo se pierde en el laberinto,
que la muchedumbre, extinto,
en su urdimbre destroza,
y enredada, troza.
Pitidos huecos, sonidos
distantes y desvaídos,
que no te suenan sinceros,
no son truenos severos,
es la constancia impía
del diablo, día tras día,
para que, con su destino,
ese eco tan mezquino,
de a poco,
te vuelva loco.
Mira a tu alrededor,
crece una maraña de horror,
sonidos bajos y rudos,
voces bajas y mudos,
ecos latentes y crueles,
que, aunque duele,
se repiten y restan ganas,
te arrastran y encadenan,
de vivir, de avanzar,
en el camino amargo y par.
Sonidos que al alma bajan,
con calma lenta que atrapan,
rompen tu sino sereno,
te envuelven y ciegan sin freno.
Te convierten en ese monstruo que grita,
se desgarra y se agita,
y todos observan, se ciegan,
ven lo que quieren, no niegan.
No estás loco, estás cansado,
del peso del mundo hastiado,
la existencia maldita y constante,
que dentro se incrusta, aplastante,
que deshace tu fuerza en fragmento,
y quiebra tu aliento,
te impide el movimiento.
Por más que intentes luchar,
del dolor no puedes huir,
en su red te hace sucumbir.