
Te veo, desfallecida,
Entre las sábanas rendida,
Cansada, harta de amor,
De caricias y del fervor,
De placer y de suspiros,
De gritos orgasmados y sus giros,
Y yo aún tengo ansias, cuando te miro.
Duermes tus veinte años enteros,
Que yo olvidé hace ya senderos,
Y dudabas, lo sé y lo siento,
Que saciara tus deseos, tu tormento.
Me probaste, mujer querida,
Pues tu casta hembra así lo pedía,
Y me sumergí en tus profundidades,
Nadé en tus húmedas realidades,
Levanté olas de espuma vibrante,
Entre malecones y puerto amante.
Me sumergí dentro, bien adentro,
Y busqué la perla en tu epicentro.
Y la encontré, ese tesoro divino,
Que besé con el ardor genuino.
Lo humedecí, lo acaricié,
Con mimo y pasión lo colmé.
Te volviste loca, enloquecida,
Gritaste al cielo, a la vida,
Me arrancaste el cabello furiosa,
Con manos temblorosas y ansiosas.
Quisiste ahogarme en tu placer,
En ese delirio tan sincero y fiel.
Me dejé llevar, pues lo pediste,
Casi mi rostro aplastaste, te rendiste,
Y aun cansada, en tu locura,
Te asombraste de la aventura.
Cuando a tu puerta llamó el guerrero,
Fuerte, viril, entero.
Entró aunque exhausta estabas,
Y sorprendida observabas,
Cómo en ti se perdía, profundo,
Y de nuevo al cielo te subía, fecundo.
No una vez, sino cientos,
Y me mojaste en los elementos.
Me ahogaste, con justo frenesí,
Y llené tus cavidades de mí.
Derrotada, en tu esplendor, te contemplo,
Desmadejada en la cama, en el templo.
Y aquí estoy, tu viejo amante fiel, Que aún te mira, con más ganas otra vez.