Faustino

Faustino se bajó del autocar, hacía calor, tanto calor que le sobraba todo, pero era algo diferente al que conocía, se pegaba al cuerpo, como si quisiera abrazarte aunque no lo desearas, y la marabunta que se alejaba hacia el horizonte.

              Miró la extensa línea que se ofrecía ante él, interminable, azul de dos colores, el del cielo y el del mar; parecía querer quemarle los ojos. Los entrecerró hasta que se acostumbró al fulgor extraño que parecía sacado de un libro de fotografías.

              Lo había visto en Internet, pero nada podía adelantarle los olores, la salina, la húmeda sensación de una brisa desconocida; se quitó los zapatos, la arena le quemó las plantas, pero al poco se acostumbró.

              Se acercó a la orilla como si fuera a entrar a misa, sintió el cosquilleo de la arena caliente como el caldo de la abuela, y vio como salía de entre sus dedos, a la presión de su cuerpo. Sonrió.

              Se quedó absorto sintiendo el soplo de aire salado que no había conocido, pero de la abstracción le saco el ruido del gentío que lo rodeaba, no lo había notado, pero la marabunta estaba allí, rodeándolo todo de sombrillas, de niños que jugaban y colapsaban la sensación con su algarabía.

              Caminó por la playa con los zapatos en la mano, todo estaba lleno de gente que deambulaba por la orilla como el, de personas que parecían focas varadas en la arena, de extranjeros que lucían pieles quemadas con distintos grados de cocción, mujeres de cuerpos esbeltos al lado de viejas matronas que se protegían del sol, apenas con los pies en el agua.

              El calor lo sofocaba, pero no se atrevió a quitarse la camisa, no quería quemarse como los extranjeros que había visto, ni siquiera se arremangó los pantalones, sintió el peso de las perneras mojadas, y su tacto húmedo, extraño, de agua salada, y de momento no le importó, siguió caminando.

              Unos cañaverales, y tras de ellos unas rocas, nadie allí, todos preferían la arena que se acomodaba a su cuerpo, él quería contemplar el mar, quedarse con él en la mente, aprovechar con su mirada cualquier momento que pudiera aprovechar.

              Se sentó sobre una roca, y metió los pies en el agua, estaba fresca que no fría, y la roca, verdinosa y plagada de conchas, era resbaladiza y cortante a la vez, pero no le importó.

              Bajó la vista, miró el transparente cristal que formaba el agua y se asombró de los vívidos colores que le ofrecía, a pesar de trillada, hollada mil veces, era maravillosa, lapas, mejillones pequeños, y algún tímido pececillo que huidizo pasaba no tan cerca como para poder tocarlo, sonrió de nuevo.

              Levantó la vista y miró de nuevo la línea del horizonte, allí mágicamente el mar se mecía formando un carrusel que no hubiera podido imaginar, reflejos de miles de colores salían de las crestas de los pedazos de cristal que reflectaban en la luz fuerte y sofocante de un cielo tan azul que parecía artificial.

              Allí en la lejanía vio una forma entre la borrosa bruma que producía el calor, era un barco, parecía grande, aunque desde allí cualquier impresión podía ser errónea, observó cómo se alejaba casi sin moverse, y pensó ¿Dónde ira?, ¿de dónde vendrá?, y se imaginó lugares exóticos, caras extrañas, lenguajes ininteligibles y paisajes diferentes a los conocidos, y sintió el deseo de estar en aquel bajel que apenas si se veía en el lejano horizonte.

              Pensó en su tierra árida y seca, donde arrancar el más mínimo matojo era una labor de titanes, el calor seco y duro que se metía en los pulmones, el aire sin humedad que terminaba de secarte por dentro, y durante un instante, quizás más, deseó estar en aquel barco.

              Agua, todo agua, tanta agua, parecía imposible, una cosa es lo que ves en un vídeo en la red y otra sentirlo, verlo, no a través de una pantalla, sino escuchando como suena, comprobando como se mueve, como si estuviera vivo, como si fuera la vida misma.

              ¿Cómo no lo había visto antes?, ¿Cómo no había venido?, no estaba tan lejos, oportunidades no le habían faltado, pero nunca se había sentido especialmente atraído por la inmensidad del mar que ahora le apabullaba con la profusión de colores, sonidos y olores.

              Y se perdió en la cálida sensación de la grandeza, de los colores, de la brisa que le traía olores desconocidos, de la sal, que le producía un cosquilleo cuando se secaba sobre su piel.

              No sabía nadar, lo más que hizo, fue dejarse caer entre las cortantes piedras, sintió como se le refrescaba el cuerpo, a pesar de ello no se quitó la camisa, solo se dejó el bañador que llevaba puesto, comió el bocadillo que traía en la mochila, y sin darse cuenta el atardecer llegó.

              El sol se despidió con un arrebato de colores, de sombras y luces, despidiéndose del mar que le decía que no se marchara, y en lo que pareció un segundo, desapareció; miró el reloj, ya mismo volvería el autobús, de nuevo observó el horizonte ahora oscuro, pero bello en su oscuridad, y sintió algo que le impelía a quedarse, pero se levantó, salió del agua, y dejó que se secara la ropa sobre su cuerpo; lentamente, cansinamente, volvió al lugar donde lo habían dejado, y esperó mientras todo se llenaba de gente, giró la cabeza y miró al mar, deseaba quedarse, pero… él no era así, agachó la cabeza y se subió al autobús.