La Viuda y la Justicia Divina

Un año, á mediados del siglo XV, la cofradía del Santísimo Sacramento de la Magdalena, á la cual pertenecía toda la nobleza del barrio, mucha y de la mas principal, hizo grandes preparativos para su procesión ó minerva, como en algunos puntos la llaman, y al efecto convidó á todos los demás nobles é hijosdalgos de la ciudad, que acudieron gustosos, entre ellos un D. Luis Fernandez de Córdoba, vecino de Santa Marina, joven apuesto y valiente; pero con la gran dosis de orgullo de todos los de su clase, y mas en aquella época en que se consideraban tan superiores á los demás. Formóse la procesión y como hubiera acudido mucha clase del pueblo, entre la que se veian los labradores de la gran poblacion rural que tenía y aun tiene este barrio, fué preciso y justo, darles cirios ó faroles, toda vez que en mayor ó menor escala contribuían á esta festividad. Un honrado campesino que aunque pleveyo, tenía el carácter independiente tan propio de los españoles, tomó lugar entre el D. Luis y los que llevaban los faroles ó sean los mas cerca al palio, y juzgando nuestro noble que se rebajaba con aquello, le intimó, con esos modos conque los superiores de escaso talento mandan á sus inferiores, á que le cediese el lugar y se fuese á otro sitio con los de su clase. Contestóle, que no la había en la presencia de Dios, que le iba muy bien y no le cedía el sitio: á esto siguieron dos ó tres ligeras contestaciones, y no pudiendo el D. Luis contener los arranques de su orgullo y su soberbia, echó mano á la daga, atravesando el corazón de aquel infeliz, que sin vida, cayó muerto casi á los pies del sacerdote que conducía el Sacramento, el cual, aturdido, no sabía si continuar su marcha ó qué determinacion tomar, así como todos los circunstantes, á escepcion de la esposa de la víctima que, como una fiera, se arrojó sobre el asesino impidiendo se entrase en sagrado, y por consiguiente dando lugar á que lo prendieran. Unos corrían, otros lloraban, muchos criticaban tan fea é improcedente accion y todos, á escepcion de algunos parientes de D. Luis, estaban á favor del desgraciado, víctima del orgullo de nuestra nobleza, tan altanera con sus antiguas y ya caducas ejecutorias.
La procesión terminó en aquel momento: la gente se retiró: depositóse el cadáver en la iglesia, y D. Luis Fernandez de Córdoba fué preso en la torre de los Donceles, que como la Calahorra y la Malmuerta, estaba destinada á prisiones de los nobles que cometían algún delito, siendo esta una de las muchas prerogativas con que contaban los afortunados hijos de la aristocracia española. La Providencia que á todos los juzga iguales, no consintiendo que por el camino del crimen se llegue al puerto de felicidad, vino á burlar las influencias de la familia del preso que, dando primero largas á la causa, sistema ya entonces usado, é interponiendo despues todo su influjo, llegó á alhagar la esperanza de verlo muy pronto completamente libre de sentencia humana, sin ver que la del cielo ya pendía sobre su cabeza.
Un año había trascurrido: era por la tarde, y casi á la misma hora de la procesión, avisaron á la parroquia que llevasen el Viático para un vecino de la calle de Abejar; hacíase así, y á un tiempo salía por la calle de los Muñices la viuda del desgraciado hortelano, y D. Luis se asomaba á las almenas de la primera torre, para ver la Magestad; ambos incaron sus rodillas, y al pasar el sacerdote por entre ellos, vínose al suelo la piedra en que estaba apoyado D. Luis, cayendo también éste y una de las almenas, que le trituró el cráneo. – ¡Justicia del cielo! – dijo una voz: era la de la infeliz viuda, á la que un desmayo hizo caer al suelo.