Perdido en Córdoba

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Y me perdí, en esta ciudad, que conozco como la palma de mi mano, me perdí. Imaginé, necesité imaginar que no la conocía, que necesitaba verla con otros ojos, ojos de alguien que no la conocía, y me perdí.

Vi en la puerta de las Palmas a los soldados palaciegos de rango menor, esperando a los nobles, esperando que terminaran sus rezos, también entre los andalusíes había quien no rezaba, quien solo iba a la Mezquita de paso, y seguí perdido, vi que no estaba el estuco caído, que la almagra, aun brillaba, y golpes, enormes andamios, la Mezquita no estaba terminada.

Voces, griterío, que el idioma cambia, pero nunca el tono de voz, la soldadesca en su chulería, los vendedores, su algarabía, y calladas… solo las fuentes en su murmullo.

Caballos nerviosos, no bellos, terribles, con los flancos y pecheras protegidos, y los soldados no de paseo, sino de los de cota de malla remendada, sin afeitar, y los vi, lejos de los estereotipos, los vi, ni chilabas, ni trajes anchos, petos de cuero, sobrecargados de mallas, golpeadas una y otra vez, pantalones de piel dura, gastados en la entrepierna, en las cachas, de galopados, bacines de guerra cubriendo las cabezas, ahora tirados, en la fuente, buscando el frio, pues la primavera pega.

Jinetas afiladas en fundas pendientes de bellos talabartes, cordobanes en las caballerías, los belfos rebosantes de agua, del agua de la fuente, la que trae agua del Camello, un poco agria pero fría, y, a fin de cuentas, en Córdoba, que más se puede pedir.

El almuecín, retorna a su letanía, nadie levanta la cabeza, todo lo que diga ya está oído, los matarifes, se enseñan cicatrices, cortes y pintadas en el cuerpo, en la cara, todo para dar miedo, y lo consiguen, pero más con las vacías encías, la mirada torva, y la mala catadura.

Uno de ellos, el más viejo se levanta, saca su casco de la fuente, lleno de agua y le da de beber al caballo, aun sabiéndolo saciado, es un precioso garañón negro, sucio pero majestuoso, el caballo bebe, después le acerca la cabeza a su dueño, y este le besa el hocico, le susurra en un árabe que sin saber porque entiendo.

“Alma mía, defiéndeme del oscuro enemigo, alma mía”

El caballo asiente como si lo hubiera entendido, el viejo soldado, se sienta de nuevo y habla con sus compañeros de fechorías, de mil mentiras, de mil batallas, muchas no vividas.

Salen los señores, ellos si portan seda, y afeites, y joyería, los soldados agachan cuerpos y miran al suelo, ya no hay risas, montan en los caballos, y rodean a sus amos, que suben en su carruaje, ya no hay risas, solo semblantes serios, solo miradas altivas, ahora dan más miedo, ofician su oficio y saben hacerlo, y el Almuecín continua con sus palabras continuas, y se oyen los cascos y los golpes de los picapedreros que amplían la mezquita, la almagra reluce, y la comitiva se aleja de la Mezquita Aljama, la principal, la de los viernes, y los mercenarios, como si no fuera con ellos, la olvidan, tienen que oficiar su oficio, allí queda la mezquita, los gritos de los vendedores, la algarabía de los picapedreros, del monótono recitar del almuecín…

Volví, a mi ciudad conocida, con la sonrisa en la cara, pues había visto la Mezquita, cuando relucía el mármol, cuando aún no estaba concluida, cuando aquí reinaban otros cordobeses, no tan distintos de los que ahora en esas callen deambulan.