Crónicas de un Viajero forzoso 4 (Taiwán II Parte)

Una de las primeras salidas en Taipéi, fue al Mercado nocturno de la ciudad, nos acompañaba un empleado de una fábrica, casado con una mujer sudamericana, y hablaba, «aholita, nosotros comel, bueno», y por lo menos te entendías con él, el tipo renqueaba de una pierna, y era igual que Maradona.

El tipo aquel era simpático, y decidió llevarnos por la parte no conocida por los turistas, bajamos unas escaleras y allí encontramos el mercado al que acudían los habitantes de la ciudad para comprar alimentos.

La actividad más importante era por la noche “Night Market”, así era conocida la parte superior, donde se agolpaban los compradores que debido a las labores diurnas ahora encontraban tiempo para comprar, para pelarse, para cualquier cosa, allí además el tiempo acompaña, calor y humedad de día, por la noche se está mejor.

Pues imaginaros unas entradas de pórticos chinos, con más colores que el arco iris y sin importarles lo más mínimo la factura de la luz, algo que aquí no sucede nunca, somos parcos en eso de los colores, aunque seamos andaluces.

Pues bien, a partir de ahí se accede a unos sótanos en los cuales está la parte, digamos, “seria”, la alimentación, restaurantes, comida rápida china, y demás, allí puedes encontrar de todo, desde ranas, hasta saltamontes en salsa picante, lo que quieras.

Todo era en azulejo blanco, parecía la antigua plaza de abastos de Córdoba, pero aún más cutre, cientos de puestos organizados en largas calles en las cuales se sucedían las ofertas y los colores, por supuesto nada entendías, algunas de las cosas familiares, el resto, desconocidas, casi alienígenas, y si preguntabas peor, ahora se habla un poco más de inglés, pero en aquellos tiempos casi nadie lo hablaba, lo cual es normal, ningún país tiene la obligación de hablar la lengua de otro.

Caminábamos por ella, cuando e uno de los puestos, en el que figuraba de forma visible una figura de una cobra, nos acercamos, y vimos que, en jaulas, había cientos de serpientes, no sé si eran venenosas, si no lo eran, o incluso de que clase, porque no son precisamente animales a los que encuentre atractivos.

Pues bien, allí había un señor de unos cuarenta años con un niño más delgado que el hambre, el padre que señala a una serpiente, lógicamente, allí nos paramos, alucinados intentando saber qué es lo que iba a suceder con el reptil. Pues bien, hay que va el señor comerciante de serpientes, la coge sin problema ninguno, yo ya hubiera dado un paso atrás, y la cuelga de un gancho en medio de la tienda, del cuello, o de lo que deba de ser el cuello de la serpiente, coloca un cuenco debajo, y raja la serpiente de un extremo al otro, perdonando solo la cabeza, la serpiente como cualquier otro ser vivo, pues va y se desangra en el cuenco.

El señor comerciante, coge el cuenco, le echa una especie de licor o lo que sea, con las prisas y la emoción se me olvidó quedarme con los caracteres chinos, y se lo da al niño, este sin dudarlo, como si fuera algo normal, va y se lo bebe. El padre que nos ve con la cara de alucine, nos hace indicaciones con las manos de que el niño ha estado, o está malito, y que eso es lo que lo pone es como una moto, realmente yo prefiero las vitaminas en frasco, o incluso sueltas.

Mientras tanto, el tipo de la tienda, despelleja la serpiente en segundos, le quita el esqueleto, y lo echa en un bol más grande, lo pone a cocinar, y la piel la lía sobre sí misma, la hace un paquete, y con una reverencia se la entrega al señor mayor, mientras tanto el bol con la carne de la serpiente bulle, lo saca y lo coloca en el mostrador donde padre e hijo comienzan a comerlo con fruición, nos ofrecen, pero no sé porque se me había quitado el apetito, cosas de los viajes, no sé por qué.

Continuamos con la caminata por el extenso night market, cuando se nos acerca nuestro amigo Maradona, y nos dice que cenemos, precisamente, después del espectáculo de la serpiente estábamos pensando en eso, seguro. Nos lleva a un pequeño descansillo en el que se amplía la estrecha calle llena de puestos, toda por supuesto decorada con la misma selección de azulejos blancos, con bordes de colores cromáticamente marrones tirando a negro.

Las mesas pegajosas, las sillas que apenas si pueden mantener a un asiático de cincuenta kilos, y un olor a fritanga china que tira de espaldas, nada que ver con la española, es algo que habría que admirar en los museos, algo inenarrable que solo el que la haya olido puede saber de qué estoy hablando.

En el suelo, de la grasa, un paso te quedabas pegado, y al siguiente te deslizabas fluidamente, lo que es un deporte popular antes de comer en cualquier restaurante de ese tipo en Asia, la cosa ha cambiado mucho, pero en aquellos tiempos era así.

Le expusimos nuestras dudas a nuestro acompañante, quien ante tantos temores acerca de la salubridad del citado establecimiento, nos dijo una de las frases más sentenciosas y aclaratorias acerca de la mentalidad china.

“Si ustedes poner malos, e ir a Hospital, mañana autoridades cerrar esto”

Nos miramos, pensando en dormir sin cenar, pero como arriesgados exploradores en un país en el que no engordas ni comiendo piedras, optamos por el mayor deporte de riesgo en China, sobrevivir, y no fuimos al Hospital, pero eso es un acertijo encerrado en un enigma.