La Casa De Los Cuernos. Quinta Parte

Martín levanto la vista y de un trago se bebió el vaso, lo llenó de nuevo y miró al Tuerto.
-Bien me conocéis, Enrique.

-¿Qué hay que hacer, capitán?

-¿Qué es lo que mejor sabemos?
El Tuerto calló durante un momento. Después esbozó una sonrisa, había encontrado la respuesta.
-Matar, Capitán, ¿me equivoco?
Martín lo miró y con media sonrisa le susurró.
-Y tú que lo digas, Tuerto, y tú que lo digas, prepara los fierros que beberán hasta hartarse, poco queda para que todo reviente, por donde sea, pero que reviente.
Volvió a llenar el vaso, lo bebió de un golpe, se levantó y salió hacia las escaleras de la posada, después se volvió.
-Tuerto, a media mañana generala.
El Tuerto asintió con la cabeza, Martín se marchó, y el Tuerto se echó la jarra directamente al gaznate, más que nada, por si era la última vez que lo hacía, que nunca se sabe adónde mira el diablo.
Martín cogió la amanecida solo por una vez, le dolía la cabeza como si se la hubieran aplastado con un yunque, la metió presta en la palangana, mas no le sirvió de refresco, el verano de la ciudad todo lo calentaba, y el sopor del mal dormir, todo lo enlentecía y hacia borroso, que no el vino que había libado, y sonrió, la cabeza le volvió a doler.
Se hizo el lavado del gato, y sin avisar, lanzó el agua al patio de caballerías, alguien se quejó, llamo a su madre, y a todos sus ascendientes fallecidos, pero ya lo esperaba, que era verano y no eran orines, y volvió a sonreír, y la cabeza volvió a dolerle.
El sol bajaba la cabeza cuando salió de su cuchitril, que no era malo, mejor que el sereno, seguro, allí le esperaban sus hombres, que tampoco habían dormido demasiado, pues, aunque acostumbrados al trópico, el calor seco del interior, se les tornaba terrible.
-Mi capitán, el Tuerto, lo miró con su ojo de esfinge, aquí están todos los que somos.
Martín se sentó y tomó un plato, se sirvió de las gachas peleonas, que eran granos de tierra, más que alimento mañanero.
Dio un gran trago al vino que le había servido el Tuerto, sabedor, de que el mejor antídoto contra el veneno de la noche, era más veneno al despertar.
-Cabrero, cuenta lo que sabes a los demás, aunque supongo que ya lo habrás hecho, cabrito, pero me da igual, los granos de gachas salían de la boca del capitán como plomo por trabuquete.
-Ya sabéis que la Elisa, esta empollada conmigo, le hace a los Burguillos la colada de a semana, conoce en la casa a todo el mundo, y como mujer, está al día de cualquier cosa que acontezca en la casa, y bien sabéis que lo hago por vosotros, porque es bizca, y no se lava ni cuando llueve.
-No nos cuentes tu vida, le reprendió el Tuerto, que el polvo es polvo, venga de donde venga.
-Me cuenta la Elisa, que ayer salió la familia de Burguillos a la finca de Posadas, quedando solo los varones, y que una de las criadas, le había comentado que debían de preparar cena para más invitados, pues se reunían gente principal.

  • ¿Cuántos?, preguntó el Boquerón.
    -Mas de veinte, Boquerón, más de veinte.
    Martín levantó la cabeza.
    -Nuestro amigo el corregidor y los Burguillos, no hace falta estudios para saber que vienen a por nosotros, a más tardar esta noche.
    Nadie dijo nada.
  • ¿Os habéis olvidado de cazar indios?
    Los demás lo miraban extrañados, no sabían lo que quería decir.
    -En la selva, son los amos, pero dentro del poblado, la noche antes de atacarnos…
    El Tuerto sonrió.
    -Cabrero, cuenta, ¿cómo es la casa?
    El Cabrero saco una afilada daga de donde fuera que la tuviera, y con ella en la mano talló en la vieja mesa un somero dibujo de la casa palacio de los Burguillos.
    -Un adarve, bajo y con fierros en la parte alta clavados en el mortero, como la de los moros, un portón, mal sitio para entrar, la puerta principal, ni pensarlo, pero… una buena manta de caballo, y los fierros se domestican, hasta la mole de Lope, pasará como niño por teta de monja.
  • ¿Cómo podemos hacerlo, Cabrero?, le preguntó el Tuerto que sabía que el Cabrero, mataba a los indios sin que se enteraran, los mismos indios que eran capaces de matar a una serpiente de un bocado, sin que las culebras los notaran.
    -La casa principal, tiene hachones, que iluminan la entrada principal, un hachón grande en la trasera, y cuatro hombres que rondan, ahí está el fallo, si saltamos el Boquerón y yo, en poco gasto de tiempo, ponemos al aire las gargantas de los vigías, después el portón, y después…
    Martín se quedó pensativo.
    -Capitán, hagamos caso de los números, matan a cuatro, si sale bien las cosas, nos quedan dieciséis y somos seis.
    -Siete, comentó Martín con la mirada perdida en el techo, te olvidas de Sacatripas, que es un perro de guerra más temible que el más bravo de nosotros.
    -Pero será una carnicera, comentó Lope.
  • ¿La primera, putita de meter punta?, le reprendió el Tuerto.
    El Garrote lo miró con cara asesina.
    Martín lo miró de la misma manera.
    -Lope, esa cara, esta noche, sino…. y echó mano a la empuñadura.
    -No capitán, pero es que el Tuerto los toca…
    -Lo sé, cualquiera de nosotros los toca, así que tonterías, para los tontos de baba.
    Martín continuó hablando.
  • ¿Y dentro?, Cabrero, ¿cómo es por dentro?
    -Poco sé, Capitán, entrada, salón a un lado, escaleras, y sótano de servidumbre.
  • ¿Muchos de servicio?, volvió a preguntar.
    -Seis o siete, pero no puedo jurarlo, de lo que estoy seguro, es que saldrán como alma que lleva el diablo, quizás alguno con un garrote, pero poca leche para tanto becerro.
    Martín se echó otro vaso al coleto.
    -Dieciséis mínimo, contra seis, ¿Qué pensáis?
    -Que tendríamos que quedarnos dos o tres aquí para igualar la cosas, no me gusta ir de sobrado Capitán.
    Todos rieron.
    -Preparad a Sacatripas, lo quiero con armadura de combate, será, el que levante a los palomos, que cuando alcen el vuelo, se dirijan a nosotros, ellos vendrán pasadas las doce, cuando todo este muerto, nosotros a las once, cuando el día esta moribundo, pero nadie está fuera de casa.
    -Estamos preparados capitán, a esa hora todo estará como tiene que estar.
    -Embozados, hermanos, que ni el propio diablo nos debe de reconocer, que poco tardarán en dar cuenta de que somos nosotros, ¿todo preparado para salir por piernas hacia las Indias, Lorenzo?
    -Y la mitad pagado, bote en el rio, esquife en Sevilla, y Galeón en Cádiz, el capitán esperará, no toda la vida, pero lo hará, porque sabe que habrá dinero, y no habrá sitio para esconderse sino lo hace.
    -Bien, que sea lo que el diablo mande.
    Martín se colocó la pechera de cuero, la ató todo lo fuerte que pudo, las perneras del mismo material, y se colocó con parsimonia los arreos de su profesión, espada corta y ancha en la izquierda, estoque en la derecha, sobre el pecho, una daga de proporciones considerables, y un puñal corto de ancha alma, en la izquierda la hachuela, de apenas veinte centímetros de mango, y veinte de ancho, cortante como el alma del diablo.
    Ajustó los puñales en las botas, y en las mangas, estiletes de cirujano, o de dama veneciana, que cortaban el aliento, que si las fundas no eran de buen material te hacían más daño a ti que al que quisieras herir.
    Sacó todo varias veces, hasta comprobar que entraba y salía como en mujer ardiente, después se colocó la larga capa, y bajó a la entrada trasera de la hostería, pues la gente de mal vivir, como ellos y de peor morir incluso, se agolpaban en el interior, ahogando sus penas en vino peleón, o sacando fuerzas de él, que la mayoría solo salían de su boca y se perdían en la cobardía del que las emitía.
    Allí le esperaban sus hombres, Sacatripas movía el muñón de su rabo, pero estaba embozado, para que no pudiera, ni morder, ni lo más importante, hacer ruido, Martín lo acarició, las babas, de las que parecía disponer para ahogar a un moro, le llenaron la mano.
    Miró a los suyos, miedo daban, que era lo que tenían que dar, pues para dar penas, ya estaban los que se enfrentaban con ellos.
    -Esperemos que volvamos todos, habló el Tuerto con voz fúnebre, sino que el que quede muerto, lleve su corte al diablo de los que le preceden por sus cuchilladas.
    -Que así sea, comentó Lope.
  • ¿El Cabrero y el Boquerón están en la casa?, preguntó Martín.
    El Tuerto asintió con la cabeza, el tiempo de hablar se había terminado.
    -Marchemos pues, les ordenó Martín, mientras se echaba la capa a la cara, que además cubría con un pañuelo negro, y que el diablo nos proteja como siempre, pues le intentaremos llenar la casa.
    Callejuelas estrechas y malolientes, piedras levantadas y, sobre todo, oscuridad, rota levemente por algún moribundo hachón, que hablaba de la miseria de los hidalgos y de las putas, pues estas ni anunciaban el lugar de pecado.
    Vuelta y revuelta, un dédalo de calles, cruzadas y entre cruzadas, laberinto en el que cualquiera se perdería, pero Martín llevaba grabado a fuego el mapa de la ciudad que le había visto nacer.
    Entre las sombras, en la Calle del Silencio, en uno de los adarves, un embozado les hizo una leve señal, era el Boquerón.
    Entraron en la callejuela, apenas el ancho de la espalda de dos hombres, y se adentraron en ella.
    Sin decir palabra, el Boquerón le señaló el hierro y cristales que coronaban la paredilla, prestamente, como si fuera una sombra, el Cabrero colocó la manta doblada de mulero, y apoyándose en el pie que el ofrecía Lope, gateó como un mono y la cruzó sin el más mínimo ruido. Después, casi sin interrupción, el Boquerón hizo lo mismo, los demás quedaron a las sombras, cerca de la puerta aportillada desde dentro, que hacía de veces de entrada de proveedores y servidumbre de la casa palacio.
    Baldomero, al que todos conocían como el Cabrero, por razones obvias, se pegó a la pared, esperó a que sus ojos se acomodaran a la luz que daba el hachón, el Boquerón, Joaquín, el Malagueño, estaba a su lado, sonrió, gente en la que confiar. Lo miró, y señaló los setillos que rodeaban una pérgola. Se agacharon, y como si fueran un solo hombre, se ocultaron tras de ellos.
    Baldomero señaló a dos hombres, después se señaló el pecho, y a uno de ellos, Joaquín asintió con la cabeza. Como si de un duende se tratara, Joaquín desapareció en la oscuridad, apenas un segundo después, el mismo, se movía por entre los setos, cuidando de no hacer el más mínimo ruido en la grava del paseo, pues la vida le iba en ello.
    Como si de un gato se tratara, llegó al vigilante, era viejo y curtido, pero demasiado gastado, incluso para hacer un menester tan fácil.
    Casi sintió pena, cuando lo agarró con la izquierda y con un tajo rápido, le cortó el cuello de tal forma que lo dejo pringado de sangre, lo hizo caer poco a poco, lo miró durante apenas un instante, un pensamiento cruzó por su cabeza, que ojalá su muerte fuera tan rápida como la de aquel viejo, conocía lo que los indios hacían a sus prisioneros, y aquella muerte, a pesar de todo, era la bendición para un soldado.
    Lo arrastró entre los arbustos, recogió cualquier cosa que delatara su falta, se colocó su sombrero y miró hacia el tercero, allí estaba, así como el Boquerón, que también había cumplido su cometido, este último se encogió de hombros, se volvió y le enseñó la mano con cuatro dedos. Estaba claro ¿Dónde estaba el cuarto centinela?, caminó por entre los parterres, saludó levemente al tercero y vio que bajo el hachón de la puerta trasera un muchacho joven, charlaba con una de las criadas, quizás calentándola para lecho, o lo que maldita cosa fuera, el caso es que lo ponía más difícil.
    Se volvió y señaló al tercer hombre, e inclinó la cabeza, ese era para el Boquerón, este asintió levemente, es decir, su silueta lo hizo, pues la oscuridad a apenas pocos metros del hachón, lo ocultaba todo, pues los velones estaban apagados, así como demás, la miseria, posiblemente le costaría la vida al conde.
    Se colocó el sombrero hacia adelante, era uno de ala ancha, que inclinándolo le ocultaba totalmente la faz, asió la alabarda del viejo, esperaba que fuera de buena factura, se acercó al muchacho que lo miró sin desconfianza, y con la punta del instrumento le atravesó el cuello, el chaval, pues apenas era hombre, puso cara de sorpresa y terror mientras se moría, de continuo, como si fuera un movimiento hecho mil veces, se volvió y antes de que pudiera emitir el más mínimo sonido, le cortó el cuello a la muchacha.
    Pronto todo se volvió rojo, no sintió nada, solo dos más en una interminable lista, ¿mujer?, no, simplemente obstáculo, que viniera el puto diablo a echárselo en cara, le cortaría los cojones, mientras, veía como la sangre salía a borbotones en los últimos pálpitos de un corazón que se moría.
    Miró hacia atrás, solo estaba la figura del Boquerón, le hizo un signo con la cabeza, la sombra hizo lo mismo y salió en dirección a la puerta de servicio. Baldomero arrastró los cuerpos a la oscuridad, pero cualquiera que llegara vería la carnicería de sangre, pero era costumbre, y las costumbres se repiten, aunque no sean necesarias, como en este caso.
    Martín oyó como la poterna se levantaba, y pensó en que eran los mejores asesinos que había visto, esperaba que nadie los tentara contra él, pues en ese caso, si no los mataba antes, lo harían ellos con seguridad y en silencio.
    Solo una leve inclinación de la cabeza de la silueta y supo que nadie quedaba vivo. Avanzó hasta la puerta trasera, allí la sangre lo empapaba todo, y la grava cerca de la puerta aún no había tenido tiempo de absorberla, no sintió nada, señaló a la izquierda.
    El Tuerto inmediatamente se internó en esa dirección, después señaló a la derecha, Lope se movió en lo indicado, y señalando al Cabrero, le puso el brazo en dirección a las cocinas. El, con el Boquerón y Sacatripas, subieron por las escaleras, el perro husmeó apenas unos segundos, supo que no había ningún peligro arriba, pero el perro tiraba hacia la izquierda, donde el Tuerto había entrado, bajo rápidamente, le quito el embozo al perro, este salió disparado en la dirección de Enrique, el corrió hacia el mismo lugar.
    Entró en un salón enorme, allí, varios hombres, tenían acorralado al Tuerto que se defendía como alma de pecador, pero era solo cuestión de tiempo, cuatro le arremetían a la vez, y más de ellos esperaban sitio para entrar a matarlo.
    Lo que no hubieran esperado en cien años, sería el enorme animal que se les vino encima. Antes de que se dieran cuenta, Sacatripas había derribado a varios, con mordiscos generosos, dejando medio libre al Tuerto. En esos momentos alguien se le vino encima, sin pensarlo siquiera, desentrabo la espada trapera, y al primero que se acercó, se la clavó en las tripas, el individuo se dobló, pero antes de que lo hiciera completamente la sacó, ese no se movería mucho, pensó.
    El siguiente, lo recibió con un mandoble de espada que paró con la ropera, pero con el cuchillo en la izquierda, volvió a entrar en tripas, lo revolvió durante un segundo, y el enemigo le vomitó encima, pero estaba muerto.
    Ni se limpió. Como si fuera el ángel de la muerte, continuó dando mandobles, la ropera desapareció de un golpe, la hachuela se clavó en la frente de alguien, y dagas y puñales adornaron los huesos del que se puso delante de él, de tal forma, que cuando no se sintió amenazado, solo llevaba una de las dagas venecianas en la mano.
    Cogió su ropera, y como si fuera una tarea habitual, degolló a cualquiera que se moviera, pidiera por Dios o por el diablo. Paró al ver una figura conocida, era el Corregidor con la cara deformada por un mandoble.
    -Maldito seas, diablo del infierno, logró farfullar el moribundo.
  • ¿No me conoces, trozo de mierda?
    El moribundo lo miró, sus ojos se abrieron al máximo.
    -Tenía razón, eres tú, el maldito Martín de Villarrios.
    -Si, hi de puta, el padre de tu nieto, el que se folgo con tu hija, y mató a tu yerno, el que cuando te mate, volverá a yacer con tu perra hija, y le hará otro bastardo, y todo sin necesidad de violarla, se me abrirá de piernas como lo hizo en otros tiempos, y estará húmeda como si fuera un rio.
    -Maldito seas Villarrios, maldito tú, y toda tu calaña.
  • ¿Incluido tu nieto, mi hijo?, y tú, ve al infierno, y dile a Satanás que cuando me quiera llamar estaré presto a su llamado.
    Martín hundió la espada en el pecho del viejo, la retorció, y sonrió mientras que veía como la cara del viejo se deformaba por el dolor.
    -Muere perro.
    Miró a su alrededor, solo cadáveres, Boquerón sin una oreja, Lope con un tajo en el hombro, y el Tuerto con dos puñaladas en la pechera, pero de las de no morir.
    -Cabrero, cura a los heridos, tú, Lorenzo, busca aceite y aguardiente, líquido que arda, y rocíalo todo que prenda como si fuera la parrilla de San Lorenzo, quiero esto comido por las llamas, que no quede traza de estos malditos.
    Baldomero curó con rapidez a los heridos, al Tuerto lo quemó y cosió mientras pregonaba sus deseos de muerte para toda la familia del Cabrero, mientras lo sujetaban. El Boquerón sin oreja era tan feo como antes, con las dos.
  • ¿Y en las cocinas? Preguntó.
  • Seis a servir al diablo, pobre gente, y Lope sonrió, una de las dos cocineras estaba para comerla, pero… sabemos lo que hacer, Capitán.
    -Pues coge todo lo que de valor haya, después lo entierras en algún sitio, no tenemos tiempo de cargar con nada, pero que crean que han sido ladrones.
    Martín levanto al Tuerto, mientras se alejaba, vio como las llamas empezaba a aclarar la noche de la calle del Silencio, y sonrió, escupió al suelo. “Una vieja cuenta saldada”, pensó con indiferencia.
    Antes de poder perderse en las callejas, una guardia de los Justicia se acercaba y los encaró, todos se prepararon para lo peor, pues la soldadesca era más del doble que ellos.
    -Alto a la Justicia, gritó un sargento.
    Martín sonrió, saco una bolsa de la pechera.
    -Sargento, somos como vos, reconoció a un tercio, los que os acompañan, no, movió la bolsa, ¿queréis contar monedas de oro, o muertos?, vos decidís, mientras tanto, Martín movía la bolsa, para que supiera que era de peso.
    El sargento dudó un momento, después asintió con la cabeza, Martín le lanzó la bolsa, el sargento la abrió y sonrió, después lo miró, volvió la cabeza y gritó a sus hombres.
    -Malditos zopencos, corred a la casa de los Burguillos que algo pasa, y dejad libranza a estos caballeros, que vienen aturdidos de una buena juerga.
    Desaparecieron como habían surgido, entre la oscuridad.
    A unos cientos de metros les esperaban los caballos, ato al Tuerto al suyo, pues estaba débil y partieron hacia un pequeño puerto fuera de la Puerta de Martos, en el camino de Lopez García, allí los esperaba un bote, al que subieron sin perder ni un segundo, después de dar una moneda de plata al muchacho de la hospedería que había cumplido.
    A la mañana, casi muertos de cansancio, llegaron al Puerto sevillano, allí los esperaba un esquife que los llevaría a Cádiz, donde un galeón, de los de porte los trasladaría de nuevo a las indias.
    Con ellos partido un médico, que atendió a los heridos, mientras tanto, a pesar del movimiento, Martín escribía.
    Apenas subió al galeón, llamó al capitán.
    -Dame lacre, Capitán, y busca alguien de confianza que cabalgue hasta Córdoba, como si le fuera la vida en ello, pue le va, y si el lacre es abierto, que lo jure por todos sus muertos, que está muerto de seguro, ¿es de acuerdo, Capitán?
    Este asintió.
    Martín le entregó la carta que había escrito en el esquife.
    Quintín, recién llegado de sus “estudios” con Doña Ana, abrió la carta con manos temblorosas, su hermano había desaparecido después de la extraña tragedia de la casa palacio del os Burguillos.
    Llevaba un lacre de un anillo desconocido, con otro escudo de armas, pues el de Martín ahora adornaba su mano, pero nada más verlo, supo que era de su amado hermano.
    “Querido Quintín:
    Soy tu primo Alonso de Aguilar, como bien habrás podido comprobar por el sello del lacre. Ante todo, quiero disculparme por mi precipitada salida de la ciudad, que me ha impedido despedirme como era de obligado cumplimiento a quien tanto estimo, como un hermano afirmaría, pero has de saber, que las cosas se complicaron, pues, personas que son ajenas a mi buena voluntad, me pusieron en un brete, y antes de enfrentarlas, pues sabes que soy hombre de paz, he preferido poner tierra por medio, evitando así un derramamiento de sangre, por lo demás, inútil a estas alturas de mi vida.
    De seguro y de bien nacido, agradecerte tu amabilidad, así como desearte que pongas en práctica los adoctrinamientos adquiridos en esa nueva enseñanza, a la que me parece que has dedicado más tiempo del que esperaba, lo que, a mi entender, significa que te has hecho docto en la materia, aún más, que te entusiasma el tipo de conocimiento del que ahora eres, creo, un erudito.
    Te pido que todo el saber adquirido, no caiga en barbecho, pues el deber de los que saben, es enseñar a los ignorantes, pues bien es sabido, que el que da, tiene más recompensa, en muchas ocasiones, que el que recibe.
    Espero que nuestro Señor te colme de bendiciones, despídome, creo que, para otra vida, que espero que por lo menos para mí sea mejor, tu primo Alonso, que, aunque un enorme océano nos separe, te llevará siempre en el corazón como un hermano.
    Solo un favor, sabes que dejo de mi sangre alguien a quien no puedo dar mi nombre, pues ya tiene otro, vela por él, y que no le falte nada, hazlo un hombre, mejor que su padre, del que no puede llevar ni su apellido.
    Alonso de Aguilar y Doblas, Capitán Real, Protector de la Corona en Indias, y Teniente de Mando en Colonias.”
    Sin darse cuenta, dos enormes lagrimas mojaron el grueso papel, emborronado algunas de las palabras.
    Quintín abrió el cajón asegurado del Secreter, y lo escondió allí, como el más preciado tesoro que hubiera poseído jamás.
    Martín reposaba de una herida en la pierna, producto, no de una guerra con los indios, sino de la captura de un vasco, que, desoyendo las pragmáticas reales, hizo lo que le vino en gana. Ahora la compañía que comandaba, yacía junto con él, en las selvas del Yucatán, no sin antes haberse llevado a Lope, con ellos.
    -Capitán, era el Tuerto, carta de las Españas.
    Nada más cogerla, supo que era de su hermano, el escudo de los Villarrios sellaba el lacre, sin querer, su apergaminado rostro esbozó lo que parecía ser una sonrisa.
    “Querido primo Alonso:
    Esta es la tercera carta que te escribo, por no recibir respuesta de las dos primeras, y creyendo que no es por tu voluntad, sino por no haber llegado a tus manos, repito la misiva, ahora con más datos, pues el tiempo pasa con una celeridad pasmosa.
    Poco antes de tu marcha, un suceso pavoroso aterrorizo a la ciudad, el incendio de la casa palacio de los Burguillos, en el cual murieron más de treinta personas, servicio incluido, además del corregidor y algunos de sus hombres, y lo que resulta más extraño, algunos de los cadáveres, aún calcinados, mostraban signos de haber sido devorados por los lobos, lo que al vulgo ha servido de excusa, para inventar las más peregrinas historias, pero por otro lado, nadie sabe que es lo que realmente pasó, ni tan siquiera los justicias, ni los inquisidores del rey saben cómo ponerle nombre al evento, pero basta de habladurías, que de hecho te comento, solo por el hecho de que estando en Indias, pocas noticias te llegaran de la patria.
    Nunca te agradeceré bastante, la nueva disciplina en la que introdujiste, en la cual, como buen estudiante, he hecho verdaderos avances, con gran placer por mi parte, así como de aquellos a quienes la enseño.
    Con alegría, he de referirte, que mi amada Lucía, ha poco que parió dos gemelos varones, que son sublimes como ángeles, y hemos llamado a uno de ellos Alonso, como a ti, y al otro Martín como mi querido hermano, que en paz descanse. Es más, a estas fechas, apenas poco tiempo después del parto, Lucía, mi ángel, está embarazada de nuevo, a pesar de que la salida de los gemelos no fue fácil.
    He de comentarte, que Doña Ana, la docta profesora, que tanto enseñó en vida, hoy está con nuestro Señor, pues confiando en su edad, se dejó llevar por el placer, quedando embarazada de una niña, Leonor, pero su avanzada edad, la hizo morir en el parto, y la niña es bella como una flor. Mi honor y mi débito a sus enseñanzas, han hecho que quede en casa, donde será una más de mis hijos, y nada le faltara.
    No te prodigues tan poco primo, sé que no te gusta alardear, pero cuenta algo de tus aventuras en aquellas tierras, hasta ahora, abandonadas de Dios.
    Tu primo, mejor, tu hermano.
    Quintín de Villarrios.”
    Martín se dejó caer en la vieja butaca mientras miraba el mar del Caribe, el sol y su bella esposa, y rio, aunque por dentro, de que su hermano, Quintín el Amargado señor de la Casa de los Cuernos, fuera ahora el Empreñador Villarrios.

FIN