La Casa De Los Cuernos. Primera Parte

Voy a intentar reflejar en pergamino, lo que mi borrosa mente aún conserva de una historia contada, en noche vapores de vino, no del mejor, y de termino en hocico de barragana, de las de recordar en el lecho de muerte, pero de las que, por desgracia, la mente no conserva como si de un libro completo fuera.

Pues bien, como decía, no hay buena francachela sin dineros, o sin personaje repleto de historias y que sepa contarlas. De lo primero, no recuerdo, pues si los hubo se fueron, pero del segundo aún tengo trazas en la memoria de su talante, aun joven, bien que ajado, por, quizás, más de una francachela, que si bien en mí, era algo extraordinario, en él, parecía ser moneda de uso corriente.

Bien es cierto lo que relato, como cierto es que sabía contarlas, pues a pesar del jolgorio, y los toqueteos de pechos abundantes, y perneras abiertas, el rumor cesó, y cada uno dejó lo suyo, pues la voz del individuo, era como la que debieron de tener los juglares que siglos atrás, cantaron las glosas épicas de nuestros ancestros.

Ni aún sobrio, podría repetir una a una aquellas palabras, más en aquella situación, en la que tenía la boca picada del vino medio agrio, los vapores en la cabeza, y la mano de una barragana sosteniendo la vela, de ahí que haya de soslayar cosas, añadir otras, y asacar de mi mente las faltantes, que a pesar de ser muchas, no creo que desvirtúen la historia en demasía.

Contaba el galán, del cual no recuerdo el nombre por más esfuerzos que haga, y su faz me resulta desvaída, de que, en tiempos no muy lejanos, aquí, en la nuestra villa, moraba un hombre, descendiente de vieja y cristiana familia, de carácter apacible y estudioso del latín y del griego.

No era este hombre de carácter, no, así como su nombre Don Quintín de Villarrios, Marqués del Peilado, y Conde de Tierra Adentro, gran título nobiliario, sí, pero que apenas si servía para contener a los comerciantes que andaban como Pedro por su casa, en busca de los dineros que reclamaban por las viandas servidas, que no pagadas.

Era de tal forma lo que acontecía, que el palacio de los Villarrios, de los de mejor factura de la ciudad, de rancio abolengo, y sólida construcción, no se venía abajo, porque se había hecho cuando mejor fortuna sostenía el nombre, pues el mantenimiento no era escaso, sino que no existía, de tal forma, que algunas de las partes del mismo, grande como jergón de elefante, se venían abajo, dejando que la intemperie se colara, socavando, cualesquiera cosa que en su interior se hallase, aunque de valor fuese, pues la desgana se había apoderado de Don Quintín, el cual solo quejaba, que la suerte, en este caso inexistente, siguiera su curso.

Decían que Don Quintín sufría por la pérdida de su hermano mayor, alma de la heredad, persona de carácter fuerte y atrevido, y tanto lo fue, que hubo de darle lo poco que a la familia quedaba para que huyera de la villa, pues sus atrevimientos, todos escandalosos y dignos del mayor castigo, lo hubieran llevado a coronar alguna de las picas de la muralla, o el postigo del algún camino.

Ninguna noticia tenía de él, de tal forma, que Quintín, que sentía adoración por su hermano, unía su habitual melancolía a la pérdida, lo que hacía que solo esperaba que lo malo, se convirtiera en peor, que lo que lo sostuviera se volviera insostenible.

Quintín pasaba las noches en vela, al ligero fulgor de una vela, o de un candil, de los antiguos de aceite, pues el sueño y las preocupaciones no hacen miga, como el agua y el aceite, así que una noche, de las de trueno y relámpago, cuando el cielo se abre como si no tuviera final lo que guarda, oyó tremendos golpes en la puerta, de tal forma, que su corazón, no muy devoto del coraje, se encogió como niño de teta ante el estruendo.

A pesar de todo, pues no tenía servidumbre, agarró el candil con temblorosa mano, y cruzando el patio de calesas, abrió el portón que se oponía, pues los goznes se hallaban trabados de lo poco que se abrían y de que no había conocido aceite desde tiempos de los moros.

Quintín se sobresaltó, pues una figura alta y grande como la de un toro, se le presentaba, embozado y con capa rastrera, lo que no dejaba vislumbrar tan siquiera la figura, de tal manera, que, levantado el embozo, tampoco dejaba ver su rostro.

– ¿Sois Quintín de Villarrios?

-Si señor, sea para bien o para mal, por la hora que es, lo soy.

– ¿Tenéis un hermano en búsqueda de los justicias?

-Si, mi hermano Martín, víctima de injusticia…

El hombretón, con voz de trueno le interrumpió, Quintín se temió lo peor.

-Eso no me importa, vengo solo a haceros una pregunta, después, me marcharé por donde he venido.

– Si queréis saber, si conozco el paradero de mi hermano, habéis venido en vano…

-No es eso, le interrumpió el hombre, vengo a pediros en nombre de vuestro hermano, dineros en cantidad, pues necesita de hacienda para salvar su vida.

A Quintín, se le vino el alma a los pies.

– ¿Y cómo sé, que sois de parte de mi hermano Martín?

El hombre dejó entrever una mano, para su sorpresa allí estaba el anillo de los Villarrios, el de su padre, que Martín se había llevado consigo, pues le pertenecía, por primogenitura.

Abatido agachó la cabeza, era cierto, el misterioso personaje venía de parte de su hermano.

-No tengo nada, salvo la heredad, lo demás, que valor hubiera tenido, tiempo ha que está en manos de prestamistas y judíos, pero aún queda esta casa, a la que habéis llamado, y que rondan los buitres como si ya se estuviera descomponiendo el cadáver, poco me darán de su valor real, pero en tres días tendréis el capital.

– ¿Y vos, donde iréis?

– ¿Que os importa eso?, lo único de valor, es que Martín continúe con vida, el sí es Villarrios, yo solo soy uno del apellido.

-Vuestro hermano no me mintió, acerca vuestro carácter y cariños, sabed que se encuentra bien, que nada de lo que os he dicho es cierto, es más, me manda que os de esto, el embozado sacó un brazo, en la mano se le veía una bolsa, Quintín se le quedó mirando.

-Cogedla, vive Dios, dijo el hombrón, que hace un frio de pelar muertos.

Quintín la cogió, pesaba como el alma del diablo.

– ¿A qué esperáis para abrirla?, ¿a que venga Dios, y os de permiso?

Quintín la abrió, y a pesar de la semioscuridad, apenas rota por la misera luz del candil, pudo ver que toda ella contenía monedas de oro, de tal calidad y peso que costaba mantenerlas con una mano.

– ¿Y a qué viene aquesto?, mi señor.

-Yo no soy señor de nadie, Don Quintín, pero sabed que cada tiempo recibiréis una como esta, os la traiga yo, o uno de los míos, y que si a pesar de ello, necesitáis más, en aquel alfeizar, el hombrón señaló una ventana del tercer piso, poned tres piedras, y esa misma noche tendréis más, vuestro hermano me dice que gastéis con mesura, pero no con tanta como hasta ahora, vivid holgadamente, pues será feliz si así lo hacéis.

Quintín miró al embozado sin salir de su asombro.

-Pero mi hermano…

-No preocuparos, se haya bien, en otro caso no os podría entregar tal cantidad del oro. No os preocupéis por él, y dejad de mandar cartas al Rey pidiendo su perdón, que en palacio gastan carbón, y solo las utilizan para limpiarse los reales traseros.

-Pero, ¿Cómo sabéis…?

-Baste con saber que lo sé, quedad con Dios.

El hombre se alejó, yéndose tal como había venido, la noche era tan oscura y lóbrega que apenas si le bastaron dos pasos para confundirse con la negritud.

Quintín quedóse pasmado, sin creer en lo que había sucedido, sino fuera porque el peso de la bolsa le estaba durmiendo la mano, pero lo más importante era que su hermano Martín, que siempre le había defendido ante un padre injusto, estaba bien, eso era lo único importante, así que nada más llegar al jergón que usaba de cama, quedo en brazos de Morfeo, de tal forma, que cuando despertó, era bien avanzada la mañana.

A pesar de su talante casi mísero por tanto tiempo de necesidad, Quintín pagó todo lo debido, y comprobando que aún quedaba mucho, empezó a vestir bien, la casa comenzó a tener tejado donde antes no lo había, y muchos enseres, en manos de prestamistas, volvieron a sus lugares como por arte de magia. Pero la felicidad de Quintín, no era la de haber venido a mejor suerte, sino la de conocer, aunque fuera por rufián embozado, que su querido hermano, se hallaba vivo, y a porfiar por el dinero entregado, en buena fortuna.

Pasaron los meses, y por mucho que gastara, según lo afirmado por el embozado, abría el portón a altas horas de la noche, pues sus sirvientes, que ahora poseía, tenían vetado el hacerlo después de que fueran horas habituales, y alguien, con el rostro oculto y mudo como el más mudo, le ofrecía una gran bolsa, algunas incluso con más oro, si es que esto fuera posible.

Ya se sabe que lo extraordinario, realizado de continuo, se vuelve normal, y la mente de Quintín la asimiló, de tal forma que volvió a salir de casa, a tener “amigos” de los peores, de esos que son tal por el dinero, como si fueran perdigueros en pos de presa, pero el pusilánime Quintín al menos se divertía, pagando, pero lo hacía.

Y sucedió, que en pasando por las pañerías de la Calle Lineros, en busca de algo que fuera de buen tejido, acertó a entrar en una de las sederías que poblaban la calle, en ella, contempló a la más bella de las mujeres, un ángel rodeado de seda ¿Qué más se podía pedir?, pensó.

Poco caso le hizo, más bien ninguno, pero como en todas partes hay correveidiles, aquí no iba a ser menos, de tal forma que la muchacha se enteró de quien era el canijo de Quintín, de sus haberes y fortunas, así que, como buena hija de comerciante que no andaba en la mejor de las situaciones, pues ya se sabe que los italianos, siempre combaten a los españoles, incluso en la seda, se pensó en ponerle buena cara al canijo, que parecía ser dependiente de la casa, pues raro era el día en que no aparecía, fuese con una excusa u otra.

Lucía se llamaba, y apenas si conocía los dieciséis años, pero como persona de cara a la clientela, era espabilada como pocas, y, sobre todo, consciente de su belleza y galanura, que atraía a los hombres como la vela a las polillas.

Se dejó querer, sabiendo de los caudales del canijo de Quintín, de tal forma que llegó el apalabramiento y después la boda, a pesar de que todos los que alrededor tenía, fuera de buena o mala fe, le advirtieron que no era acertada la unión, pues las clases sociales no se deben de juntar, pues, tienen diferentes pareceres.

Pero a Quintín todo le daba igual, la belleza de Lucía lo tenía obnubilado, de tal forma, que la boda se llevó a cabo, si o si, pues el enamoramiento no conoce de razones, es más, ni quiere oírlas.