Crónicas de un Viajero forzoso 3 (Taiwán I Parte)

Hoy no voy a dedicar el relato a reírme de situaciones o de penurias pasadas en mis viajes. Os voy a intentar transmitir parte de las sensaciones que se tienen cuando visitas una tierra extraña, hoy va a ser Taiwán.

Mi primera visita a Taiwán, fue en compañía de un amigo mío que ya no está con nosotros, cosas de hacerse viejo, pues bien, era la primera vez que montaba en un avión de los transcontinentales, viaje a Madrid, a Heatrow, y de allí el enorme avión que nos llevaría de un tirón a lo que en aquellos tiempos era colonia china, Hong Kong.

Lo primero de los viajes largos, de los trasbordos, de las zonas horarias, es la sensación de no saber dónde estás, como estas, en que momento vives, en un momento te sacan del adormilarse y es otro planeta, lo que era día, ahora es noche, lo que eran unos colores, en poco tiempo se han transformado en otros distintos, totalmente distintos.

El cansancio, el buscar siempre un cuarto de baño, el buscar en los interminables pasillos de los aeropuertos lugares donde fumar, donde picar algo,  siempre a precios prohibitivos, de intentar dilucidar algo de lo carteles escritos en lenguas imposibles, y como nota común, el sueño, la sensación de tener siempre la piel de gallina, de la incertidumbre, del traqueteo del avión cuando despega, del exhalar cuando libera las ruedas del suelo y todo se vuelve calmado y silencioso.

Las personas a tu alrededor, apenas nadie, entonces menos aún, que hable tu lengua, te estoy hablando de tiempos en los que España era aún más desconocida que ahora, cuando salir de viaje a esos países era algo épico, algo que hacía que los demás exclamaran que estabas loco.

Y conoces, que tu ciudad es pequeña, que sí, que has estado en Paris, en Roma, que has visitado ciudades enormes, pero esto es otro concepto, incluso el antiguo y peligroso aeropuerto de Hong Kong, era una monstruosidad, que no por su tamaño, sino por las multitudes que se agolpaban para cualquier cosa.

Te estoy hablando de cuando aterrizabas con esos enormes aviones, y veías como las alas casi rozaban los edificios, y no es broma, cuando aterrizabas, lo único que tenías en frente era el mar, y un enorme parachoques, para “por si acaso”, cuando el piloto pisaba los frenos, como si le fuera la vida en ello, y era cierto, y la nuestra también, y el cinturón de seguridad el “Seatbelt”, se te clavaba como si quisiera morderte dentro, y se te salían los ojos viendo como el mar se acercaba, hasta que en un movimiento brusco, se paraba y respirabas, y podías contener lo que intentaba salir por los orificios de tu cuerpo, que algunos pobres, sin distinguir nacionalidad, no podían, y se liaba en aquellos aterrizajes la de San Quintín.

Tiempo apenas para besar la tierra como el Papa, y salir disparado hacia otra terminal para coger el vuelo a Taipéi, un vuelo más corto, un vuelo en un avión más pequeño, pero no por ello menos sentido que el otro, apenas unas pocas horas y aterrizabas en un aeropuerto que era como una carnicería gigantesca, todo lleno de azulejos blancos, enormes, y a diferencia del de Hong Kong, lleno de chinos de Taiwán, militares, con ametralladoras en las manos, y una cara de mala leche que alucinabas, porque cuando un chino pone cara de mala leche, es que es el arquetipo del hijo de puta.

Acojonado, salías de España, que estaba bien y allí solo veías unos enormes letreros  que en ingles de andar por casa, y traduciendo, decían:

“Bienvenido Extranjero a la maravillosa tierra de Taiwán (ROC, Republic of China), pero recuerda que aquí está castigado con la pena de muerte:

-Tráfico de drogas.

-Contrabando de drogas

-Tenencia de las mismas.

-Posesión y uso de armas de fuego…”

              Y así una interminable lista que llegaba hasta el suelo.

              Y por supuesto en todos lados carteles que traducidos venían a decir:

              “Mantenga sus ojos en sus posesiones, sus maletas, vigile que no se las roben”, más o menos con esas palabras, y se te quedaba una cara de indefenso que acojonaba, y el checkpoint, que el chino cuando le entregabas el pasaporte te miraba como diciendo, “lo menos que te van a caer aquí son diez años, gilipollas”.

La liberación, cuando sin la más mínima educación te hacían pasar, y no sabías si eso era bueno o no, porque tú a la más mínima duda, de vuelta a la tierra de la tortilla y del flamenquín, que ya con el baño de acojone, era muy joven entonces, tenías bastante.

Ya estamos en Taipéi, la maravillosa capital de Taiwán, la que los portugueses llamaban Formosa “La Isla Hermosa”, y lo era, colores que no existen aquí, coloridos imposibles, y costumbres, cuando menos extrañas; trolleys andando que nos vamos, que allí no espera nadie, que además los taiwaneses son más belicosos que la leche, que están acostumbrados a hacerle cara a los chinos comunistas, y allí todo el mundo ha hecho la mili, pero pensando que mañana te invaden la casa, que el que menos te pega dos hostias y te deja mirando para Burgos.

Al final son gente amable, pero son belicosos al máximo, no les hables de la china comunista que se calientan las cosas hasta extremos inimaginables, que es como si se los tocaras bien tocados.

Recuerdo que la salida hacia el hotel fue cuando menos tumultuosa, colas enormes de gente esperando y atascos por todos lados, eran los tiempos en que empezaban las obras del metro de Taipéi, y todo el centro estaba con la barriga al aire, horas para apenas avanzar un par de kilómetros, y la llegada al centro, donde estaba el hotel imposible.

Me impresiono la mezcla de la cultura occidental en las construcciones, en las vestimentas con la más tradicional china, a cada casa una tienda, cada dos bloques un pequeño templo que se ocultaba entre los enormes edificios, pero que llenaba de olor todo, como si no dejara que olvidaran los que allí miraban sus ancestrales costumbres, y los colores, casi imposibles aquí, fuertes, vibrantes, y la algarabía, gente por todos lados, que parecía que el mundo se acababa, y al llegar en un cerro lleno de flores el hotel una increíble y gigantesca pagoda sobra un monte lleno de árboles y flores, que destacaba sobre el plano y edificado resto de la enorme Taipéi.

              The Great hotel of Taipéi, que pertenecía a la viuda de Chiang Kai-shek, el dictador ya fallecido que había regido la vida del país durante años, increíble, una enorme pagoda roja sobre una montaña de color, enormes columnas de color rojo fuerte, artesonados en el techo que no se pueden imaginar, contado historias que hablaban de su cultura milenaria, y recibiéndote unos enormes leones tallados en piedra y rodeados de flores.

              Un pórtico enorme de tres arcos te recibía, y cambiabas del agreste entorno metropolitano a algo casi mágico, algo que estando en el centro de la gran ciudad, estaba como las nubes dominando la tierra.

Majestuoso, cientos de enormes habitaciones, comedores, cristaleras a los enormes parterres del Hotel, todo cargado de verde, de colores, exuberante, siempre caluroso y húmedo; como buen cateto cordobés, la boca no se me habría porque me daba cuenta, pero alucinando, tengo fotos de las de carrete, que en aquellos tiempos no las había digitales, pero imposible sacar toda aquella belleza, tan extraña a nosotros sin poder ponerle los olores, las sensaciones, el calor, la humedad y el choque que suponía, era la primera vez que llegaba a Asia, y esta me sorprendía a cada paso.

Y la habitación, joder con la habitación, para correr caballos, todo mármol, madera tallada y columnas rojas, todo desembocando en una enorme terraza que daba a los extensos jardines, y que dominaba casi toda Taipéi.

Era una verdadera gozada el desayunar (buffet) en los acristalados comedores del hotel desde allí veías todo rodeado de árboles tapizados por las más extrañas flores que pudieras imaginar. Todo muy inglés, la mayoría de los huéspedes, eran angloparlantes pero la comida buena, y casi parecida a la nuestra, aunque los sabores diferían por las especias.