A la vera de las Montañas

A la vera de las Montañas

Jacinto miró a la Churrina, se estaba saliendo de su vista, y eso no le gustaba, chifló como el solo sabía hacerlo, muchos años de práctica, Churrina dócilmente volvió a su vista, las cabras son muy juguetonas, y sus enemigos también, pensó.

Cogió el tabaco de liar, una papelina, y tranquilamente repartió el tabaco poniendo los dedos como una cuna, con la misma pericia de años, cuando terminó, cerró el papel, y le dio una pasada con la lengua, ni filtro ni hostias, que lo malo viene por querer hacerlo bueno, él sabía que el tabaco mataba, pero más malo era coger el reuma en aquellos picos olvidados, y nadie se lo impedía, así que fumaba, y esperaba durar los que su padre duró, un infinito de años.

Cogió el chisquero, una de las cosas que nunca fallan, y encendió el delgado cigarrillo que había conseguido, el primer humo, le llego a lo más hondo, a donde tenía que llegar, que apenas si había amanecido media hora antes.

Miró la sierra entre el humo que desprendía el cigarro, mira que la había visto veces, mira que había nacido allí, mira que estaba cansado, harto, ¡pero que bonita era la puta!, conocía uno a uno los robles, los quejigos, los chaparros, casi podía llamarlos uno a uno por su nombre. Se miró las manos viejas y encallecidas, estaba viejo, pero cada mañana, a pesar del trabajo que le daban las cabras nada más salir del aprisco, esperaba con ansia los primeros rayos de sol, para que le descubrieran la maravilla de sus montes, que no eran suyos, si con eso se quería decir que no había papeles que lo dijeran, pero que su alma, era la dueña indiscutible, por el conocimiento, por la cercanía, porque a fin de cuentas, era su alma piedra a piedra, rama a rama, árbol a árbol, arroyo a arroyo, todo era suyo, si por serlo era dueño el que lo sentía, el que lo amaba, del que la disfrutaba, por eso era suya.

Una vida dura, que se acabaría pronto, una hija en la capital, para estudios, que no quería el campo ni nada que oliera a choto, una mujer en el cementerio, con flores, pobres flores del campo, eso sí, todos los días, un chamizo, y unos animales que no eran suyos, pero a los que llamaba y conocía por su nombre, esa había sido su dura vida, sintió tristeza mientras terminaba el cigarrillo a punto de quemarse los labios, pero miró a la serranía, y comprendió que pasara lo que pasara, aquello no lo cambiaría por nada, y sonrió, buena vida, pensó.

Javier entro en la curva como loco, tenía que ver a los compradores de aquel montón de piedras, del estercolero que era la finca y que iba tarde, pero sería un buen negocio, le hacía falta el dinero, sintió como le faltaba el aire, las trampas, las putas trampas, que ya el pelo ni le lucia, ni aun peinando de lado a lado, mostrando un bochornoso espectáculo que él sabía y que le recordaban aun sin decir nada.

Pero eso era todo, su mujer, tocándoselo, sus hijos… que decir de ellos que no querían ni vivir, malditos vándalos y vagos, y terminar esto y oír la retahíla de tonterías, de compras de objetos que para nada servían, pero necesarios, para su “status”, según su esposa, la del gimnasio, la que no tocaba hacía meses, ni ganas, lo que si le entraron ganas fue de mear, iba a reventar, la próstata, que tampoco estaba bien, joder que todo le funcionaba por inercia, de gastado que estaba, de malvivir, y ¿para qué?, ¿quizás para conseguir un buen lugar a un asilo?, sabía que sucedería con nada que se jubilara o dejara de servir para traer dinero, hijos de puta, pensó, esos sus hijos, y sonrió, tomando la siguiente curva aún más rápido, putos clientes, puto dinero, pensó de nuevo.

Encontró una recta, un lugar donde parar y frenó como si hubiera una gigantesca piedra delante suya, bajo corriendo, y entre las primeras matas que vio, allí se alivió, cuando volvió a salir, miró al cabrero, que a su vez lo observaba con un cigarro del que apenas si quedaba el filtro, y durante unos segundos, quiso ser él, solo unos segundos, se montó en el gran coche, y salió en estampida, dejando marcados los neumáticos en el asfalto.

Jacinto lo miró, durante un instante admiró el coche, y pensó que como sería de feliz aquel calvo con todo lo que tenía, pero miró a su rebaño, y pensó que cada cosa en su sitio, y cada sitio en su lugar, chifló, y el rebaño se reunió de nuevo, cogió el morral, y avanzó por la intrincada vereda que le llevaba a un lugar aún más bello, y después a otro y a otro más, sonrió, nunca más volvió a pensar en el calvo ni en el gran coche negro, se echó su bastón a la espalda y continuó andando por la senda que había trillado tantos años.

Pedro Casiano González Cuevas 2.018