El Peor Padre

Cuentan que un opulento y noble vecino del barrio de Santa Marina, sin marcar su nombre ni el lugar fijo de su morada, contaba con una hija, de tan estraordinaria belleza, que era el encanto de cuantos la veian, considerándose muy felices con una mirada ó una sonrisa de aquel modelo de candor y de hermosura; su padre se mostraba disgustado con los elogios que prodigaban á su hija, hasta el punto de parecer un amante celoso, á quien le incomoda todo, si no alhaga á su enloquecido pensamiento: así debía estar el de aquel desgraciado víctima de la pasión mas horrible y depravada: la pluma resiste estampar un hecho semejante; la joven conoció la intencion del que debiera ser su mas seguro guardador; oyó de sus labios una declaracion amorosa, aun mas terrible para ella que una sentencia de muerte y, trémula, avergonzada y casi sin aliento, contó á su madre la desgracia que sus encantos le habian acarreado: juntas lloraron y compadecieron la ceguedad de su esposo y padre, conviniendo en vivir unidas, esperando un dia en que la razón iluminara la mente del que así se habia estraviado; mas no tanto que se le ocultase la prevencion que ambas tenían y que su secreto era conocido por su esposa. Dos años trascurrieron; era el 1558: ningún síntoma habia vuelto á demostrar el estravío del noble cordobés, y la confianza tornó al seno de la familia; era Jueves Santo: la madre estaba enferma y no pudo salir á la visita de sagrarios: el padre ofrecióse á la hija, y juntos salieron al anochecer, entreteniéndola tanto que se les hizo muy tarde, hasta el punto de no encontrarse casi nadie por las calles: se hallaban en la de Santa Clara, completamente solos, y aquel padre sin corazón, arrojó á su hija contra las gradas de la iglesia, atropellando su honor, sin atender las lágrimas, los gritos y hasta las maldiciones de la joven que, zafándose de entre sus brazos y fuera de sí, echó á correr calle arriba, encontrándose con el Alcalde Herrera, quien la contuvo y preguntó la causa de su quebranto; la escitacion en que iba le impedía premeditar sus palabras, y ante su propio padre, que, siguiéndola, se quedó mudo en presencia del Alcalde de la Justicia, contó á éste cuanto le habia sucedido. Herrera hizo señas á los alguaciles para la prisión de aquel criminal, y ofreciendo el brazo á la hija, la llevó á su casa, donde á los dos dias se lloraba una nueva desventura: madre é hija vestían luto: una era ya viuda, la otra con su hermosura, que ella diariamente maldecía, se habia adelantado su horfandad… el Alcalde de la Justicia habia hecho ahorcar delante del convento de San Francisco á un noble cordobés, convicto y confeso del mas atroz y vil de los crímenes.