El Capitán del Rey Pedro y el Mesonero de la Posada del Potro

El mesonero de la Posada del Potro, era un hombre de cortísima estatura, corcovado y de traidora mirada, el cual había llegado á adquirir entre sus convecinos gran fama de rico y mal intencionado. Una noche de esas que infunden más pavor por el ruido que arman los vendavales al estrellar contra las puertas y ventanas el agua que cae a torrentes sobre los campos y ciudades, llamaron á la puerta del mesón del Potro, y a la opaca y vacilante luz del farolillo que pendía de la callosa mano de aquel hombrecillo, se vio penetrar en el mesón y sobre un fogoso caballo, a un apuesto y aguerrido joven, que por su traje dio á conocer ser capitán de las tropas del Rey D. Pedro, apellidado el Cruel: entregó su hermoso alazán para llevarlo á la cuadra y, mientras le preparaban hospedaje, se dirigió a la lumbre, rodeada de otros viajeros, todos de menos calidad, que al verlo se apartaron y descubrieron, demostrando el respeto que les infundía el traje del recién llegado: en una puerta cercana asomóse, atraída por la curiosidad, una gallarda joven, cuya presencia y modales desmentían ser hija del mesonero, como todos aseguraban; éste llegó á seguida, y con ademan grosero la intimó a retirarse, pero no tan pronto que el capitán no se hubiese fijado en ella con extraña curiosidad.

El capitán sentóse, poniendo á su lado una pequeña maletilla que cuidadosamente guardaba, y se enjugaba el empapado capotillo, cuando se le acercó el mesonero preguntándole con la amabilidad posible en aquel rostro y voz de hiena:

— Supongo que deseareis cenar, caballero.

—Cansado en sumo grado me encuentro; pero no me vendría mal alguna magra y un trago de vino, por muy avinagrado que esté el que preparéis á vuestros huéspedes.

— En este mesón, señor capitán, se distingue á las personas según su clase, y así se les trata, pues no todos pueden pagar lo mismo.

— Entonces lo que tú distingues es la bolsa y no al sujeto. Vamos pronto, para retirarme, que temprano he de partir.

— ¿Vais á Sevilla? ¿Tal vez allí os espera el Rey?

— Allá voy; pero eres demasiado curioso, y te advierto que no estoy dispuesto á satisfacer muchas preguntas, con que dile á esa moza que me sirva la cena, y basta de averiguar lo que no te importa.

— Yo mismo os serviré, porque os quiero distinguir entre todos los hospedados en mi mesón; además, mi hija es tan corta de genio, que no acertaría á serviros como merecéis.

— ¿Y por qué tienes así encerrada á una mujer tan hermosa y, la tratas con tal despego?

— Señor, cada cual se entiende en su casa; además, me habéis prohibido haceros preguntas, y no dudo me concederéis igual derecho respecto á lo que á mí compete.

—Tienes razón, despacha pronto.

Sirviólo á seguida un pernil de carnero y unos bizcochos, que solo podía masticar una dentadura de veinticinco años, y tras un trago de vino del país, que aún se elaboraba mucho en Córdoba, se puso en pie, preguntando cuál era su cuarto, sin soltar un momento la maletilla, que ya iba excitando la codicia del mesonero.

— Os tengo al corriente el mejor aposento del mesón, al extremo del pasadizo alto, donde no seáis molestado por los demás viajeros, ni por el ruido de las caballerías. Yo os guiaré.

El mesonero echó á andar y el capitán lo seguía á corta distancia; más, al pasar por delante de otro cuarto, se entreabrió la puerta y vio el rostro de la encantadora joven, que le dijo: — Caballero, no durmáis, — cerrando á seguida para que no se apercibiesen de lo ocurrido.

La estancia preparada al capitán era por su aspecto, tal vez, la mejor de todo el mesón, más no por eso pasaba su mueblaje de la cama, cuatro ó seis asentillos y una mesa, sobre la cual colocó el posadero la lamparilla, diciendo: — Si vais á continuar mañana vuestro viaje, os llamaré en cuanto amanezca.

— Un signo de aprobación fué la respuesta, y todo quedó en silencio.

A pesar del valor tantas veces demostrado en los mayores peligros al lado del Rey D. Pedro, el capitán permaneció despierto, meditando acerca del aviso de la gallarda joven, cuando era la hija del mesonero, si bien su rostro encantador y sus finos modales parecían desmentirlo. La noche se prestaba también á desterrar el sueño; el viento y el agua azotaban las puertas de la ventana, y la luz de los relámpagos permitía ver las rajas, convirtiéndolas en extrañas celosías; abriólas al fin el vendaval y, apagando la luz de la lamparilla, dejó a nuestro apuesto mozo sin la única compañera que le ayudaba á disminuir los mil fantasmas que parecíale ver en el espacio; más, á poco, oyó como abrir una puertecilla; entonces retiróse á un rincón, esgrimiendo la espada, pendiente aún de su cintura. Nada se oía; pero no dudaba del ruido, y sus ojos se dirigían con avidez á todos los rincones, por si á la luz de los relámpagos lograba divisar algún objeto. Bajo el lecho en que el viajero pensaba hallar el apetecido descanso, vio, al fin, la siniestra figura del mesonero, con la cabeza asomada por una trampa que había en el suelo, observando sus movimientos y, sin duda, esperando á que el sueño lo rindiera. Furioso de ira y coraje, tiró un mandoble hacia aquel lugar, y en seguida se arrojó por la ventana á un corralillo, donde se preparó á vender bien cara su vida; más, casi instantáneamente, se le apareció la hija del posadero, envuelta en un manto y, agarrándolo de una mano, le dijo:

— Por aquí, caballero, por aquí; idos y contad al Rey lo que pasa en el mesón del Potro.

El capitán atravesó una pequeña caballeriza, y á seguida encontróse en el patio principal del mesón, donde ya algunos arrieros estaban arreglando sus cabalgaduras para partir, y otros se preparaban á sacar sus mercancías al Rastro.

— ¡Eh! mesonero! — exclamó fuera de sí; más á seguida reflexionó que debía obrar con la mayor cautela.

No tardó aquel extraño ente en presentarse; pidióle la cuenta y le mandó traer la maletilla que había dejado en su aposento, en tanto que él preparaba su alazán.

—¿Por qué habéis dormido tan poco? —preguntó aquella raquítica figura, volviendo y entregando la maleta.

— No lo sé,— contestó el capitán; — preocupado, sin duda, con la urgencia de partir é indispuesto con la pesada cena que me disteis, he pasado la noche soñando, y al fin resolví dejar el lecho donde tan incómodo me encontraba. Tomad vuestro dinero, y Dios os dé buena suerte.

Las pesadas puertas del mesón del Potro giraron sobre sus pernos, y el capitán salió en dirección á la puerta de Sevilla, por donde emprendió su viaje para aquella entonces corte del Rey D. Pedro.

Por breves momentos nos trasladamos á el Alcázar de Sevilla, donde á los cinco ó seis días fue recibido el capitán por S. A., que más como á hermano que como súbdito lo miraba. Dióle cuenta del desempeño de su cometido; mereció ser aprobado, y después contó cuanto le había ocurrido en Córdoba, siendo oído con marcadas muestras de aprecio y curiosidad; al cabo, le dijo D. Pedro:

— Me parece, capitán, que la hermosa mesonera os hizo perder el seso, y que esa es la causa principal de tan extraña aventura; sin embargo, iremos á Córdoba, y yo os prometo averiguar la verdad de todo. Os juro que si allí se encierran esos crímenes que sospecháis, el mesonero del Potro ha de ser el escarmiento de todos los de su clase.

Un mes habría pasado de aquella extraña escena, cuando Córdoba supo con asombro que el Rey D. Pedro se encontraba en su Alcázar, sin previo aviso al Corregidor: éste, con los caballeros Treces, después Veinticuatros, se le presentaron á la mañana siguiente, siendo sorprendidos por la orden del Monarca, de no separarse de su persona hasta llevar á cabo una diligencia que por sí propio había de evacuar, acompañado de todos. A poco salieron del Alcázar y dirigiéndose hacia el Potro penetraron en el mesón, cuyo dueño se presentó, al parecer tranquilo, hasta que vio al capitán; entonces quedó convulso y aterrado: recorrieron todo el edificio, hallaron una trampa ó puertezuela bajo el lecho que servía a los viajeros ricos, sacaron á la joven que se abrazó a los pies del Rey pidiéndole venganza, desenterraron infinidad de cadáveres y encontraron cuantiosas alhajas y ropas robadas á los desgraciados que sufrieron la muerte cuando tranquilos y confiados se entregaban al sueño; de uno de ellos era hija la encantadora y desgraciada joven que tanto interesó al capitán.

Una fiera, en sus momentos más rabiosos, no era comparable al Rey D. Pedro que, agarrando al mesonero del cuello, le hizo salir de un empellón á la mitad de la plaza.

— Y tú, Corregidor, gritó descompuesto, ¿tú no sabias esto? ¡Ira de Dios, y aun me llamareis cruel al castigar á ese infame! Pronto, mis verdugos, agarrad á ese reptil, atadle las manos á la reja de su mesón, traed los dos primeros potros que ahí encontréis y amarrándole á ellos los pies, azotadlos para que al empuje lo despedacen.

Un grito de horror sonó en todos los presentes y que D. Pedro apagó, exclamando de nuevo: — Silencio, el que no quiera sufrir la misma suerte.

Momentos después los brazos del mesonero pendían de la reja, el cuerpo había sido arrastrado hacia la calle de Lineros, entonces la Curtiduría.

D. Pedro entregó al capitán como esposa la bella joven que era noble y honrada, con todas las riquezas que allí se encontraron, y volviéndose al Corregidor y caballeros Treces, les dijo estas significativas frases:

— Ya que no sabes ejercer en mi nombre la justicia que te he confiado, he venido en persona á enseñarte tu deber; más, ten entendido, que, si á hacerlo otra vez me obligas, haré recordar en tí al mesonero del Potro.

Paseos por Córdoba, Ramírez de Arellano.