La Casa De Los Cuernos. Segunda Parte

Todo parecía bien, o así se quería hacer notorio, pero la moza, en su juventud, hallábase de una manera insatisfecha, de tal forma que era “demasiado amable”, con quien no debía de serlo, siendo de tal manera, que las lenguas de la villa, viperinas como pocas, menos tardaron en sacar filo a lo que ya lo tenía.
“Hermano Martín, bien sabes que, si te escribo esta nota, es porque hay algo que necesitas saber, y aunque me pese, he de contaros.
Vuestro hermano, que a pesar de no creerlo, es tan buena gente como decíais, vive holgadamente, pero, como persona de poco carácter, se ha dejado engatusar por una muchacha de condición inferior, bella y engatusadora como pocas, pero que a la vez, es coqueta, y da esperanzas a quien no tiene que darlas, y a esta, la hora en que os escribo, hermano, no sé si se han hecho realidad o han quedado solo en galanteos, pero al ritmo que lleva, imagino que el heredero de tu apellido, no llevará tu sangre, pues a tu casa, la solariega, no la llaman la de los Villarrios, sino la de los Cuernos, con eso queda dicho todo.
En cuanto a mí, estoy bien de la tajada en el estómago, que solo me duele cuando como hasta reventar, y lo que tengo más abajo gastado que no cansado, pues como bien me dijiste, la belleza de las mujeres de tu villa es totalmente cierto, y galanas, y habiendo haberes…
Haz lo que creas conveniente, que mi parte está siendo cumplida en cada uno de los puntos que me has pedido y yo aceptado.
P.D. Desde que tu hermano casó, las tres piedras han empezado a aparecer con frecuencia, demasiada, mucho me temo que la que ahora lleva tu apellido, tiene agujero en la mano por la que escapa el dinero como si fuera agua.
Un abrazo de tu hermano, Enrique “El Tuerto”.
Martín abrió la lacrada carta, el Tuerto apenas si escribía, pues le costaba, y era hombre de pocas palabras, por no decir ninguna, así que cuando terminó de leerlo quedose preocupado.
En aquella sazón, se hallaba en la Habana, listo para otro cualesquiera de los menesteres en los que era ducho y buscado de todos los gobernadores y virreyes, pero sintió algo en el estómago que no le hizo bien estar. Mandó llamar a su Alférez mayor.
-Gutierre, esta misión, en tierra adentro, la comandarás tú, yo he de partir hacia la España, pues asuntos graves de familia me lo requieren.
-Así te ha tenido que escribir el Tuerto, Capitán, para que no quieras venir, pues siempre eres el primero, pero así sea, te echaremos de menos, pero te aseguro que, a tu regreso, serás más rico.
Martín sonrió, Gutierre era un mal bicho, pero le era fiel como un perro, can al que había salvado el cuello de una muerte segura, primero de la cuerda y después de los indios.
-Ve pues, alecciona a los hombres, mañana a nada que amanezca, partiré, con el grupo de mercantes, que por casual sale para la patria.
-Así se hará Capitán, y que se arregle todo.
-Aunque sea cortando con acero, Gutierre, que ya sabes que lo que no se puede arreglar, se puede cercenar.
No supo si por lo reales que entregó, o por la fama que tenía, que el camarote y el trato, fueron de primera, de tal modo que la travesía, a pesar del tiempo, le fue no tan pesada como se temía.
Llegó a Cádiz, y a partir de allí, su cabeza se disparó con los olores, con la vista de la tierra casi olvidada. Lejos de la selva, todo era más claro, era primavera, y las flores lo llenaban todo, pero en su justa medida, no como si quisieran esconder a una caterva de caníbales dispuestos a devorarte. Se sintió bien, incluso el largo viaje en carruaje hasta la ciudad le pareció corto.
Junto a él, dos de los suyos, de confianza, gente de briega, de pocas palabras y muchos fechos, Lope el Garrote, y Lorenzo el Mastín, gente de confianza de mil refriegas, de tal forma que llevar la cuenta de las veces que se habían salvado los pellejos unos a otros, sería cuestión de contadores del rey.
Había creído que su perro “Sacatripas”, no llegaría, pues durante el viaje en barco apenas si había comido, pero ahora en tierra devoraba todo, de tal forma que Lorenzo, como Mastín que le llamaban, lo miraba malamente, pensando que cuando el perro levantaba la cabeza y lo miraba, era con apetito.

  • ¿Que te pasa Lorenzo?, preguntó Martín a su hombre.
  • “Na”, Capitán, que Sacatripas me mira como si fuera un indio, “preparao”, pa comerme.
    Martín rio.
    -Sacatripas, solo se come a quien yo digo.
    -Además, terció Lope, solo le gusta la carne morena, la nuestra no debe de ser buena, y rio, de tal forma, que a cualquier que no lo conociera, se le pondrían los pelos de la nuca como escarpias.
    Cuando llegaron a la puerta de Sevilla, Martín sintió como un escalofrío le recorría la espalda, de nuevo aquí, donde tuvo que escapar saltando por los tejados.
    Nada y todo había cambiado, era lo mismo, pero no era igual, o eso le parecía, pero sonrió, de tal forma que le dolieron los carrillos, pues no eran para el uso corriente de su semblante.
    Tomaron caballos, y embozaron al perro, Martín no temió que le reconocieran, pues demasiados años, demasiados cambios en su cuerpo, hacían que casi hubiera olvidado como era años atrás, solo sus ojos verdes seguían siendo los mismos, los de un halcón, pero poca gente recordaría eso, a él ya se le había olvidado.
    Caminaron por las calles malolientes rodeadas de palacios, a la vez que, de suciedad. Los perros le ladraron a Sacatripas, pero desde la distancia. El enorme mastín los hubiera destrozado aún con el embozo colocado, y la gente se apartó a su paso, pues aparte de su vestimenta de calidad, esta era la de soldados viejos, de los de pocas bromas que aguantar.
    Martín paró el caballo delante de la Catedral, nunca se acordaba de Dios, ahora menos, pero no por ello, debía de dejar de admirar su belleza. ¡La de veces que la había recordado allende los mares!, ahora al tenerla tan cercana, le parecía que el sueño no era el de las Indias, sino el encontrarse allí, algo que no hubiera esperado que sucediera, por lo menos en esta vida.
    Sus hombres lo esperaban pacientemente, estaban a acostumbrados a hacer lo que el ordenara, ni más, ni menos, nunca discutían, nunca contestaban, solo hacían, y por eso valían, si había de decir algo, seguro que lo diría, pero ellos no preguntarían nunca la razón de sus acciones.
    -Aquí hubiera tenido que estar colgada mi cabeza, si mi hermano no me hubiera ayudado con lo poco que quedaba.
  • ¿Tan mal andaba la cosa, capitán?, preguntó Lope.
    -Folga con la nuera del gobernador, y después le sacas las tripas al marido, que además la dejé barrigona, por falta de Villarrios no se morirá la sangre, aunque no lleven el apellido.
    -Capitán, me hubiera gustado conocerle en aquellos tiempos.
    -No, Lope, no te hubiera gustado.
    Martín tiró de las riendas de su caballo, y cambio la dirección, internándose en la Puerta de la Pescadería (Calle Rey Heredia).
    Apenas unos metros más adelante del cruce, paró el caballo y se quedó inmóvil, mirando en la plaza la casa de sus ancestros, no estaba perfecta, pero se veía que ahora la estaban cuidando, Contempló el soportal, lleno de cuernos, robados de los mataderos por los nenes y puestos allí, en el techo del mismo, pues en otra parte no podrían, el palacio tenía tres plantas.
    Un rictus, la media sonrisa la llamaban sus hombres, le asomó a la cara.
    -Capitán, preguntó Lorenzo, ¿va a haber baile?, y se tocó la empuñadura de la espada, pues conocía al capitán como si lo hubiera parido.
    -Ahora no, amigo mío, pero nos divertiremos, estos no son indios, aunque algunos merezcan más la muerte que el más salvaje de ellos, ¿Dónde está Enrique?
    -En la posada que llaman de las Tres Herraduras, le contestó Lope, que solo eso sabía.
    -Bien, la conozco, está en la plaza de los tratantes de caballos, buen sitio, discreto, y se mueve más que un judío en una iglesia.
    Apenas unos minutos después, y dos calles, allí estaban, descabalgaron y salió un mozo a recibirlos.
    -Coge los caballos, le ordenó Lope al muchacho, y llévalos al de la puerta Sevilla, que se los metan en los güitos, y que, si tiene lo que hay que tener, que venga a cobrar el resto por el viaje, ¿me has entendido?
    El muchacho agachó la cabeza, Lope daba miedo, con la cara picada de viruela y sus buenos ciento cincuenta kilos.
    -Y búscanos caballos de premio, que algo pillarás, que, si son zopencos, también, y le guiñó el ojo.
    El muchacho, hizo lo que debía de hacer, pues estaría acostumbrado, asintió y agachó la cabeza.
    Apareció el mesonero.
    ¿Qué desean mis señores?
    -Cuarto para los tres, y bueno, que, si es bien, estaremos temporada.
    -Capitán, le susurró al oído Lorenzo, ¿no va a ir a casa?
  • ¿Con el techo cómo está?, le preguntó Martín con su media sonrisa, primero, lo primero, segundo lo que viene después, amigo mío, y lo que sobresale se corta.
    El Mastín sonrió, casi como su mote, pues era de carnes fornidas y cara de asustar, de los que se ven malos, solo con mirarlos.
    -Mesonero, preguntó Martín, ¿aquí hay alguien tuerto y con cara de haber crucificado al mismo Jesús?
    -Mi señor, cuidado que son gente de armas, de los difíciles…
    -No te preocupes, diles que quiero que nos veamos las caras.
    -Pero mi señor…
    -Dile que está aquí el Capitán Aguilar, y que quiere ver su fea cara.
    El mesonero caminó como penitente a la horca, apenas unos minutos después, unos tipos con pinta de facinerosos, uno de ellos con un parche que le cubría media cara, salieron a la calle, todos portaban armas de las de matar, que no de las de enseñar, de las de filo carnicero y trampa en todos lados.
    -Mira lo que ha cruzado el charco, el Tuerto se volvió hacia los que le acompañaban.
    Dio un par de zancadas, pues era enorme, y se abrazó a Martín.
    -Hermano, ni en mil años…
    -La familia y los cuernos, si no, te digo, que iba a volver, de seguro, Enrique.
    -Posadero, gritó el Tuerto, tu mejor vino, sino me comeré tus colgajos a la parrilla, y del bueno, que hoy a pesar de lo nublado, es un día perfecto.
    El Tuerto los acompaño a la posada, echó a unos feligreses con cajas destempladas, nadie se quejó, y se sentaron dejando tanto hierro a su derredor, que parecía la casa de un maestro armero.
  • ¿Como estás, Tuerto?
    -Como Dios, esos putos judíos, saben lo que hacen, mira a estos dos, que tampoco daban un duro por ellos y señaló a la pareja que tenía a los lados, el Boquerón que tosía como un perro tísico, míralo, te escupe a diez metros, y corre como una liebre, y el Cabrero… espera, enséñale las manos.
    Este último, con cara patibularia, donde pocas, sacó las manos deformes y las movió.
    Martín se quedó asombrado, un indio las había aporreado con un Cajuil (Cuahuitl), una maza de madera pesada como el hambre y rajada, con bordes de obsidiana.
    -Increíble.
    -Si Capitán, y las siento, me han hecho perrerías, pero vuelvo a tocar teta, y sonrió con cara de vicioso.
  • ¿Vamos a hacer algo, Capitán?, que ya estamos como potros, locos por seguir corriendo.
    -Sabes que nunca traigo nada bueno, así que solo es cuestión de esperar, pero cuéntame, que sé que no te has estado tocando lo que tienes entre las piernas, por muy poco que sea.
    El Tuerto lo miró con su único ojo, y sonrió, si algún otro le hubiera dicho eso, estaría con las tripas fuera, pero era el capitán, y sonrió.
    -Algo he rascado, Capitán…
    -Capitán Aguilar, ya sabes…
    -Lo se Capitán, lo sé.
    -Pues desembucha, le ordenó Martín, mientras se llenaba el vaso de un vino blanco que daba ganas de vivir.
  • ¿Delante de estos perros?, y miró a los demás.
    -Son mis perros, Tuerto, como tú, habla.
    -Así sea, bien Capitán, creo que aún no le ha abierto las piernas, pero poco le falta, y que no será por falta de ganas de quien es vuestra cuñada.
  • ¿Como lo sabes?
    -Fácil, pero me ha costado un sacrificio enorme.
    Martín lo miró extrañado.
    -Misa, Capitán, que me he vuelto un meapilas.
    Martín sonrió.
  • ¿Tu, en misa?, ¿el diablo en casa de Dios?
    -Lo que yo no haga por vos, y sonrió, mientras se tragaba de un golpe el contenido de una jarra.
    -Posadero, como se acabe el vino, te corto los colgajos, y violo a tu hija, aunque es más fea que matar a un padre.
    Martín rio con ganas, pues la muchacha los miró, y era más fea que Picio y tan bizca, que nada se le podía escapar.
    -Como decía capitán, un galán la ronda, ¿recordáis que tenéis una plaza en San Rafael?
    Martín recordó, que su familia pertenecía a los veinticuatro, los gobernantes de Córdoba, y que estos disponían en la iglesia de San Rafael de un privado, tapado por una celosía para escuchar la misa, fuera de la mirada del resto de los mortales.
    -Si, lo recuerdo.
    -Pues, ahí le deja un papelito el galán, vuestra cuñada lo recoge y de vuelta al tajo.
    ¿Los has leído?, ¿cómo anda la cosa?
    -Mas caliente que la cama de San Lorenzo.
  • ¿Os acordáis?
    -Intentad leer lo que copié, que no es de gusto, lo sé, pero que sepáis que me ha costado una hemorragia y horas el hacerlo.
    El Tuerto le entregó un rollo, Martín lo abrió, y con cara de incredulidad primero, y de esfuerzo después, comenzó a interpretar, más que a leer, lo que allí parecía estar escrito.
    “Amado mío, a pesar de mis reticencias, cedo a las pretensiones de nuestros corazones, en aquí a cuatro días, mi marido, tiene una noche de lectura con algunos de sus amigos, tan letrados y estúpidos como el mismo, os espero, la puerta lateral, que parecerá cerrada, apretad dos veces, y se abrirá, pues al primer empujón, el cierre caerá, después aparecerá libre, y os esperaré con ansia.
    Quien bien sabéis, vuestra Calíope”
    -Mi hermano no tiene cuernos, pero ya deben de estar empezando a repuntarle, dijo para sí mismo Martín, ¿y quién es el galán que quiere coronar a mi familia?
    -Un niño de bien, un hijo de los veinticuatro, que se tira todo lo que se mueve, y vuestra cuñada se ha movido y mucho, requiebro por aquí, requiebro por allí, al final, mover el culo la yegua, el caballo la monta.
  • ¿Como se llama?
    Cristóbal de Burcelas y Mora, Conde de Santolegado.
  • ¡Que le quiera poner los cuernos a mi hermano su propio primo!, aunque lejano.
    -Si es familia, peor es, pues la pieza cobrada es más deliciosa si se le quita delante de las narices a quien la tenía, y este conoce quien lo ha hecho.
    -Mala suerte para el chaval, malhabló entre dientes Martín, pero lo que ha de hacerse, se hará, sabéis lo que digo, y los Burguillos son gente de fuerza y poder.
    -Por nosotros que no quede, aquí el que menos, rodeó a los demás con la mirada, tenemos nuestras cuitas con los justicias del Rey, allende seremos lo que queráis, Capitán, aquí somos solo hi de puta, y como tales, haremos y desharemos… según nos ordenéis, asintió el Tuerto.
    -Bien dicho está lo que bien se dice, continuó Martín, pero a partir de ahora, soy Alonso de Aguilar, pues solo los que estáis aquí, sabéis mi nombre y quien soy, terminemos este trago, y antes de que nos sumamos en la embriaguez entre los pechos de una ramera, seré el primo de mi hermano, hombre de bien y haberes, casi santo, aunque solo sea por una vez.
    Una gran risotada salió casi al unisonó de sus hombres, todos le conocían, y sabían que podía ser cualquier cosa, menos lo que quería ser llamado, santo.