La Casa De Los Cuernos. Cuarta Parte

A media mañana, Martín se reunió con el Tuerto.
-Búscame, aquí en la villa, la proxeneta de más tronío, la que se haya comido todo lo que tuviera dinero en la ciudad, que ahora viva bien, y que aún no esté tan ajada como para que dé repelús mirarla, y dile que me reciba esta noche, ¿serás capaz?
-Sabes que los cuartos, en moviéndose, rompen voluntades, cosen virgos, y visten de santo al diablo.
-Pues no tardes.
El Tuerto asintió, y Martín se quedó pensativo, madurando aún más el plan que tenía en la cabeza.
-Boquerón, llamó, este al pronto estaba a su lado, pon orejas untadas, quiero saber que se mueve con los justicias, más pronto que tarde, vendrán a por nosotros, y quiero saber, cómo y cuándo.
El Boquerón sonrió.
¿Los vamos a cazar como a los indios?
-No, estos son peores, ya lo verás, no te defraudaré.
-Nunca lo has hecho capitán, además tengo cierto gusto por los justicias, cuentas pasadas que no pagadas, no sé si me entendéis.
-Como si estuviera en mi cabeza, Boquerón, ahora a trabajar, que con el tiempo que llevas aquí, no habrá mal hombre, ni mala puta, a la que no conozcas.
El Boquerón sonrió de nuevo, y Martín supo, que tendrían noticia de los Justicias y el Corregidor antes de que ellos mismos pensaran que iban a hacer.
Apenas se había levantado de la siesta al lado de una bella de pago, cuando apareció el Tuerto.
-A la atardecida, dentro de unas horas, ya está todo amarrado, no sé qué te pasa por la cabeza, pero creo que lo que me pediste es, exactamente lo que te voy a enseñar.
-Nunca lo dudo Tuerto, nunca.
A la hora fijada, llegaron a un portalón grande, al que el Tuerto golpeó sin piedad, al poco salió un muchacho, vestido como si fuera de fiesta, con más colores que el arco iris.
Los guio por amplios salones, como si tuviera órdenes de que vieran el poderío que la dueña tenía, una vez que creyó haberlo conseguido, pues Martín se dio cuenta de que no habían ido en línea recta, lo que indicaba que quería que supusieran más de lo que realmente era, los dejó en un amplio salón, demasiado recargado para su gusto, pero de precio todo lo que allí estaba colocado.
Al cabo, apareció una bella mujer, de apenas treinta, quizás treinta y cinco años, muy bella, pero con más afeites, que una fiesta de bujarrones.
Martín ni se levantó del sillón para saludar, lo que consiguió que la cara de la mujer se adornara con un mohín de enfado que solo duró un segundo.
La mujer sonrió, era de vida corrida y se le notaba.

  • ¿Que deseáis Capitán Aguilar?, ¿qué os trae a mi casa con tanta premura?
    Martín sonrió de la misma manera.
    -Algo perentorio, no de vida o muerte, pero sí que puede ser de vuestro interés.
    -No logro comprender que os trae a mi casa, os repito.
    -Bien, trataré de explicároslo, soy primo de Quintín de Villarrios.
    -El de la casa de los…, la mujer calló.
    -Si la de los Cuernos, así la llaman, aunque ahora podían llamarla la de la cabeza de vaca con cojones colgando, le respondió con una sonrisa patibularia, la mujer se dio cuenta de que el hombre que tenía enfrente, era de armas tomar.
    -Bien, continuad, a ver si de una vez por todas, me entero del motivo de la visita.
    -Como decía, mi primo es docto en leyes, latín, griego, y cuantas cosas caben en la mente de un poeta, de un filósofo, pero de lo mundano…
    La mujer sonrió.
  • ¿Y que he de ver yo en eso?
    -Sé, porque es notorio, que habéis sido amante de lo más florido de la ciudad, y que lo que nos rodea, y señaló la habitación, así como el continente, son de la mejor calidad y de mayor precio, siendo como es que ha salido, de lo que sabéis hacer cuando os abrís de piernas.
  • ¿Como os atrevéis?, la mujer se sintió ofendida, salid, ahora mismo de mi casa.
    -Primero, ¿Quién me va a sacar?, y segundo, lo que os propongo es de provecho, de mucho provecho.
  • ¿Que me podéis ofrecer?, la mujer señaló a derredor, dispongo de todo lo que pueda necesitar, y sonrió con suficiencia.
    -Quizás esto, y Martín sacó una esmeralda del tamaño del huevo de una paloma, la gema brilló aún a la languidez de los candiles, pues tal era su hechura y calidad. Aquí donde la veis, vale un imperio, eso sí, esta manchada de tanta sangre, que mejor no preguntar cómo ni quien la ha traído, pero puede ser vuestra.
    Los ojos de codicia de la mujer se abrieron como si amaneciera y el sol los deslumbrara.
  • ¿Que proponéis?, preguntó con los ojos, mirándolo fijamente.
    -Que enseñéis a mi primo, bien enseñado, hasta que haga disfrutar a una hembra, como si hubiera nacido con ello, como conseguir que una mujer desfallezca de placer.
    La mujer volvió a sonreír.
    -No todo el mundo sirve, simplemente la herramienta puede no ser la apropiada.
    -No preocuparos, que los aperos de la granja de mi primo, tienen de lo mejor que he visto, pues muchas veces hemos nadado desnudos en la ribera, el conocimiento es lo que busco, que ganas tiene, aperos también, ¿conocimiento?, ahí adolece, ¿estamos de acuerdo?
  • ¿Cuánto tiempo?, preguntó con displicencia.
    -Hasta que os duela, si es necesario, mi señora, que la letra con sangre entra, y en este caso es otra cosa la que os penetrará.
    La mujer sonrió.
    -Bien sea, ¿y el pago?
    -Al final, pero si necesitáis notario, traedlo, aunque nunca he faltado a mi palabra, si le he prometido algo a alguien, siempre lo he cumplido, aunque haya sido quitarle lo más valioso, la vida.
    -Me parece oportuno, conozco a vuestro primo, si bien no es un Adonis, es guapo, canijo, pero joven, por lo menos, mientras lo vacío, disfrutaré, y si es buen alumno, más.
    -No esperaba menos de una persona tan inteligente como vos.
  • ¿No queréis probar lo que acabáis de comprar?
    -Disculpadme señora, pero yo no soy de aquietar yeguas, menos de tal galanura. Que vuestro alumno, disfrute de vos, con más ganas, y que sea más tiempo, el que la caja de los placeres, haya estado cerrada.
    La mujer sonrió, le hubiera gustado tenerlo en el lecho, parecía un buen garañón, pero la esmeralda, la había vuelto loca, así que sería como él quisiera, solo esperaba que el canijo fuera por lo menos “aprovechable”.
  • ¿Por qué me citas, a tales horas en este antro?, Quintín se refería a la Taberna del Mesón de la Herradura, de los de peor calaña en la ciudad.
    Martín sonrió, su hermano, lejos de la administración de sus papeles, parecía pez fuera del agua, pero no solo allí, donde gente de mala catadura lo poblaba, sino siquiera en una fiesta de las de gente normal.
    -Quintín, tengo para ti una sorpresa, y necesito que te dediques a ella durante un mes completo.
    -Pero, querido hermano, bien sabes que tengo mis obligaciones, además Lucía, no puede quedar sola, por demás, está el tema de la calavera y los pingajos, que, a todas horas, los justicias están rondando casa, y con el oficial del corregidor como si fuera inquisidor en casa de marranos (judíos).
    Martín volvió a sonreír.
  • ¿Confías en mí, hermano?
    -Bien lo sabes, mi vida es tuya si la quieres, porque la hacienda, realmente, lo es.
    -En cuanto a Lucía, no tienes que preocuparte, bien sabes que su carácter ha cambiado, además estará vigilada día y noche. Por los Justicias, tampoco tengas preocupación, no serán problema, funcionan con monedas.
  • ¿Sabes quién es ahora el Justicia Mayor?
  • ¿Como no?, el abuelo de mi hijo.
    -Nunca cambiarás, mataste al yerno, empreñaste a la hija, y ahora te ríes del abuelo de tu hijo.
    -Hay que reír de las bromas del diablo, que, de seguro, si puede, que es siempre, las hará, pero no te preocupes, ese ya es mi problema, ¿estás dispuesto a hacer el sacrificio?
    -Bien sabes que lo haré, ya has contado con ello, de seguro, pues nada puedo negarte, ¿Cuál es el sacrificio?
    Martín río, el Tuerto, que de la historia sabía y ni había abierto la boca, esbozó una sonrisa, y pensó que ojalá que le pusieran a él en tal brete, pero nada dijo, cuando el capitán hablaba hasta Dios tenía que callar.
    -Acompáñame, hermanito.
  • ¿Ahora, ahora mismo?
    Martín se levantó.
    -No dejes para mañana, lo que puedes matar hoy, sígueme.
    Quintín se levantó, mientras comentaba.
    -Desde luego, nunca comprenderé esa forma de hablar tuya, en la que la vida y la muerte, son como juegos de niños.
    Rodeado de soldados viejos a fierro y embozo, Quintín caminó por las estrechas y malolientes calles de la villa. A aquellas horas, ninguna alma temerosa de Dios, o con dos dedos de frente saldría a la calle. Todo era oscuridad, salvo algún que otro hachón en la puerta de un palacio, lupanar o plaza, lo demás, refugio del diablo y de sus seguidores, pero nadie se les acercó, la comitiva no dejaba lugar a duda, quien los parara, solo se llevaría un tajo en las tripas.
    Llamó el Tuerto a un Palacete, la férrea mano del pomo, sonó como si se tratara de la aldaba del portal del infierno, pues en la quietud de la noche, era el único sonido que quebraba la solitud de la calle.
    Como por ensalmo se entreabrió, y sin pregunta, que, por supuesto nadie respondió, pasaron a un amplio zaguán, donde un criado, bien vestido, pero silencioso como mudo de nacimiento, les indicó las marmoladas escaleras, de noble porte, que se ofrecían frente a ellos.
    Se adelantó y al llegar a la primera planta, el criado les abrió una gran puerta, que los introdujo en un salón recargado, de buena factura, pero de gusto, por decirlo suavemente, basto.
    Allí les esperaba la mujer que había hecho el trato con Martín, Quintín la miró, ya era mayor, rondaría más de treinta, quizás más, cercana a los cuarenta, era bella, y de buen porte, llena de afeites, y si ahora alegraba la vista, más joven debió de ser un portento, digna de ser labrada en el mejor mármol de Carrara, y siguió preguntándose cuál era el motivo de tan extraño encuentro.
    -Aquí te presento, Martín lo miró con la más abierta de las sonrisas, a Doña Ana Flores, que es licenciada en algunos de los conocimientos, de los cuales no tienes la más somera idea, por mucho que hayas dedicado toda tu vida a quemarte los ojos entre legajos.
    Martín pensó en que realmente el apellido de la mujer no era Flores, el real, nadie lo sabía, pero se contaba, que uno de sus amantes, un conde, el mismo que le regaló el  palacete, y la hizo de mantenida durante muchos años, decía, que a pesar de ser un golfo, nunca había conocido a una  mujer que en lo suyo, oliera  a flores, de ahí, que la gente, pusiera de apellido lo que a fin de cuentas, hubiera quedado como chanza o mote.
    Quintín no imaginaba sobre que disciplina iba el encuentro, ¿Qué arte era aquel que su hermano pregonaba, del cual afirmaba que no tenía la más somera idea?, bien es cierto que era lego en algunas materias, pero pocas, pues tenía buena cabeza y había dedicado su vida al estudio de casi todo, pues eso para él era motivo de goce, algo donde los demás solo sufrían, el disfrutaba.
  • ¿Y cuál es esa disciplina en la que Doña Ana es maestra, y vos, supongo quieres que sea discípulo?
    -Desde luego hermano, no eres capaz de oler un muerto de días, ni, aunque lo tengas encima.
    Quintín lo miró, pues realmente no sabía de qué iba el asunto.
    -Querido hermano, bien sabéis que solo pienso en vuestro bien, ¿así lo creéis?
    -Por supuesto.
    -Entonces permíteme una pregunta.
    -Dila.
    -A vuestra esposa, ¿el amor lo hacéis en sayón, mete y saca, y a dormir se ha dicho?
    El rubor le subió a las mejillas, estaba a punto de decir un improperio, pero se contuvo, primero, porque sabía que su hermano no le diría algo así para humillarlo, y si así fuera, tampoco era muy inteligente enfadarlo, apenas un sopapo y dormiría como niño con el pecho tomado.
  • ¿Debo de entender, por el silencio, que en poco me equivoco?, le preguntó de nuevo Martín, pausó un momento, no me respondas, si te avergüenzas por ello, pues el decoro es digno de encomio, salvo cuando te puede hacer perder lo que más quieres, y eso que más quieres, es tu esposa, ¿no es cierto Quintín?
    Quintín levantó la mirada, y después de unos instantes asintió, era la verdad.
    -Pues bien, querido hermano, Doña Ana, es doctora, que no licenciada, en lo que a placer de yuntar se refiere, que, si no es credo, si es doctrina. Y si bien es cierto que amáis a vuestra esposa, estoy casi seguro de que ella, no siente lo mismo, pues los hombres, no nos entretenemos demasiado en conocer el arte de hacerlas gozar.
    Quintín continuaba sin saber lo que quería su hermano pues si bien seguía el derrotero, no estaba seguro de que fuera lo que pensaba.
    -Querido, habló por primera vez Doña Ana, sé que lo que os pide vuestro hermano es casi insano, pero hacedme caso, tiene razón.
    -Hermano, ¿qué me pides?, ¿que rompa mi promesa sagrada?, ¿en aras de qué?
    -De que vuestro matrimonio sea feliz, pues de otra forma, querido hermano, mucho me temo, que se diluirá en poco.
    -Pero…
    -Hermano, tómalo como estudio, como si de una disciplina más se tratara, estudia, aprende, y piensa sobre ello, mételo en tu cabeza, que no es poca tu inteligencia, y si es posible, afina más los conocimientos, que de seguro Doña Ana pondrá a tu disposición, tómalo como una disciplina más, y hazme caso, tu matrimonio va en ello.
    -Pero…
  • ¿Tengo que obligarte, a que yazcas con una bella mujer que te hará gozar como nunca hubieras imaginado?
    -Pero, ¿y mi fidelidad?, ¿mi promesa?
    -Si alguien, si existe tal, Martín miró al techo, te pregunta, contesta que lo haces obligado, que mi mentor, el diablo, bien sabe cargar con esas culpas.
    Un momento de silencio se apoderó del salón, después Martín lo rompió como si fuera un grueso lacre.
    -Hermano, aquí te dejo, se buen estudiante, aprende, atesora los conocimientos, y saca el mayor provecho de ellos, pues si bien ahora piensas que pongo un peso en tu conciencia, cuando lo recuerdes, pasado el tiempo, estoy seguro de que reirás y lo agradecerás, de seguro.
    Quintín agachó la cabeza, resignado a lo que acontecía, Martín sonrió en dirección a Doña Ana, y esta le devolvió la sonrisa, tan solo que más picara, indicándole con un leve movimiento de cabeza de que marchara, cosa que así hizo.
    Martín se percató rápidamente de las figuras que tras de las esquinas, lo miraban fijamente, a él, y a su acompañante, el Tuerto, lo sabía, porque ellas a su vez también eran controladas por los suyos, sonrió, y llamó a la aldaba del familiar casón.
    Un criado que parecía no haber sonreído en toda su vida, le abrió el enorme portalón.
  • ¿Que desea, mi Señor?, preguntó con el semblante de dar pésame en sepelio.
    -Quisiera ver a Doña Lucia de Villarrios.
    -La señora no recibe visitas, pues su marido se haya ausente.
    -Dígale, que soy Alonso de Aguilar, primo hermano de su esposo, y que el mismo, me hace mandado de los motivos de su ausencia.
    -Disculpe, mi señor, pero debo de cerrar la puerta, si la señora accede a recibirle, la abriré de nuevo, en otro caso…
    Ni tiempo a discutir le dio, sonrió, tampoco su aspecto invitaba a la cortesía, pues más que alguien de la nobleza, parecía un espadachín de tres cuartos de ochavo.
    Mas de diez minutos tardó en abrir. Con el mismo semblante, le invitó a pasar.
    -Mi señora, dice que sois bien recibido en esta, vuestra casa.
    Martín se quitó el sombrero, y a pesar de no creerlo, sintió que el vello de la nuca se le erizaba, hacía años que no estaba allí, y volvió, a pesar de los cambios, a ver la casa como era cuando la abandonó. Su madre, su padre, el movimiento del servicio, todo lleno de los olores familiares, de los colores de aquella ciudad, que cuando llegó le pareció extraña, y ahora, cuando se marchara, que de seguro lo haría, de una forma u otra, la añoraría de nuevo.
    El criado lo acompañó al salón al lado derecho de las escaleras, apenas si había cambiado, era casi el mismo que años atrás.
    Allí lo esperaba Lucía, que parecía aún más bella, pues en camisón, la mirada no va a la cara en profundidad.
    -Mi señora, se presentó Martín, inclinándose, a la vez que hacía reverencia con el sombrero.
    -Mi señor primo, Don Alonso, mi esposo no cesa de hablar de vos, encomiándoos, tenía ganas de conoceros, pues no os habéis dignado en aparecer por aquí, a pesar de llevar tiempo en la ciudad.
    -Mi señora, obligaciones primero, me enseñó mi padre, que los placeres, como el de conoceros, vienen después.
    -Sois galante, y apuesto, mi señor, sois como mi esposo, solo que, en más fortaleza, y si no fuera por los ojos que refulgen como los de un gato, pareceríais gemelos.
    -Dichosa la rama que al árbol sale, contestó con la mejor de sus sonrisas Martín.
    -Acompañadme por favor, le indicó Lucía, señalándole un asiento al lado de ella, cercano, pero a la vez distante.
    Martín se sintió bien, su amenaza había surtido efecto, mantenía las distancias.
    -Y bien mi Señor de Aguilar, ¿decidme cual es el motivo del viaje de mi esposo?
    -Mi señora, no sé si estáis al tanto de que comando una tropa en las Indias.
    -Así me ha comentado mi esposo, con mucho éxito y con las bendiciones de la iglesia y el beneplácito de nuestro Rey, a quien Dios guarde muchos años, pero no acierto a explicarme, el motivo…
    -Os pido que me dejéis narraros los hechos tal como han acontecido, mi señora, pues todo ha sido mi culpa.
    Lucía lo miró con cara de extrañeza.
    -No sé si sabéis lo que es una Encomienda.
    La mujer lo miró extrañado.
    -Pues bien, una Encomienda es un derecho otorgado por nuestro Señor el Rey, para cobrar en especias, los tributos que los nuevos cristianos de las Indias deben de pagar, cuidando además el encomendero de que sean los nativos, instruidos en las enseñanzas de nuestra bien amada iglesia, así como asegurarse de que estos sean bien tratados.
    Lucía, calló, pues no entendía que tendría que ver lo de la Encomiendas con la salida de su marido.
    -Estos nombramientos, están trayendo muchos problemas y dilemas en cuanto a su desarrollo, y yo, como protector de la Corona en aquellas lejanas tierras, he de hacer cumplir, lo que mi monarca, dicta. A pesar de todo, no soy hombre de grandes ingenios, más bien soldado y a duras penas. Solo mando hombres, de tal forma, que el Consejo Real me ordenó que regresara con la información y que, además, si conocía a alguien de raciocinio fuera de lo común y de gran instrucción, que se lo hiciera saber.
    Martín pausó su relato, mientras Lucía lo miraba, imaginándose ya el desenlace.
    -Pues, yo inocente, pensé en beneficiar a mi primo, al que sabéis que estimo sobre todo, pues el pago es importante, como habréis notado, pues el monto del cual, en cualesquiera familia, aún acomodada como la vuestra, se notaría, pero lo que no sabía, es que requería la presencia física de Quintín en Sevilla, donde está reunido el Consejo Real, en secreto, pues los intereses que mueven las encomiendas, son difíciles de imaginar, perdonadme, pero por ello, vuestro marido tardará en volver, con lo bolsillos llenos, pero con la cabeza, como la de un pollo en caldo caliente.
    La mujer sonrió.
    -A pesar de todo esto, creo que dará, aparte de dineros, fama a vuestro marido, pues no dudo, ni por un instante, que su juicio y conocimientos, son difíciles de igualar.
    -Bien decís Don Alonso, Quintín es hombre estudioso como pocos, y versado en lenguas y derecho, seguro que ha de hacerlo bien.
    -Pero contadme acerca de vos, continuo la mujer, ¿Como es que estáis en las Indias?
    -Largo tiempo ha señora, que marché de joven, pues mi familia vino a menos, y de joven hube de escoger el oficio menos oneroso para una familia, dejarse matar para poder vivir.
  • ¿Tan joven marchasteis a las Indias?
    -No, Doña Lucía, he luchado contra turcos, franceses, ingleses, en cualquier lado hay españoles con la espada en la mano, pero no quiero aburriros con historias de soldado viejo.
  • ¿Viejo?, no, se os ve de mil batallas, pero, ¿qué edad tenéis?
    -Soy poco mayor que vuestro esposo, quizás año y medio, quizás menos, no es motivo de conversación entre nosotros, solo hablamos de los recuerdos de haber estado juntos cuando éramos jóvenes.
  • ¿Y cuándo volváis, que os espera?
    -La Habana, bella y peligrosa como ella sola, y como siempre, problemas, pues los nativos, no se están quietos nunca, unos porque no se agachan, y otros porque se levantan, el caso, es que hay que regar de vez en cuando el suelo conquistado con sangre de cristianos, es nuestro modo de vida.
    -Quedaros a cenar y me contáis, mi señor Don Alonso.
    -Más quisiera, mi Señora, pero he de atender otros asuntos, pero antes de marcharme, he de deciros que no contestéis a ningún Justicia, sea el Comendador o el Papa, le decís que pregunte en el Mesón de la Herradura por el Capitán Alonso de Aguilar, al servicio de nuestro Rey Carlos, gustosamente, responderé a cualquiera de sus preguntas, no os importe, recordarles, que cantaran como mujeres si insisten, la miró con una sonrisa Martín.
    Lucía en los ojos del hombre vio tal oscuridad, que no pregunto más. Sólo se quedó con el interrogante de aquel enigmático ser, que les cuidaba como el ángel de la guarda, y que, sin embargo, llevaba el vacío del infierno en los ojos.
    Durante un instante pensó en que aquel podría ser… pero movió la cabeza, no era un hombre al servicio del rey, sería imposible, pero la sombra de la duda continuó.
    Martín salió de la casa, con la cabeza dándole reflexiones, todo iba bien, pero olía, como perro viejo, que el problema, fuera el que fuera, se aproximaba.
    Se le acerco el Tuerto, silencioso a pesar de ser un oso.
    -Capitán, saludó inclinando la cabeza.
  • ¿Qué sucede Tuerto?, traes cara de que te la ha clavado el diablo.
  • El abuelo de vuestro hijo, que sabe o se huele que estáis aquí, y que como bien imaginareis, tarde o temprano, vendrá por vuestro cuello, yo no pensaría en menos.
    -Yo tampoco Tuerto, pero lo sabía, cuando vine, demasiado ha tardado, se está haciendo viejo ese pellejo de diablo.
    -No será de frente capitán, será a trascuerno, cuando estéis, con la guardia lenta y cansado.
    -No esperaría menos, es un hi de puta, pero, también perro viejo, aprovechemos de que sabe más que nosotros, para que caiga como mosca en mostrador de tabernero viejo.
    El Tuerto calló unos instantes, después paró, y preguntó a Martín, que también se había detenido.
  • ¿Que significa eso?, algunas veces, me parece que no entiendo nada de lo que haces Capitán.
    Martín sonrió.
    -Tiempo al tiempo, amigo, miremos, observemos, callemos y dejemos que juegue, sepamos que cartas tiene ocultas, enfrentarlos en batalla en su propia casa, sería de imbéciles, no, amigo, que sepamos a que juegan, después… Martín soltó una carcajada que resonó lúgubremente en la estrecha calleja, el diablo decidirá a quien se lleva.
    El Tuerto los tenía bien puestos, pero cada vez que el capitán sonreía de esa forma, venía una matanza, y se le pusieron los pelos de punta, tocó la empuñadura de su espada ropera, sabía a ciencia cierta que estaría allí, pero quería sentir la seguridad que le proporcionaba el acero.
    Martín esperó y esperó, mientras tanto, todo se movía, lentamente, pero con fluidez. Su viejo enemigo, el antiguo corregidor, había sumado lo fácil, y se apoyaba ahora en la familia de Burguillos, a la que había asegurado que él, como era obvio, le había sacado los menudillos al hijo del Conde.
    Muchos enemigos y pocos hombres, pero así se jugaba siempre en las indias, menos contra más, pero el conocimiento de la forma de matar, de la continua emboscada, era suyo, los indios también conocían el terreno, y no por eso ganaban.
    Los de ahora eran cristianos viejos, pero perros de collar, acostumbrados a tratar con chusma, algunos, abrían luchado en tercios, o en cualesquiera de las mil guerras de España, pero como buenos hidalgos y nobles, seguro que no habían puesto el pie en tierra de nadie, y si lo habían hecho, nunca habrían bajado del caballo.
    Pero lo que no sabían, era que Martín tiempo atrás, había hecho un descubrimiento que durante mucho tiempo le había robado el sueño, e hizo que le temblaran las manos como si tuviera azogue, era una simpleza, una simpleza terrible, había descubierto que le gustaba matar, que disfrutaba con ello.
    Se miró las manos, no temblaban, ni tan siquiera un poco, y dormía como un bendito, además le había conseguido fama de despiadado, y ya sabe cualquier hombre de armas, que solo el nombre que infunde miedo, es la mitad de la batalla ganada.
    Medio sonrió, tomó la jarra de vino y se escanció un vaso que derramó parte de su contenido sobre la vieja madera, testigo mudo de mil maquinaciones.
    -Capitán, os veo callado, el Tuero lo miró, ¿se acerca galerna?