El Síndrome de Wuhan

Quizás sea esta, ¿o no?, posiblemente la siguiente, o la que vendrá tras de esta, puede ser o no, pero el número no importa, llegará, y ese día, el mundo será absolutamente diferente.

“Y el hijo levantará la quijada de asno contra el padre, y fornicarán con los de su misma sangre, y pecados que no se pueden contar, colmaran la tierra, hermanos contra hermanos, la sangre correrá como si fuera agua y las manos de los mas santos, se cubrirán de ella.

Nacerán los asesinos con la grandeza de los justos y dominarán la tierra, que será para aquellos que no posean alma.

Libro de los Últimos Días, Tít. 2 Vers. 24

Y vendrán los ángeles, y llenaran el cielo de ceniza, destruirán a las aberraciones, los Justos lloraran lagrimas de sangre, y el cielo, se cubrirá del rojo de la matanza, nada por lo que vivir quedará en pie, las piedras romas por el tiempo marcarán el camino del hombre, y este, se levantará y caminará por un mundo de nuevo desconocido

Libro de las Revelaciones Tít. 17 vers. 26

Madre del amor hermoso, como se me fue la pinza con este libro, pero gusta, y mucho os dejo con…

El síndrome de Wuhan

Pedro Casiano González Cuevas

El síndrome de Wuhan. 1ª Anotación

Día Trescientos Treinta y Siete. Primeras horas de la Mañana.

Miró a la calle, nada se movía, solo los coches recordaban que poco tiempo antes todo rebosaba de vida, ahora, nada; avanzó unos metros, allí entre dos vehículos vio el cuerpo, era de un hombre mayor, lo sentía por él, pero…

Se agachó y revolvió en sus bolsillos, nada, ya lo habían pelado antes, oyó el ruido y se levantó, se quedó mirando el cadáver, movió la cabeza con signo de desesperación.

-Identifíquese.

Eran dos policías, uno le apuntaba con su revolver reglamentario, el otro con un medidor de temperatura.

-No hay problema, -contestó, y sonrió como si esta se pudiera ver a través de la máscara-, soy del Servicio de Exhumación, ¿puedo sacar el carnet?

El Policía con la pistola miró al del termómetro, este último asintió con la cabeza bajando el aparato, él, le entregó su carnet, que el policía recogió con asco a pesar de llevar guantes.

-Quítese la máscara unos segundos, aguante la respiración.

Con aprensión lo hizo, el policía le devolvió el carnet, antes, como un rayo, se había colocado la máscara de nuevo.

– ¿Que hace aquí?

-Comprobación de cuerpos, todavía no he señalado a este, cada vez hay más.

Hubo un momento de silencio, después el otro policía habló.

– ¿Algo extraño, algo que constatar?

Negó con la cabeza.

-Bien, continúe, – ambos se marcharon, hablando en voz baja.

Respiró con profundidad, casi lo habían pillado; tiro en la nuca y fuera, pero el carnet era suyo, a pesar de eso, si lo hubieran visto saquear…

Se agachó de nuevo después de una rápida visual de la calle, registró a fondo el cadáver, nada, maldijo a los que lo habían pelado.

Señaló en la Tablet el lugar, después sacó una foto con el dispositivo, y la volvió a meter en la bolsa que llevaba al efecto.

Oyó el ruido seco de un disparo, se levantó con miedo, y miró en la dirección del mismo, después, un segundo, y vio un cuerpo caer, y como uno de los policías guardaba una brillante pistola, mientras sonreían y se felicitaban, a la vez que se acercaban al cuerpo que yacía inerte en medio de la calle.

Uno de los policías, le dio dos patadas, lo registró someramente, convencido de que no llevaba nada, y después, mirándolo, le señaló el cadáver con una sonrisa, y se despidió con un saludo, como si nada hubiera sucedido, y así era, indiferentes a lo acontecido, continuaron su ronda.

Miró mientras se alejaban, a la enmascarada pareja, que continuaba su ronda, como si fuera lo más natural del mundo, un mundo loco, que se iba desgranando poco a poco, como si fuera una mazorca. Todo era normal, nada lo era.

Los coches tenían las ruedas reventadas, los cristales en mil pedazos y algunos habían ardido; las puertas de los bloques, estaban taponadas con cualquier cosa que se hubiera podido encontrar, fuera, en el interior, o quizás en un vertedero.

Todo lleno de papeles, de suciedad, de botellas rotas, de plástico, y de impresionantes, aunque casi apagadas, manchas de marrón oscuro, y sobre todo los cuerpos, por todos lados, recogidos, día tras día, y como las setas, brotando al día siguiente.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo, haciendo que se le erizara el cabello del cuello, sintió miedo, mejor expresado, sintió más miedo del que normalmente le invadía, que ya era bastante; moqueaba, pero no se quitó la mascarilla, se sintió peor por la humedad, casi le dieron ganas de llorar, pero se contuvo, ya le temblaban las manos, si se dejaba llevar, caería en un ataque de pánico, y no se lo podía permitir.

Se acercó al cuerpo, al recién abatido cuerpo de un muchacho de apenas quince años, dos agujeros, uno en el costado, que casi no se advertía, solo la mancha sobre una sudadera raída, y el enorme, atrayente, repulsivo agujero en la sien que le había eliminado media cara.

“Si corre, es presa”, era el lema de la policía en aquellos días.

Si alguien no se paraba, se escondía, era un portador, un infestado, un peligro. Eliminado y punto, un servicio a la comunidad, y ni un segundo más, a continuar, era su deber, su servicio, y solo quedaba el muchacho que regaba con sus sesos manchados de sangre oscura, como si el deber fuera rojo, con trazas de blanco, el hueso de los blancos huesos, vomitó, casi lo hizo en el cadáver.

Maldijo a todo y a todos, no se acostumbraba, había hecho de todo, visto de todo, pero como si fuera una niña debilucha, el estómago se le atenazaba como si quisiera retorcerlo por dentro. Maldito carácter, lo iba a matar, lo estaba matando, maldijo de nuevo.

El síndrome de Wuhan. 2ª Anotación

Día Trescientos Treinta y Siete. Primeras horas de la tarde.

Todo en su sitio, es decir, todo manga por hombro, apenas si he comido unas galletas, privilegios del rango.

Doce visitas, todos bien, pero en dos de los edificios, no hay nadie, y todo absolutamente revuelto, los han limpiado, ningún cadáver. ¿Qué habrá pasado? Tampoco es importante, todo está en la tableta. Lo importante, tres visitas más, y termino, pero nada he podido trincar. Mal asunto estando los policías rondando el puñetero barrio.

Nadie por la calle, y empieza a atardecer, si llega la noche, me piro, es lo mejor, esto no está para chanzas, que, por una lata, te sacan los higadillos.

Llego al portal, el número quince, voy al segundo. El portero cuelga de algún que otro hilo de cobre que está en su sitio, la puerta atrancada, pero me da igual, comienzo a darle patadas, las puntas de los zapatos son de acero y reforzados, pero a pesar de ello, me duelen, no he encontrado ni una sola entrada a un bloque que no estuviera retrancada con algo.

Con todas mis fuerzas aprieto, menos mal que todavía no hace calor, pero estoy sudando, la puerta al final cede, más por sus bisagras que por natural, pero me da igual, el caso, es que tengo un espacio para llegar al interior.

Todo está lleno de cartas, normal, la mayoría de los casilleros de correo, están reventados, me pregunto el motivo, pero, me encojo de hombros, ¿Qué más da?

Escaleras estrechas, llenas de suciedad; en el descansillo del primer piso, una enorme mancha marrón oscura, desvaída, pero visible, fácil de saber su procedencia, y si no, para eso, está el olor nauseabundo que se cuela por todos lados.

Una de las puertas está abierta de par en par, no entro, solo la cierro, y se vuelve a abrir; sé de trampas, puede ser una, escribo en la Tablet la dirección, y que vengan los amables policías, pero sé, seguro, que nadie aparecerá por allí, demasiado de lo mismo en todos los sitios, como mi trabajo, pero por lo menos como, y tengo seguridad, ¿seguridad?, yo mismo sonrío, “una mierda”, hablo en voz alta, como si alguien me pudiera escuchar, ¿y si lo hicieran?, estarían tan cagados de miedo que no saldrían, pero por si acaso, vuelvo a las amarillentas escaleras.

Una letra C, cerradura de la buenas, o eso parece, toco el botón del timbre, pero nada, no suena, a pesar de que una de las bombillas de la escalera aún continúa encendida.

Llevo colgada una porra, no me voy a romper las manos, golpeo una y otra vez, mientras grito.

-Oficial de Comprobación, – todo el mundo sabe que soy un buitre, que indico lo muertos, solo eso, pero con el nombre que tengo, decir “Oficial de Exhumación”, no llama a que te abran y te den una cerveza. Sonrío. Propio de tiempos anteriores. ¿Cerveza?, ¡qué buena estaba!

Huele mal, me imagino lo que me encontraré, pero cansinamente, sigo golpeando la puerta, y repito como si me pagaran por hacerlo.

-Oficial de Comprobación, abran la puerta.

Nada, ni un ruido, ni de más allá de la puerta, ni de los pisos del rellano, ni de la puta calle, ni de la maldita ciudad, ni de sus… se me va la pinza, ¡que peste!

Me encojo de hombros, ya es un tic, pero me la suda, saco del macuto la palanqueta, y las ganzúas, destornillador y taladro a baterías, es mi trabajo.

La estudio, es de seguridad, “bueno”, pienso, al tajo, que mañana tendré que recuperar las de hoy, me temo, porque va a ser laborioso abrirla.

Doce taladros, una ganzúa puesta, y la palanqueta, la puta cede, trabajo le ha costado. Maldigo a los desconfiados, que hacen que sude como un cerdo, mientras soporto el hedor que llena todo, maldita sea, puta casa, puto bloque, puta puerta, puta…

El síndrome de Wuhan. 3ª Anotación

Día Trescientos Treinta y Siete. Noche.

Antes de entrar en el piso, me he quedado en la puerta y he escrito en el diario; ahora estoy dentro, pero, a pesar de que lo intente disimular, cada vez que abro una puerta, me acojono, si no abren, posiblemente estén muertos o se hayan ido, ¿y si no?

Pasillo largo, izquierda puertas, derecha, lo mismo, putos pisos viejos, todos iguales, todos con más recovecos que la cabeza de una loca.

Enciendo la linterna, no le voy a dar a la luz, he abierto con la penumbra del descansillo, ahora todo está oscuro, oscuro como el culo de un congoleño. Maldita sea, que miedo, puto trabajo ¿Quién me mandaría a mi…?, el hambre, me respondo automáticamente, y trago saliva, la que no pasa, tengo el pescuezo seco como el ojo de un tuerto, maldita sea. Puto piso.

Me he asustado, he pisado una loseta y se ha movido, que miedo, putos pisos viejos, hago de tripas corazón, primera puerta a la derecha, un salón, de los antiguos, Plata, bien, quizás algo más, dos ensaladeras, dos candelabros, y algunos cubiertos, pero los remiró, tiro casi todos, no es plata, solo están bañados, mierda, demasiado bueno.

He corrido demasiado, ¿y si hay alguien vivo y me ha visto?, ¿tiro en la nuca y andando?, va a ser que no, si hay alguien, me lo cepillo, y saco el viejo veintidós de señora que escondo en el bolsillo interior de la cazadora, ventajas de ser tan pequeños, pero a corta distancia, matan como el mejor, como sus hermanos más grandes.

Amartillo y sonrío, un chute de valentía, al sentir el frío de la pequeña, arma, me salen cojones, y sonrío, tengo miedo, quiero irme, pero no puedo. Demasiado oscuro, demasiado… todo.

Un escalofrío hace que tiemble desmesuradamente mi mano, no le daría ni a un elefante a dos metros, pero avanzo a la siguiente, en la anterior solo cuadros de personas viejas, que me miran como recriminándome, no me apetece, demasiado cercanas.

He apagado la linterna, será de Led, pero al final casca como todas; la penumbra de alguna olvidada o perdonada farola, deja caer algo de claridad, mínima, pero parece que suficiente.

El corazón se me va a salir por la boca, maldita sea, dos ojos, como los de un animal infernal, me miran al final del pasillo, y un enorme gruñido, o eso me parece a mí, casi me lo hago encima, enfoco con la linterna, al final a la mierda la carga, es solo un perro de esos de pelo largo, pero me enseña unos dientes blancos, mientras gruñe, me acerco un poco, y veo que es marrón oscuro, sé lo que es, además el olor no engaña, me acerco un poco más, le disparo dos veces, es difícil fallar, lo estrello contra la pared, está más muerto que mi abuela.

Busco lo que sé que voy a encontrar, y lo encuentro, una señora mayor, ha muerto en un sillón, y los pies están mordidos hasta el hueso, el animal no tiene la culpa, nadie tiene la culpa, pero yo tengo una pistola y el puto perro está muerto, que se lo cuenten a quien lo quiera oír, pero la mano que empuña la pequeña pistola, tiembla, voy al cuarto de baño, casi no llego, vomito todo lo poco que llevo en el estómago.

Casi me estoy acostumbrando a echar lo poco que me puedo comer, los días es lo que tienen ahora, que vienen con “regalitos”, como el que he visto o peores.

Me encierro en el cuarto de baño, el hilillo que sale de la boca del grifo, es suficiente, y la bañera, lo suficientemente sólida, como para poder defenderme, por lo menos un tiempo, “maldita sea, maldita sea”, me repito, hasta que un sobresaltado sueño se apodera de mi cansado cuerpo, de mi destruida mente.

El síndrome de Wuhan. 4ª Anotación

Día Trescientos Treinta y Ocho.

Entreabro los ojos, la claridad me molesta, ¿Dónde estoy?, solo siento un terrible dolor de cabeza, de espaldas, y sobre todo el culo machacado; ya recuerdo, el piso viejo, el perro, la bañera, dura como el cuerno de un abuelo.

La baba seca me contrae la piel, la limpio en seco, todavía estoy anquilosado, recordad que una bañera, a pesar de las películas, no es buena para dormir, o por lo menos no es cómoda.

Me cuesta trabajo salir de la misma, los laterales parecen insalvables, pero después de algún que otro intento, lo consigo, estoy fuera, pero tan abotargado como si no hubiera dormido nada; dejo que salga el agua del grifo, media hora para llenar la palma, miró el líquido y tengo sed, pero más atontado estoy, me doy en la cara, esta fría como la mañana.

Percibo mi olor, ¿cuánto llevo sin ducharme?, ni me acuerdo, pero hiedo a perro muerto, que asco, yo que creía que no se podía vivir sin ducharse varias veces al día, ahora, incluso si pudiera, me lo pensaría.

Dejo que se llene de nuevo la mano, y repito la operación varias veces, al final sacio mi sed, más bien la engaño; dos galletas que se llevan la humedad, y ya estoy listo para encarar otro maldito día en el país de nunca jamás.

¡Un momento!, quito el cargador de la pistola, es de siete balas, pero he gastado dos, saco una caja de munición, y con cuidado, casi religiosamente, repongo los dos proyectiles restantes. Amartillo, y ya estoy dispuesto a enfrentar el viejo piso, o eso creo, o eso quiero creer. Lo que sea.

Con mucha precaución, abro la puerta, poco a poco; a un metro escaso, está el cadáver del perro, con los dos balazos en el cuerpo que lo han destrozado, es inmundo, tiene todo el pelo hirsuto de sangre, suya y de… dejémoslo.

Por suerte, todo está lleno de luz, la muerta se murió de día, ¿Cuánto lleva así?, por el olor apenas una semana, quizás menos, espero tener suerte, lo primero la cocina.

El frigorífico, vacío, solo alguna lata, pero bendita sea, tres de pescado, y dos de cocinados, una de ellas de las grandes, por lo demás, alguna bolsa de guisantes descompuestos, pan duro con moho, que limpio y me lo como, está duro como un cuerno y ácido, pero pasado ese sabor, está bueno, muy bueno.

Durante un momento me levanto la mascarilla, la sempiterna mascarilla y coloco sobre el labio, debajo de la nariz, un poco de ‘Vicks Vaporub’, es decir, alcanfor, eucalipto y mentol, en otro caso, echaría de nuevo las dos galletas, y la cosa no está por tirar la comida.

Miró en la vieja, que está medio comida por el puto perro, rebusco en sus bolsillos, nada, solo un pañuelo, quizás manchado de… olvidadlo, miró hacia arriba, dos ojos muertos, vacuos me miran, intento cerrarlos, pero no puedo, casi me quedo con la pestaña en la mano, ¡qué asco!; al final encuentro una manta y tapo con ella el cadáver, ni un solo sentimiento más, solo asco.

Rebusco en los cajones, nada, pero el dormitorio es otra cosa, un collar de perlas, lo tiro, pero abundante cantidad de anillos, tiro los de plata, me quedo con lo zarcillos, cualquier cosa amarilla pasa a mi mochila, y bingo, debajo del colchón tres mil euros, de los que aun sirven, sonrío, una buena noticia en un mal momento, en un mal lugar.

Ahora sí, ya limpio de cualquier cosa de valor, lo marco en la Tablet, que vengan los de recogida, no creo que encuentren nada, y si lo encuentran mejor para ellos, a mí me da igual, yo ya llevo lo mío.

Encajo lo mejor que puedo la puerta, no quiero que se quede demasiado visible, aunque me da igual, tampoco necesito demasiadas excusas, nadie me va a recriminar, supongo que son costumbres de antes, de antes de… de antes de todo.

Agacho la cabeza, bajo las escaleras y llego al descansillo del primer piso, me doy cuenta inmediatamente de que alguien me mira, toco el metal de la pequeña pistola, pero solo es una anciana.

-Oiga, oiga…

Habla con voz susurrante. Me vuelvo, no me importa.

– ¿Es usted de las Fuerzas de Contención?

-Si señora, – le contesto, la educación que crees olvidada, sale de pronto, saco el carnet y se lo enseño.

– ¿El segundo C?

Asiento con la cabeza.

-Pobre Paquita, quería subir, pero tengo miedo, – me mira con ojos de pedir una afirmación, por pena lo hago.

-Es lo mejor que ha hecho señora… no están las cosas…

No me deja terminar, cierra la puerta, se oye tras de la madera un sibilante.

-Graciasss.

Y se pierde, solo dos segundos, sigo con lo mío, no es momento de tonterías, llego al rellano del bajo, antes de salir a la calle, miró a ambos lados, aunque me haga daño en el cuello, pues solo se abre un poco. Nadie, salgo suspirando, aliviado, pero por si acaso, me escondo en un recodo unos metros más adelante.

Un sol radiante, que no acompaña en la nueva fisionomía de la ciudad; apenas cruzo la calle, me silban, se quiénes son, los dos policías, me esperan, mejor dicho, me cazan, ya lo sabía, lo esperaba, es decir, no esperaba menos. Quizás, hasta saben dónde vivo, quizás no, seguro.

Cuando llego a ellos, el de la buena puntería, me pregunta con una sonrisa.

– ¿Cómo va el negocio?

Se lo que quiere, no tengo ganas de discutir, le doy un fajo de billetes que coge el otro, espero a que lo cuente.

– ¿Mil quinientos euros?

Me encojo de hombros, es mi tic, me sale instintivamente.

– ¿Solo eso?, -me pregunta el de la buena puntería.

Despacio me quito la mochila y la dejo en el suelo, después levanto las manos, solo deseo que no me cacheen demasiado, aunque da igual.

Se miran ambos, son tan perros que no quieren ni moverse, con eso cuento.

– ¿Seguro que es solo esto?, -y el otro poli mueve los billetes.

-Sí, ¿lo repartimos?

Ambos sonríen, separa dos billetes de cien y me los tira al suelo.

Se dan la vuelta, el de la buena puntería se vuelve.

-Mañana más, ¿de acuerdo?

Asiento con la cabeza.

Continúo andando; apenas he pasado dos bloques, compruebo que no me siguen, voy a un parque cerca de la casa que desvalijé y recojo las latas y el dinero; cuando las tengo, sonrío, desde ese momento, como si fuera un duende, camino hacia casa, pero escogiendo las callejas estrechas, ahora, aunque me busquen, va a ser difícil que me encuentren.

Paso la reja por el lugar que está rota, rota por mí, casi no se puede ver, camino entre revueltas de calles, de las antiguas fábricas, hoy abandonadas, las del polígono, donde apenas queda nada, de lo que fue un lugar que se colapsaba por el tráfico.

Llego a una de las naves, la parte delantera está rota, las persianas metálicas destruidas y tiradas, dentro, el desorden es aún peor; un mayorista de ropa, ahora nada está vestido, quizás las paredes de grafitis, lo demás, algún que otro trozo de tela, alguna deposición para no pasar desapercibido; paso de largo, pero al llegar a la esquina, cojo el callejón, allí una pequeña puerta negra y pintada por desaprensivos mil y unas veces, me permite que la abra sin forzarla, quizás sea porque llevo la llave. Hogar dulce hogar.

Algo peludo se me echa encima y me lame la cara, es Estrella, mi dóberman, una hembra que no ladra, de las que algún hijo de puta operó de las cuerdas vocales, pero ahora es mi familia, mi única familia.

Abro una de las latas, y nos las comemos a medías, en frío, sin importar que por los intersticios se cuele, como si fuera un ladrón cansino, el olor de la mierda humana.

El síndrome de Wuhan. 5ª Anotación

Día Trescientos Treinta y Nueve. Mañana.

Me levanto como siempre, hecho una mierda, y con Estrella encima, que huele a perro que tira de espaldas, aunque yo también huelo, pero a cerdo, que también tira de espaldas, aunque, ya se sabe, en casa del cochino, la porquería es cosa de todos los días, y con esa entrañable poesía, me levanto.

Aquí si hay agua, fría, por supuesto, así que el lavado del gato, después el mismo lavado a la perra, pero se niega, como siempre, y yo insisto hasta que por lo menos, huela como un animal del campo, no como una hiena.

Después a recoger la porquería de Estrella, no me quejo, pero parezco su madre, y ella, la hija de p…, bueno eso. Menos mal que hay agua, limpio todo, hasta los liquiditos de un celo que me hace casi vomitar, los machos somos así, nos gustan las hembras, pero no todo el tiempo.

Con cuidado, abro la puerta, y saco la cabeza, sé que Estrella está tranquila, pero a pesar de ello, no me fio, se tiene un fallo, al segundo, ya no existes, siempre hay por ahí un Portador hambriento, que hará cualquier cosa por conseguir de ti lo que sea, incluido un buen tajo de carne de un cuerpo muerto. Las cosas son así, estoy en el polígono, en el borde entre la selva y lo que queda de civilización, el resto… el que quiera saberlo que vaya más allá, yo me quedo más acá.

Tiro el agua sucia, y me quedo mirando, la perspectiva no varía, quizás una nube más de humo en la lejanía, o quizás más cerca que la de ayer, o de la de antes de ayer, ¡qué más da!; al lado un concesionario, y en la campa, un montón de coches nuevos, que ahora son restos retorcidos por un incendio que estuvo activo una semana; casi no se podía respirar, era cuando se veía algo de actividad humana, aunque fuera de portadores, ahora, nada, solo el aire frío de la mañana. Estrella me toca la pierna, me siento en un bloque de cemento, y le tiro un trozo de pallet, la perra me mira, como compadeciéndose de mí, pero al final sale tras de él.

¿Cómo empezó todo?, como siempre, no es nada, no es una pandemia, se propaga como el de Wuhan, pero es más inofensiva, solo unos ligeros inconvenientes para las personas mayores, la sonrisa me salió sin querer.

Fiebre hemorrágica, ¡los mismos efectos!, se te licuaba todo, y se salía por los agujeros, todo esto, rabiando como perros, así que de inofensivo nada, tan feroz en la transmisión como el de Wuhan, pero más mortífero que el Ébola.

Puta OMS, puto gobierno, putos científicos, me miro las manos, con ellas, tuve que llevar a mi padre, a mi madre, a mi hermana, siento como la humedad me cae en una de ellas, no está lloviendo, es una lágrima, a pesar de todo, sigo siendo humano, las calamidades que todos los días ves, no me habían terminado de matar, y lo peor, es que no sé, si eso era bueno o malo en estos tiempos de aquelarre.

Me intento quitar esos pensamientos de la cabeza, miro al cielo, que sigue nublado como si estuviera de acuerdo con el COHEM 31, el puto bicho que está matando a la humanidad, o por lo menos a todo lo que me rodea; quizás en otro sitio las cosas irán mejor, un Shangri La en el que la enfermedad no hubiera llegado, sonrío, ni yo mismo me lo creo.

Me meso la rala barba, tiró de nuevo el palo a la perra, esta es incansable, la miro, ya tiene su tiempo, no es una cachorra, pero es compañía, y posiblemente sea fiera, conmigo no, y no quiero saberlo, por eso no la llevo conmigo, cualquiera que la hubiera visto, hubiera intentado comérsela, en estos tiempos, es un plato de gourmet.

La encontré, entre más de diez perros que iban a sacrificar posiblemente, en unas jaulas a las afueras, pero lo animales habían tenido la suerte de que los que los habían capturado, estaban muertos del virus. Los liberé, no me gusta la carne de perro, me crie con una mascota, un teckel, y no… no, todos salieron de estampida, gruñéndome, salvo la perra que se quedó mirándome, y salió tras de mí, a una distancia considerable, pero sin estar fuera de mi campo visual, en apenas tres días, nos adoptamos.

Abro una lata de Espaguetis, Golden Ribbon, no están malos, Estrella me mira, pidiendo más, pero no son tiempos de atracones.

Escondo el dinero y las latas en mi escondite, tras de una puerta, en un agujero en la pared, lo tapo y miro por la ventana, unas dan a la calle, las otras al interior destrozado de la nave, alguien ha quitado la escalera de hierro desde la que se accedía a la oficina en la primera planta, antes de que llegara, lo que impide el acceso desde allí; por el otro lado, solo la larga escalera que da a la puerta de hierro; solo una entrada, solo una salida, pero con vistas hacia el exterior, y al interior de la nave, un seguro más en los tumultuosos tiempos que vivo.

Ya tengo treinta y dos mil euros. ¿Para qué?, supongo que por si acaso, aparte, docenas de cadenas de oro, anillos, todo lo que es amarillo, ¿para qué?, tampoco lo tengo claro, pero lo tengo, es el ser humano, por si acaso, aunque también tengo comida, latas y más latas, eso sí es primario y prioritario. Si o si, es lo mejor que he hecho, lo demás… puro coleccionismo… supongo.

Dejo a Estrella, que me mira como si me fuera a la guerra, como si no fuera a regresar, y algún día, quizás este, sea así, pero tengo cosas que arreglar, no sé si es bueno o malo, pero…

La ciudad está como colapsada, sé que me miran, sé que me observan, pero nadie en la calle, ni el sonido de una voz, nada, solo los papeles de periódico y las bolsas de los grandes almacenes; los parques secos, arboles tan quemados como los coches, y siempre, por todos lados, las manchas oscuras, “maldita madre”, pienso, sé lo que son, maldita madre, del puñetero virus.

Conforme me acerco al centro, las calles se hacen más estrechas, y unido a ello, los cascotes de los incendios, los árboles caídos, la mezcolanza de vehículos, dificultan el moverse; cada día están más tapadas, como si quisieran dejar el centro aislado.

Las puertas abiertas te miran como ojos tuertos de animales gigantes, con un interior negro y vacío, no me atrevería a ir de noche por estos mismos lugares. ¿Quién los habitará todavía?, no tengo ni idea, pero de lo que, si estoy completamente seguro, es de que están habitados, no todos, pero algunos sí.

¿Cómo buscan comida?, no lo sé, pero sé que sobreviven, ¿Cómo?, tampoco lo sé, pero siempre cabe la posibilidad de que tenga que ir yo a señalarlos, y un escalofrío recorre mi cuerpo.

El Síndrome de Wuhan. 6ª Anotación

Día Trescientos Treinta y Nueve. Tarde.

Llego a la primera barrera despacio, como si fuera un animal dispuesto a devorarme, llevo en la mano el carnet; es apenas un palo levadizo con color y contrapeso, a sus lados, dormitan dos hombres, uno lleva un ajado uniforme de policía, el otro de militar de la misma guisa, lo que, si es cierto, es que, sobre las piernas de ambos, descansan dos brillantes rifles de asalto.

Noto más que veo, como los ojillos de uno de ellos, el que va de uniforme militar, me miran, solo puedo vislumbrar eso a través de la máscara, levanta la mano con desdén y me indica que pase; el que lleva el uniforme de policía parece en trance, yo por mi parte, inclino la cabeza, como agradeciéndolo, y es cierto, y paso por allí, respiro más hondo, no es la primera vez que he visto a los guardias encabronados cargarse a alguien a culatazos, bien, ahora bien. Prosigo.

Conforme avanzo, el grado de conservación es mejor, pero lo que te da vida, aunque después te enfade, son los niños, cientos de niños, que, a pesar del frío, del calor, juegan, lo hacen como locos, y pienso que aprovechen el momento, pues con nada que crezcan un poco, serán perros de cualquier amo, o algo peor.

Puestos que ofrecen ratas, langostas, gatos, boniatos, pimientos asados, y lo que más escama, una apetitosa carne roja, cortada en grandes pedazos, que cualquiera puede imaginar de donde viene, por mucho que la escondan con piques y colorante, pero todo el mundo se hace el loco, nadie va a denunciar, lo que pronto, será lo único que pueda comer.

Arboles verdes, pero cientos de enormes manchas oscuras, sobre todo de los primeros tiempos; pierden su color, pero no desaparecen del todo, siempre quedan, y ha pasado mucho tiempo, perduran sobre el lugar en que ha caído el terrible líquido, como si quisieran recordarnos, que los próximos seremos nosotros, serás tú, y el escalofrío, recorre tu cuerpo.

Quizás después coma algo, pero ahora, lo primero, es lo primero; entro en un edificio enorme, lleno de oficinas, pero que huele a lo que huele todo, a muerte, a desechos humanos, a decadencia.

Nadie viste bien, nadie huele bien, todo está sucio, todo da igual, a pesar de esto, se esfuerzan por dar sentido de naturalidad a algo que está lejos de ello.

Nadie me dice nada, me conocen, más que nada, por el pellizón negro de cuero, si, el que me han intentado robar tantas veces, pero más que nada, por la máscara roja, no hay casi ninguna, la mía tiene pintada una araña, por eso me llaman Araña, y a mí no me importa, y si no me llaman, mejor.

Sigo el conocido camino entre los recovecos de las oficinas, como si se tratara de un laberinto insondable, pero lo conozco, algunos me saludan, otros no, ni me importa, al final encuentro lo que busco “Departamento de Exhumación”.

Está abierto y entro, en el centro, el Gordo, un cerdo como conozco pocos.

No levanta la vista hasta que estoy a centímetros de la mesa; desde donde estoy, hay olor a sobacos y a entrepierna mal curada, sonrío, es el olor de los campeones.

-Puto Araña, ya era hora, creía que ya habías cagado colorado[1], pero veo que aquí sigues, y la Tablet manda de vez en cuando, que quien sea, sigue haciendo el gilipollas allí fuera, -su cara de cerdo se contrae de asco-, es que tiene que haber gente para todo, -comenta con repugnancia.

Me mira de arriba abajo, extiende la mano, le entrego la Tablet y la batería de recarga.

Las mira como si llevaran la muerte dentro.

-Si te las quitan, no vuelvas, -busca en una caja de cartón, y me entrega una nueva, junto con una batería, con ellas tendré para un par de semanas.

Mira la Tablet que le he entregado, también mira la pantalla de ordenador, después sube la cabeza y me intenta asustar con su más fiera mirada.

-Treinta y un señalamientos en casi diez días, una mierda, si sigues así, te largas, imbécil.

-Allí afuera, la cosa esta cada vez peor, pregúntale a los de ronda.

-Me importa una mierda, Araña; señalas, comes, no señalas, no comes, y a mí, me da igual, en realidad, me gustaría mandarte con los portadores, para que hicieran zumo con tus pelotas.

Lo miro con indiferencia, allí afuera, no duraría ni… nada, no duraría nada, y daría de comer a muchas personas, sonrío debajo de la máscara, creo que no se me nota, pero el cabrón del Gordo, no es tonto y se da cuenta.

-Araña de mierda, ¿te ríes?

Niego con la cabeza. Hace una parada, mira de nuevo los aparatos.

-Ochenta créditos de economato.

-Una mierda, Gordo, eso no es ni la mitad.

-Pues quéjate al maestro armero, que sé que no os morís de hambre, sois buitres, y os va bien, -ríe como el cerdo que es-, al final ganáis más que nosotros.

Me ofrece la tarjeta con los créditos cargados, la cojo con rabia, maldito hijo de puta, pienso, si lo pudiera trincar a solas, lo rajaba de arriba abajo, pero nunca lo he visto fuera del edificio.

Sonríe el cabrón, me despide.

-Cuida el pellejo, que tienes mucha faena, Arañita.

Ni lo miró, cruzo el dédalo de oficinas, de pasillos, y llego al economato, compro dos paquetes de azúcar y diez latas, apenas si me sobran ocho créditos, pero me parece bien, además no me queda otra, salgo de allí, y alguien me toca en la espalda.

Me giro, es una mujer vestida de negro, delgada como una ramita, y lo único que se le ve, son unos ojos rasgados, y que tiene más de cincuenta años.

-Araña, ¿quieres ducha?

La miró de nuevo, lo mismo me quiere violar, que no estaría mal, que comer pata de araña, me da igual también, no lo pienso más, asiento con la cabeza.

Ni se para siquiera, continua su camino, sale de las oficinas del Ayuntamiento, y pasa varios bloques, después se mete en uno de los edificios enormes, de veinte plantas, donde la saluda un portero, que me mira con suspicacia, pero ella espera que pase y después me sigue, también me he dado cuenta de que dos hombres, tan vestidos de negro como ella, también nos seguían, ahora en el edificio, creo que no, pero…


[1] Desangrase por el ano, hasta morir.

Ya sabéis también, como siempre, el link a Amazon.