La Córdoba de mi Niñez

Cuando yo nací, la Mezquita era una droguería, imaginaros pues la cantidad de pilas de años que llevo en la espalda, que, a pesar de todo, cargo, como lo demás, con la dignidad propia de un cordobés, que es, estoy jodido y lo sé.

              Como contaba, vi la luz en un barrio popular de Córdoba, de los antiguos de los de toda la vida, aquellos donde las sillas salían a la calle solas cuando corría el fresquito, y en invierno, la humedad permitía la cría de una variedad increíble de peces de agua dulce, los mejores las bogas, que formaban bancos en la humedad de las paredes y el techo.

              Se lo que es que te bañen, a pesar de todos los morros y llantos, en un baño de zinc, a despecho del frio y la incomodidad, pero mi madre pensaba, al contrario que yo, que mejor pulmonía que salir a la calle hecho una porquería.

              Me crie al lar de un brasero, que siempre tapaban unas enagüillas, en las que se secaba la ropa a despecho del frio reinante, siempre con la suerte de que te tocaba la parte aun húmeda, lo que hacía que ese calor tan agradable que proporcionaba, se viera empañado por la humedad de la ropa aun mojada.

              Mi familia era humilde, mi padre lejano, mi madre… era inenarrable, amor por jardas, cariño para exportar, y siempre una sonrisa en su bella cara, porque mi madre era bonita como un amanecer en la Mezquita.

              Recuerdo cuando me levantaba, pues era lento en la entrada en la atmosfera, con suavidad, con ese cariño, del que hace algo que no le gusta. “Su niño”, ella se llenaba de orgullo, y  a mí se me caía la baba, porque yo he amado en mi vida, con toda el alma, pero a mi madre, es algo especial, algo irrepetible per se, una sensación que en esos momentos cuando crees que está todo perdido, sientes su calor, aunque tengas canas, y te sientes protegido de todo, más, ay, las madres, la mía ya no está con el resto de los mortales, pero mientras yo respire, estará viva, más que yo, más que nadie.

              Que me pongo pastelero, y tampoco es eso. Pues como iba contando, el barrio, a par que popular, era duro como los cuernos de un varón de edad considerable, los amigos eran como las castañas, que no sabías si merecía la pena clavarse tanto pincho, porque poco había dentro.

              Competitivos, malvados, taimados, egoístas, hijos de un mundo más pobre y más cerrado, de un lugar en el que las oportunidades no se ponían al alcance de aquellas lindes, y se luchaba, por cualquier cosa, por todo, por nada.

              Soy competitivo, que no malvado, y gracias a los genes, siempre fui grande y fuerte, eso me salvó la mayoría de las veces de alguna paliza, siendo a pesar de ello golpeado en más de una ocasión, pero mi abuelo, que tenía más mala leche que un rezno cabreado me dijo una frase que llevo por bandera desde entonces “Pedro, a lo único que tienes que tener miedo en esta vida, es al miedo”, y si alguien me daba una paliza, al día siguiente, con el ojo morado, un dedo roto, o totalmente magullado, estaba empezando una pelea con el que me había golpeado, no podía soportar la sensación de tenerle miedo a algo.

              Te llevabas hostias como panes de quilo, pero el que se enfrentaba contigo, sabía que tenía que matarte, con lo que al final optaban por dejarlo, sabiendo que de una forma u otra al final también se llevaban rasca, menos que yo, pero los chulos, los matones, suelen ser cobardes, y normalmente les duele más que a ti, lo poco que le hagas.

              Recuerdo con especial cariño, las tardes jugando a la lima, robada en cualquier familiar herrero, que aun estarán buscándolas supongo, pero no teníamos hartura, todo el tiempo que teníamos lo dedicábamos a eso, sino a las bolas, joder, hacer el agujero, limpiarlo, ponerlo plano, y el bolsillo lleno de boliches, para pagar las pérdidas, unas veces venían vacíos, otras rompiendo los pantalones cuando el juego se había dado bien.

              Y el trompo, con su guita, y al final la moneda de dos reales con su agüero, para engarzar entre los dedos, para tensar la cuerda, y esa púa carnicera, que se conseguía clavando un clavo de herradura y afilándolo, de tal forma que era motivo de orgullo clavarla en el trompo de un competidor.

              Balón prisionero, el escondite, la mula, juegos que parecen de subnormales en un mundo global, informatizado y tan comunicado que se vuelve uno solitario como si estuviera abandonado en una isla con una radio.

              Y lo más triste, en mi puta vida he estudiado, nada, quizás poco, y encima aprobaba y con buenas notas, el resultado de eso, era simple, estaba tirado en la calle todo el día, lo que conseguía que mi madre se la llevaran los diablos, amenazándome con la correa de mi padre, grande como un carro de paja, o así me lo parecía a mí.

              Pero no era una amenaza, mi padre no gustaba de mi contacto, era un poco chapado a la antigua, y supongo que el amor incondicional de mi madre hacia mí, se los tocaba, a pesar de ello me respetaba, era una persona inteligente, y mucho, pero algunas veces, muy a mi pesar, me pasaba tres pueblos, y alguna que otra vez, me dio la más grande, porque de los zapatillazos de continuo la encargada era mi madre, que era de la selección olímpica de zapatillazos con varias medallas de oro.

              Conseguía tu atención, tu obediencia, tu humillación, con apenas un golpe de muñeca de ese instrumento aterrador, que, a pesar de la displicencia al darlo, como si no fuera nada, dejaba unas manchas rojas, que no quitaba el disolvente, y que picaban horas, incluso días después, convirtiéndose algunas veces, en las que ponía especial énfasis, en verdugones de difícil eliminación.

              Recuerdo a mi padre, cuando llegaba a casa, siempre cansado, pluriempleado, líder del trabajo, un pionero de la seguridad social en el número, que trabajaba dieciséis horas sin desmayar, encomiable, admirable, pero lejano. Lo admiraba en la distancia, pues era mi ideal, pero era difícil establecer contacto con él, lo que recuerdo, no se me olvidara en la vida, fue cuando muy pequeño, me hizo un fuerte del oeste, grande, y bien terminado, palito a palito, pues quería tenerlo, y él no tenía dinero para cómpralo, sin saber que el valor que tuvo para mí era mil veces más grande que el regalo más caro del mundo.

              Uno de los problemas que tiene ser grande, es que la gente confunde estatura con edad, por lo que algunas veces me tildaban de torpe, porque aparentaba con diez años, tener catorce, eso me hizo afinar y desconfiar de la gente, en especial de aquellos que les gustaba hacer daño porque disfrutaban, los de lengua viperina y actos crueles, que como hoy, pero sin redes sociales, a pura boca, te ponían delante de cualquiera, que no fueras tu o tus allegados, como un ropón.