Por Fin un Día de Lluvia

Por fin un día de lluvia.

Sí, es extraño, con los cambios que se suceden, poder estar mirando por la ventana para ver como cae el agua, casi como si fuera un milagro, de lo poco que se prodiga.

Cuando llega la noche, puedes mirar el cristal y ver como el vaho se condensa, como nace la humedad en los cristales, la sensación de algo que, de poco suceder, se ha vuelto casi mágico.

Miras a la calle, mojada, húmeda, brillante, como si fuera es imposible que sucediera, cuando de normal la ves pálida, polvorienta, cuando no sucia, y piensas en los que los mayores decían, “que llueva, que se lleve las miasmas[1]”, en celebración de que el aire estaría más limpio, que la lluvia arrastraría todo lo malo, como si fuera el bálsamo que todo podía curar, pero no, por mucho que llueva, la porquería que tenemos encima no se irá, es resilente, como la palabra que han sacado pare auto definirse “Capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”, eso es lo que dice la Real Academia de la Lengua, y lo que ellos quieren adoptar, pues bien, por desgracia es cierto, soportar todo, y después de caer en lo que sería para otros, el descrédito, la caída más absoluta, para ellos, es motivo de vanagloria de sonrisa fatua y de reírse de la vergüenza ajena, cuando queda.

Pero olvidémonos de ellos, que se nos va el agua, la que todos pensamos que llenará los pantanos, ojalá, pero es complicado, hace falta un invierno de Londres, de los de no ver el sol y lluvia continua para que podamos tenerlos a totalidad, pero no desesperemos que ya ha sucedido, la memoria nos habla de períodos en los que nos poníamos blanquitos, como los noruegos, en concreto, dos meses de lluvia que apenas si las nubes, densas como el carbón, dejaban que llegara un mísero rayo de sol.

Por lo demás, nada, solo que la humedad, el no poder salir, aunque seamos de poco hacerlo, hace que el alma se venga aún más abajo, que los suspiros sean más largos, y los recuerdos de lo bueno perdido, más dolorosos, aparte de que las articulaciones dañadas, operaciones sufridas, y golpes recibidos, vienen a decirnos la edad que tenemos y que a cada día que pasa, son más, por si lo habíamos olvidado por la sequía.

¿Qué decir?, sigo mirando por el cristal húmedo, perlado de gotas de lluvia, y supongo que mi parte masoca disfruta como una enana, y se solaza en la contemplación del desperfecto, de la falta, más que de lo bello, que también cansa, y esos recuerdos que queremos olvidar, se solapan con la vida, y miramos de nuevo a través de un cristal que nada nos va a responder, y miramos las luces titilantes a través del palpito de las gotas del cristal, casi como si fuera una nueva religión, viendo lo que sabemos que no se puede ver, pero al final es visto, y esa sensación, extraña sensación, aflora, la de las oportunidades perdidas, de las personas olvidados, de los momentos truncados, y el alma se nos cae  a profundidades insondables…

Y seguimos mirando por el cristal perlado, como si pudiéramos cambiar algo mirando de nuevo, y para nuestro consuelo, en algún momento, nos viene la idea de que mañana será otro día, y sonríes o casi, con pereza, con pena, pero a la vez con la esperanza, ya con la certeza, de que cuando el día florezca, por muy triste que sea su cara, siempre será más bella, que la que se ofrece a través de ese cristal tapado de vaho y perlado de gotas de un color de acero viejo.


[1] Efluvio maligno que, según se creía, desprendían cuerpos enfermos, materias corruptas o aguas estancadas. Usado más en plural.