La Casa De Los Cuernos. Tercera Parte

Se despertó como si le hubieran aplastado el cerebro con un martillo, rodeado de piernas, brazos y cosas más blandas de bellas muchachas, pues allí, como en todos lados, lo que no se puede mentar es lo que más se usa, y las putas, eran muchas y de bella factura, habilidosas en su trabajo y con la vergüenza justa para no salir desnudas a la calle, aunque en verano apeteciera.
Se vistió, y salió a desayunar, allí solo estaba el Tuerto, mirando con su solitario ojo el patio de caballerías, comenzó a hablarle antes de verlo.

  • ¿Y crees que, por cambiarte de nombre, nadie te reconocerá?
    -Eso espero, Tuerto, en otro caso, parientes de fantasmas, aparecerán como si ellos también lo fueran.
  • ¿Tan de maldad hicisteis en esta villa?
    Martín calló un momento.
    -Ni imaginarte puedes, noble, rico, loco, y ya sabes cómo manejo los fierros. Mira los tejados, ¡pocas veces he saltado de uno a otro, con el cuchillo en la boca!, para rajar a otro, o, en cuantos he amanecido escondiéndome del marido que adelanta sus regresos. Aquí no llevaran mi apellido muchos hijos míos, pero que les hurgué y bien hurgado en el vientre las madres, seguro, así que algunos, muchos de esos, salieron de mí, cosa, que por supuesto, me importa u bledo.
    El Tuerto sonrió, lo cual ya era mucho.
    -Quites de espada por la noche, Tuerto, duelos, de los de quedada y padrino, de los de esquina traicionera, de todo, o casi, pues siempre hay pecados nuevos por cometer, y a pesar de los que llevamos, seguro, que aún nos quedan asuntos nuevos que probar.
  • ¿Con que edad marchasteis Capitán?
    -Ni diecisiete, y era guapo y galán de bellas vestimentas y ademanes de señorito, no como ahora, cubierto de cuero y fierros, con más trampas que el camino del infierno, la cara quemada y el alma más pintada de negro que el culo del diablo, pero ¿que se le va a hacer?, el Marqués, quedó para perseguir indios en la selva, y no me quejo, que hemos echado buenos ratos.
    El Tuerto lo miró, esbozó media sonrisa.
    -Y malos, Capitán, de los de querer volver a estar en el coño de madre.
    Martín rio hasta escupir el agua que estaba bebiendo.
    -Tuerto, cada vez que hablas, derrumbas un quicio.
    El Tuerto no contestó, solo se quedó mirando a los arrieros que preparaban las monturas, para el seguro viaje que emprenderían.
    -Tuerto, le ordenó el Capitán, dile a cualquier de los nuestros que mande traer la cabeza de una vaca, de un toro de cuernos grandes, los más grandes que vea, un martillo y clavo grande de los de juntar vigas.
  • ¿Qué os ronda la cabeza, Capitán, que os temo como una vara verde?
    -Dejar de una vez las cosas en su sitio.
    -Así se hará, ni pregunto más, seguro como sé, que de lo que decís, salen tajos como de batalla con herejes.
    Era noche cerrada, no se veía a un palmo, y Martín, con precaución, movió la puerta. A la segunda tentada, se abrió, la puta de su cuñada, había engrasado los goznes, sonrió, sería barragana y guarra, pero no estúpida.
    Iba embozado, apenas si se le veían los ojos, comprobó que enfrente suya se ofrecía una escalera, se quitó la espada y la colocó sobre las rodillas, pues era demasiado grande como para moverla en sitio tan estrecho, como el zaguán en el que se hallaba, sacó, como por arte de magia un cuchillo de unos treinta centímetros de hoja ancha, de los de revolver en tripa, afilado como si quisiera cortar el aire, y brillante como el alma de un santo, lo miró y sonrió, parecía inofensivo, cuando él sabía la sangre que había hecho correr, y esperó, la paciencia, mal que llevada, era necesaria en su oficio, en cualesquiera de los menesteres, por muy superfluo que pareciera.
    Oyó el ruido de la puerta, mínimo, el instante de duda, pues se había abierto antes de lo esperado, el segundo empujón, pero al cabo, apareció una figura, que, al verlo, se colocó el brazo delante de la cara, tapándosela con la capa.
  • ¿Quién sois, y que hacéis aquí?
    Martín calló, sabía que la pausas y los nervios no eran buenos compañeros.
    -Esa misma pregunta os podría hacer yo, caballerete, pues creo, que esta no es vuestra casi, ni la tierra que pisáis, vuestra hacienda.
    -Voy donde me place, y donde soy invitado.
  • ¿A meter carne en caliente, aunque sea la de la mujer de otro?
    El muchacho bajó el brazo, buen galán, pensó Martín, y se recordó en tiempos pasados.
    -Te doy la oportunidad de salir por donde has venido, con tus dos pies, si juras por San Rafael, y tus muertos, que tu boca callará para siempre, de otra forma, tus pingos me los llevo en la mano.
    -Pero, tu, que no tienes el valor de enseñar la cara, ¿sabes quién soy?
  • Cristóbal de Burguillos y Mora, Conde de Santocristo, un mequetrefe, que se cree amo de la villa, y que pretende que los demás salten a su capricho.
  • ¿Y vos gañan, que ni huevos tenéis de enseñar la cara?
    -Solo un matarife, el que no puede dejaros entrar.
    -Salgamos afuera y dirimamos esto, le espetó el muchacho.
    Martín que había guardado el cuchillo, le comentó.
    -Niño, déjalo correr, además aquí nos podemos matar como en la más ancha de las plazas, no es el sitio, es el hombre.
    -Razón tenéis, e hizo lo que Martín esperaba, desenfundó una espada de bella factura, pero antes de que pudiera subirla para atacar, Martín la cogió por la empuñadura con una mano y por la taza con la otra, consiguiendo por su fuerza mayor, que la muñeca se le doblara, oyó como crujían los huesos de la mano del chico, y lentamente, la punta cambio de dirección, el muchacho le miró con la sorpresa en la cara, mientras que Martín sonreía.
    -Cuidado que os estáis matando, le susurró al oído, mientras clavaba la propia espada en la barriga del muchacho. Cuando la punta salió por la espalda, lo dejó caer al suelo y se volvió a sentar en la gradilla de la escalera.
    Este se quedó apoyado en la puerta, sabiendo que se estaba muriendo.
    -Confesión… confesión…gemía entre susurros.
    -Te voy a contar algo, para que te marches tranquilo, tu Dios, ningún Dios existe, pues si hubiéralo, nunca permitiría que personas como yo continuáramos en este mundo, ya solo me queda una pregunta, ¿preferís una muerte lenta o que os corte el cuello?, porque de la muerte no os libra ni el Dios en que creéis.
  • Pero ¿quién sois, diablo?
    -Martín de Villarrios, hermano del que pretendíais coronar.
    -Martín el proscrito, ¿pero estabais muerto?
    -No, muchacho, el que está muerto eres tú, por si no te has dado cuenta, pero basta de charla que aburre, ¿corto o largo?
    El muchacho lo miró con ojos desencajados, de su boca salió un gemido más que una palabra.
    -Corto…
    Martín se levantó, asió la espadilla ancha, le movió la cara, lo miró a los ojos y le cortó el cuello, con la habilidad del que lo ha hecho mil veces.
    Después le abrió los calzones, y con seguridad del carnicero, le corto lo que colgaba, abrió la puerta, y sacó la mano, alguien se hizo cargo de las criadillas, después, con esfuerzo, y manchándose de sangre como un matarife, cortó la cabeza, que envolvió en la capa del muchacho, abrió de nuevo la puerta, y sacó lo que quedaba del cuerpo, que desapareció en la oscuridad.
    Relió la cabeza en la capa del muchacho, lo que era una pena, pues su factura era impecable, pero…
    Abrió la entreabierta puerta del dormitorio, allí, con los ojos como platos, le esperaba una belleza de las más esplendorosas que había contemplado, el canijo de su hermano tenía buen gusto. Se hallaba medio desnuda, y dejaba entrever un cuerpo magnífico, en una pose provocadora, con una cara de las que hacen que los hombres se vuelvan, aun sin quererlo.
    Nada más comprobar que no se trataba de su galán, se colocó la ropa de la cama a la altura del cuello, como si eso pudiera protegerla de alguna forma.
  • ¿Quién sois?, preguntó con la cara demudada.
    -Desde luego, no el que esperabais, hoy vais a seguir hueca por dentro, pues nadie os meterá nada en el cuerpo que no sea miedo.
    Su cuñada lo miraba con ojos como platos, sin acertar a decir nada.
    -Creo que conocéis a esto, y tiró la cabeza del galán en la cama, la muchacha grito despavorida.
    -Quien quiere meterse en terreno ajeno, es reo de mala fortuna, sea quien sea, por muchos apellidos que tenga detrás del nombre de pila.
    La mujer seguía con los ojos como palomo herido y de su boca, no amanecía palabra.
    Martín la miró durante un luengo rato, después habló con calma.
    -Os perdono, porque apenas si sois una niña, pero sabed que la honra de un hombre es su bien más preciado, y que el apellido lo defienden todos los que lo tienen, así que el abrir las piernas a carne extraña, puede conllevar a una red de venganzas y muertes de las cuales habréis oído hablar, ¿no es cierto?
    La muchacha calló un rato, después asintió con la cabeza.
    -Mirad bien la cabeza del que quería estar dentro de vos, miradla bien, pues será el destino de todo aquel que lo intente, pues Quintín de Villarrios no debe de ser mancillado, y menos su apellido, así que reflexionad.
    -Pero mi marido…
    -Se de calenturas, y también las solucionaré, pero mirad la cabeza, y después… haced lo que os venga en gana y por supuesto ateneros a las consecuencias.
    -Pero, mi señor, la cabeza que aquí habéis dejado era de un gentil hombre de la villa, de los de más poder, ¿qué va a suceder?
    -Eso dejádmelo a mí, ese es mi problema.
  • ¿Podéis decirme quien sois?
    -Solo os puedo responder con una pregunta, ¿queréis saberlo, o preferís seguir viva?
    La muchacha, ya demudada por sí, quedo más blanca que la cera.
    Martín se dio la vuelta y marchó por donde había venido.
    A la mañana siguiente una enorme cabeza de toro, mostraba en cada uno de sus cuernos, un testículo humano, mientras que de la boca le colgaba un pene, Martín había mandado colocar a un par de muchachos para espantar a los cuervos y a los que intentaran quitarlo, de tal forma, que pronto, en toda la villa se supo de lo que había amanecido en la casa solariega de los Villarrios.
    Salió la servidumbre a quitarla, pero los muchachos, desvergonzados como pocos, se liaron a pedradas con ellos, de tal forma que hasta que los justicias no aparecieron, días después, pues no era asunto urgente, que la cabeza quedó colgada un buen tiempo.
    A partir de aquel día, ni un solo cuerno cayó sobre el tejado de los Villarrios, pues los colgajos, a modo de advertencia, parecían suficiente amenaza, como para que nadie volviera a jugársela por una tontería.
    Quintín, no acertaba a colegir que había sucedido, su esposa, tornóse lánguida, y miraba asustada a todos los lados, como si algo terrible hubiera sucedido y el no tuviera conocimiento, la cabeza de toro, con los desagradables colgajos, parecía exacta en el tiempo del cambio. Bien es cierto que las bromas habían desaparecido, pero ¿de quién eran aquellos cercenados atributos?, el que no era tonto, sabía de la desaparición del hijo de uno de los Veinticuatro, y le pedía a los Santos que nada tuviera que ver con lo que colgaba de los cuernos de la calavera.
    Andaba en noche cerrada cerca del Pósito de la Corredera, en las horas en que nadie debe de salir, pues de matones la villa revienta, cuando uno de ellos, de terrible catadura y enormidad humana se le acercó, Quintín agarró el legajo que llevaba, listo para dar lo poco que portaba de valía, esperando que la cantidad fuera suficiente para que nada más pasara, y metiéndose en la cabeza que si salía a esas horas, lo hiciera con alguien de la servidumbre que supiera de dar palos, pues él, lo único que sabía, era recibirlos.
  • ¿Sois Quintín de Villarrios?, le preguntó el hombrón con voz de matarife.
    Quintín lo miró con pánico en los ojos.
    -Si, lo soy, llevo pocos reales, pero…
    -No busco tu dinero, sino que me acompañes, alguien quiere reunirse contigo.
    Quintín pensó en que lo secuestraban y que pedirían caudales por él, lo cual no era cosa extraña, o que el Veinticuatro, sospechara de el en la desaparición de su hijo, nada bueno en ambos casos.
    Quintín, obediente, lo siguió hasta uno de los antros de peor fama de la villa, la Taberna de la Hoguera, pues allí cerca, la inquisición hacia los autos de fe, en los cuales, no en demasía, pero si con certeza, más de un desgraciado alcanzaba el cielo en forma de humo.
    Entraron en un reservado, que olía a orín, puta vieja y poco aseo, pero por lo menos continuaba con vida. Al entrar se fijó con atención, cinco rufianes más le esperaban, miró sus vestires, y sus acomodos y fierros, eran soldadesca de la mala, de la que mata por menos de lo que vale un jubón de pobre, sintió que el alma se le caía a los pies, no saldría de allí.
    Uno de los rufianes, de sombrero de ala ancha que impedía que se le viera el rostro, habló con una voz que parecía venir de dentro de la boca de un muerto.
    -Quintín, ¿aun andas con legajos bajo el brazo?
    La voz, era distinta, pero el timbre, el mismo, sintió como un pellizco en el corazón. No podía ser.
    -Si, Quintín, soy yo, el perro de tu hermano, el hombrón se quitó el sombrero y pudo ver a su hermano, pero más grande, más curtido, y con su mirada verde, pero que ahora surgía desde más adentro aún.
    A pesar de todo, cuando la figura se levantó, seguía sacándole muchos palmos, ahora también de espalda, se abrazó a ella.
    -Bendito sea el Dios de los cielos, que te ha mantenido con vida, a ti, en tus aventuras y a mí para verlo.
    Se abrazaron, Quintín pensó que lo rompería, pues ahora Martín abultaba el doble de lo que era cuando se marchó, el seguía siendo el mismo alfeñique.
    -Siéntate y comparte con tu viejo hermano un trago de vino.
    Le acomodaron sitio y Quintín continuó sin abrir la boca.
    -Puedes hablar, hermano, le aseguró Martín, estos son mis perros, como yo soy el suyo, nada de lo que se diga aquí, sale de boca de nadie.
    Quintín miró a su alrededor, y la compaña era para ponerle los pelos de punta al más bragado de los hombres del rey, el que no tenía un tajo, tenía una falta, y el que no, cara de haber comido demonios crudos, pero si su hermano lo decía, sería verdad, siempre había confiado en él.
  • ¿Qué ha sido de ti, Martín?
    -De todo, hermano, de todo, franceses, holandeses, italianos, ingleses, he matado todo lo que se ponía en mi camino, con la ayuda de mi compaña, ahora, mato indios, que se me da bien, como has podido comprobar por los dineros que has recibido.
  • ¿Eres hombre del rey?
    -Soy el Capitán Alonso Aguilar, comandante de mi propia tropa de quinientos hombres, que obedecen al rey cuando yo no digo lo contrario, quito y pongo corregidores, virreyes, y cuelgo a conquistadores, y sublevados, yo no soy la justicia del Rey, soy su verdugo, bien pagado, pero su verdugo, así, que a partir de ahora soy tu primo, el Capitán Alonso de Aguilar, y estos mis Alféreces, que lo son de veras, pues matan casi tan bien como yo.
    Quintín vio la sonrisa de la compaña, y casi se lo hace encima.
    -Bebamos, gritó Martín, que la ocasión lo requiere.
    En apenas un instante, Quintín rellenó el vaso tres veces, y el alcohol le hizo relajarse.
    Martín miró la mano de su hermano que buscaba algo, lo encontró, y lo tiró sobre la mesa, la pieza brillante, y dorada, rodó hasta él.
    -Cógela y mira que es.
    Quintín lo cogió, era un anillo, miró el escudo y un escalofrío le recorrió la espalda.
    -Es…
  • Si, asintió Martín, el escudo de los Burguillos, el que lo llevaba ya no le hará falta, pues los peces del rio no comen oro.
    -Pero…
    -Quintín, a los Villarrios nadie nos corona, ni tan siquiera tu querida esposa.
    -Pero…
    -Y tanto, pero, Quintín, que tu mujer le gusta que le arreglen el cuerpo, y parece que tú no lo haces.
    Quintín agachó la cabeza, se había acostado con ella, la amaba con locura, pero bien cierto era que pocos gemidos había conseguido.
    -Parece mentira Quintín, con la cabeza que Dios te ha dado, que en algunas cosas seas lerdo como topo en un charco.
    Quintín agachó la cabeza.
    -Pero no te preocupes, que eso lo arreglo yo, ¿confías en mí?
    -Bien sabes, hermano, digo Capitán, que eres el único en quien lo hago.
    -Bien, todo se arreglará, no te preocupes.
  • ¿Y los hombres de los Burguillos?, buscaran venganza, y ya conoces la villa, lo que no se sabe, se deduce, y lo que no, se inventa.
    -Déjalo de mi cuenta, que he aprendido algunos trucos, haciendo trabajos para el diablo.
    Aquella noche fue de vino en demasía, de tal forma que cuando llegó a su casa, ni escuchó a nadie, dejándose caer en la cama borracho como una cuba, asombrando a cuantos sirvientes tenía, pues no era de tales costumbres.