El Vuelo de las Garzas

Todo el poder concentrado en tres piedras, solo eso, todo, ¿y en manos de quién?, ¿alguien especial?, ¿un superhombre?

Nada de eso solo un muchacho excedente del paro, abocado a una vida en la que el final del mes se convierte en algo terrible, en que el futuro, no se presenta negro, sino algo más oscuro.

Y el poder le es concedido, ¿Qué hará con el?, ¿Dónde comienza?, ¿Dónde termina?¿Puede cambiar el mundo?, si lo hace, ¿en qué sentido?

Mil preguntas, poderes extraños, personas comunes, una ciudad provinciana, algo mas allá de lo imaginable, ¿imposible?, posiblemente, pero, ¿y si no es así?

Descubrámoslo paso a paso, en un futuro en el que lo imposible y lo imposible, son simplemente dos caras de la misma moneda.

¿Estás listo para acompañar al protagonista en un viaje al futuro, pero no en la forma que imaginas?

Si es así, bienvenido al carrusel más intrincado que puedas imagina.

Ya sabéis, otro par de capítulos, y al final…si, ese Amazon que todos amamos.

El Vuelo de las Garzas

Pedro Casiano González Cuevas

CAPÍTULO I

La Sierra

Soplaba el calor de Agosto, y toda la tierra se agostaba bajo el terror de sus más de cuarenta grados, Gonzalo descansaba debajo de la escasa sombra de un pino joven, comiendo el bocadillo preparado en casa.

En otros momentos, a estas alturas, estaría en Málaga, pero no abundaba el dinero, y daba gracias a tener un mísero trabajo que le permitiera aguantar unos meses más, unos meses desesperados. Porque el simple sobrevivir, era una aventura en la ciudad con más paro de España.

Se miró las manos agrietadas y llenas de callos, era el precio del trabajo, soportaba bien el trabajo físico, pero este puto trabajo, era posiblemente el más agotador que había tenido en sus veintiséis años.

Miró al frente y vio como la inmensa llanura de Córdoba se ofrecía a sus pies, naciendo tras de las escarpadas montañas desde las que las divisaba.

Apenas media hora para que se te fuera el sudor, que formaba rodelas en la escasa camisa que llevaba, los guantes eran otra historia, llevaba ya ese mismo tiempo sin ellos, y aún sentía húmedas las manos.

“Me cago en su puta madre”, y pensó en el contrato que le habían obligado a aceptar, en el cual, el primer requisito había sido firmar el finiquito, para que así no tuvieran que pagarle nada en el caso de que lo despidieran, además de una nómina de mil euros de los cuales apenas si le pagaban quinientos en realidad. “Pero es lo que hay”, pensó, y el cuerpo se le puso de mala leche, “a tragar”, volvió a pensar, y le dio otro mordisco con ganas al escueto bocadillo de chorizo, que era lo único que comería ese día, y desde las seis de la mañana, poca leche era para moverse toda la jornada.

Le dolía hasta el alma, roca tras roca, estaban desenterrando lo que, en otros tiempos, lejanos tiempos, había sido una mina de oro romana, escondida en la sierra, y hallada por los pastores. Perdida era poco, todos los trabajos a mano, que ni los todoterrenos llegaban, “sus muertos”, que larga es la montaña, que empinada, dejar el acomodo de la carretera, y llenarse de pinchos, de taramas, de todo lo que la naturaleza te podía complicar en el camino.

Eso, si no tropezabas o te escurrías, entonces, hostia para abajo y volver a empezar, ¡que no dolían los chinos cayendo!, que no poco, y pensó en que, en el verano con la piel al aire, no era el mejor momento para ir cuesta abajo rodando.

Y encima, el encargado, un hijo de puta, de los que ya no se fabrican, grande, viejo, barrigón, feo y con el alma de un capataz de esclavos “que, si no estáis a gusto aquí, a tomar por culo”, una de sus frases favoritas, que a bien que el hijo de puta andaba escaso de ellas.

Le dio el último bocado a lo que quedaba del somero bocadillo, y se quedó con casi la misma hambre que antes de empezar, cogió la garrafa de agua, un litro de trasiego, y más al pelo, que la calor lo estaba volviendo loco, nadie que no sea de esta puta tierra, sabe lo que es trabajar en el asfixiante agosto cordobés.

-Al tajo, -se oyó al cuchillo que cortaba el descanso y te volvía a llamar a la labor de destripaterrones, porque el corte era simplemente el primero, después, quitar toda la tierra y piedras amontonadas durante años de derrumbes y deterioros.

Ese era el amo del calor, el que daba la ordenes, Ambrosio el Moro, un hijo de puta de casi dos metros, que se movía menos que una talega llena de rasillas, pero que hacía que los demás lo hicieran como si tuvieran el dengue.

Seis eran los machacas allí, seis desgraciados, que habían estudiado arqueología para encontrarse como braceros en una olvidada montaña, carrillo de piedras para arriba, carrillo de piedras para abajo, pico y pala, y después el desahogo de encontrar algo, del pincel que por lo menos te podías tumbar al suelo, aunque fuera al sol y solo protegido por un mísero sombrero de paja, pero bendita defensa.

Se levantó con la gana de un condenado a muerte, pero atardecía, y solo tres horas le separaban de poder volver a Córdoba, que ni ganas que tenía, se colocó los guantes, el sombrero de paja y agarró el carrillo como si fuera a darle una paliza, este giró, haciendo sonidos que indicaban que le hacia la misma gracia que a él volver al trabajo, seguro que tenía más años que Gonzalo.

Paró unos instantes con el carrillo aún en las manos. Ante él se extendía, lo que en otros tiempos había sido una rica mina de oro, explotada por iberos, y por todo el que estuvo en Córdoba, hasta que, en tiempo de los romanos, un deslizamiento enorme había sepultado tanto la mina, como las construcciones cercanas, dejando aquello como un erial. Las complicaciones de colocar la mina en la ladera de una montaña, y añádele a eso el tiempo, y más derrumbes, metros y metros de rocas, que tapaban todo lo que veía frente a él.

Un par de años atrás, un cabrero que paseaba por aquella zona, encontró una estatua de apenas veinte centímetros de una diosa romana en bronce, no creáis que el tipo se la dio a Cultura, el tipo la vendió, pero apareció en una redada, y la policía tirando del hilo, llegó al personaje, este, al final, confesó donde la había encontrado, hicieron unas catas, y creyeron que era un buen yacimiento arqueológico, fondos de la Unión Europea, de los de te doy cinco y llegan dos, y aquí estaba picando como un negro para volver a la vida aquel asentamiento minero.

Durante casi un mes habían raspado la superficie, el vaciadero de material estaba a tope, pero no habían llegado aún a ningún estrato reconocible, les quedaba trabajo que hacer.

Pico, pico, pico, y pala, carrillo lleno y a vaciar, cansado y pesado, como solo alguien que lo haya hecho sabe, y todo, bajo el sol de justicia de Agosto.

-Canijo, -oyó gritar a Ambrosio- más alegría coño, que no te vas a romper, que lo mismo mañana no vienes.

Por su cabeza pasaron todos los insultos que podía imaginarse, pero al final, solo oyó el chirrido, el quejido del carrillo, al moverse nuevo hacia la excavación.

Había perdido el norte de las veces que ese mismo día había repetido la operación, Gonzalo era alto, pero delgado, además, no es que estuviera cansado físicamente, se agotaba de hacer un trabajo repetitivo que no le daba nada, para eso no había estudiado él, pero de algo hay que comer. Te contratan como técnico, y solo cavas zanjas, y realizas el trabajo de un aparcero, pero todos los que estaban allí, los seis, menos Ambrosio, quien, por supuesto no sabía hacer la o con un canuto, habían estudiado.

La chica era la que peor lo llevaba, Paquita, que era aún más joven que Gonzalo, más menuda y mujer, pero que tenía más cojones que ellos mismos, movía tantos carrillos de piedras como ellos, y no se quejaba nunca, ni tampoco hablaba, ni falta que hacía, nadie allí era amigo de nadie, solo tenían en común el paro y el abandono, nada más, y nadie quería entrar en la tragedias de los otros, que con las suyas propias, ya tenían bastante.

Y así pasaba el tiempo, como si cada carrillo que moviera fuera un eslabón menos de la cadena. Dentro de treinta, de cuarenta, volvería a casa. Porque la excavación no avanzaba, aún no se había encontrado ni uno solo de los huecos de entrada a las minas, que, aunque la explotación fuera pequeña, deberían de existir, y no solo uno.

La mina era de las de cuarzo aurífero, es decir que tenían que extraer el oro excavando a pico en largas galerías, buscando las vetas del duro material que tuvieran oro, después el material sacado, se procesaba fragmentándolo y posteriormente fundiéndolo, o por tratamiento con mercurio, miles de toneladas de material, que no de oro, salieron de esa mina, había documentación sobre ella, y la gran hecatombe que le echó una enorme montaña encima.

Ni aún siquiera la fundición y la trituradora habían emergido, ni las casas de los trabajadores, ni la principal de los encargados o de los dueños; los estratos en los que estaban ahora mismo, no indicaban presencia humana, y ya llevaban la mitad del vaciadero asignado para echar los escombros de la excavación, posiblemente, se agotarían los recursos antes de encontrar nada.

Sólo se veía, desde donde la parada a tomar aire, la enorme terraza creada a base de pico y pala durante aquel mes, y que, en esos momentos, se profundizaba, intentando encontrar lo que hasta ahora se había negado, trabajo de gigantes realizado por doce manos, porque el Capataz, solo comía y descansaba, fumando cigarro tras cigarro, a la sombra de un árbol en las alturas, desde donde controlaba el trabajo de todos bajo el despiadado sol.

Al final, las seis de la tarde llegan, porque tienen que llegar, porque les ha llevado su tiempo, como si costaran dinero, como si hubiera que parirlas, y cuando terminas, te quedas durmiendo en la vieja furgoneta, a pesar de que los baches multiplican su incomodidad, y la cabeza te pega contra el arañado cristal, y la baba se le cae a Gonzalo, pero mayor es el cansancio, y ahora, a luchar con el calor de la ciudad, que no sabes que es peor.

Lleno de mierda, sucio como si odiara la ducha, lo dejan a un buen cuarto de hora de la casa, del piso, de la guarida, como se quiera llamar, que hogar no es, ¿Qué poder hacer con ciento cincuenta euros, y debiendo dos mensualidades ya?, enterrarse en una ducha fría, que hay que ahorrar hasta el butano, y el hambre siempre presente, sin sitio a donde ir que sea gratis, bajo el sempiterno calor, revueltas y revueltas de calles en la zona vieja de la ciudad, donde se mezclan las seculares y las nuevas formas de urbanismo, donde vive el pijo y el perro flauta, donde no se mezclan, pero pululan.

Y las calles, a las que aún da el sol su calor, parece que se derriten bajo sus pies, es un resto de tortura que pasar, que no es la del trabajo, pero cansado como está, parece peor, nadie se atreve a circular por las calles, la ciudad está vacía, todo el mundo que puede se ha ido a la cercana playa, allí solo quedan, los que por una razón u otra no pueden hacerlo, y esos no salen con el calor que hace, cuándo éste empiece a mitigar, la vida adormilada volverá a las calles, pero aún falta tiempo, mucho.

Un segundo sin ascensor, y porque no se puede construir más alto, que, si no sería en las puertas del cielo, que era lo que podía pagar, escaleras estrechas y empinadas, vuelta a treinta metros cuadrados de una descuidada casa, de un frigorífico muerto y de muebles encontrados o comprados en tiendas de segunda mano que ni a Ikea llegaba.

Ni siquiera ducha, al sofá, a dejar la baba caída sobre la sucia tela, y horas después, sin conocimiento del momento, se levanta, mejor abre los ojos, y mira la oscuridad que lo envuelve, son las once de la noche, buena la hora, ducha, y a por algo que comer.

Piensa en que lo que le queda, hasta que cobre, son quince euros para una semana, la administración imposible, lata de atún y baguette, el plato habitual “así no engorda ni su puta madre”, y pensó en que se le veían las costillas a través de la camisa, mal presente, peor futuro, y se le quitó la gana de salir, pero tenía hambre, a la ducha y dejar correr el agua que al rato estaba tan fría que no se podía aguantar, pero daba igual, después del largo día, eso era bueno, maravilloso, casi podía olvidar el sofoco continuo del cruel clima de su tierra. Puta tierra.

Lavó la ropa, con apenas unos empujones con un jabón verde, del que había que recordar comprar, pues apenas quedaba una lámina, difícil de hacer, pero las manos no sentían el esfuerzo de frotar, apretar de nuevo otra vez, no importaba después de la paliza del día. Apenas colgados, secos en minutos.

Abrió el armario, cogió los vaqueros limpios, casi un agujero más en la hebilla, pero le daba igual, otros pagaban por tener la silueta que él tenía, a él le gustaría tener algo con relleno, pero no quedaba. Suéter sin mangas de marca desconocida, peine escaso para un pelo que amenazaba con olvidarse de su cabeza, y “los muertos de todo”, pensó.

Bajó las escaleras sin pensarlo, anduvo apenas dos calles, y llegó a los soportales de la Plaza de la Corredera, encontró la tienda de ultramarinos, que a pesar de las miles de reformas del entorno, continuaba como enquistada en el presente, olvidando los bares de moda, las nuevas amistades, y los pijos que intentaban hacerse amos del lugar.

-Antonio, lo de siempre, -le pidió al hombre del mostrador.

Buena gente el Antonio, pensó, tiene dos precios, los nuestros y los de los otros, esos pagan más, sabe que si no le pusiera ese precio se tendría que marchar, y es de los nuestros, de los tiesos, de los abandonados, de los muertos en vida, pensó.

Apenas un par de minutos después, tenía un bocadillo de atún con tomate generosamente relleno, aquello costaba más de dos euros, o eso creía, buena gente el Antonio, volvió a pensar, sabía que detrás del mostrador, había un bocadillo de chorizo o de salchichón liado en papel, preparado para que se lo llevara, así podría comer por la mañana.

Se sentó en la gradilla de la tienda, y mientras comía, miró el ambiente de la Plaza que poco a poco, eran las doce de la noche, se llenaba de gente, en busca del escaso fresquito que por allí corría.

“Coño, qué bueno está”, pensó, y miró a los pijos que se ponían como alicates allí, sus tapitas, sus cervecitas, lo que les salía de los huevos, y miró el bocadillo casi extinto de atún con tomate y no los envidió, aunque le hubiera gustado que tuviera el doble de longitud del que estaba muriendo a sus manos.

-Toma, cara polla.

Levanto la cabeza, aún con la boca abierta, era Isa, su amiga, una de las pocas que tenía.

-Toma, o me lo como yo, -volvió a insistir meneando el bocadillo delante de su cara.

Un bocadillo doble de tortilla de patatas, con mayonesa, ¡la hostia!, qué pinta tenía.

-Cógelo, que he cobrado hoy.

Gonzalo lo cogió y no respondió.

– ¿Estás frito?, ¿no?, -le preguntó Isa mientras se sentaba a su lado, cubriéndose las largas piernas, y bonitas también, otra clase de alimento del que estaba muy hambriento.

-Pelado como una rata, pero tú, cada día estás más buena.

-Primero el bocadillo, -le respondió Isa sonriendo.

-Como si me fuera a comer algo contigo después.

-Eso nunca se sabe, -contestó volviendo a sonreír.

-Tú ponme caliente, que después me tengo que matar a pajas, marrana. -Isa era una buena amiga.

Le pegó un bocado enorme al bocadillo, “coño que bueno estaba”, pensó, podía estar comiendo esos bocadillos toda la vida, se deshacía en la boca, qué gloria, qué gozada, ¡qué hambre!

-La puta de la vieja ha pagado hoy las horas extras, ni siquiera una de cinco, pero eso es lo que te tienes que comer. Le aclaró Isa con cara de hastío.

Isa trabajaba en una boutique, de las pijas del centro, pero ganaba menos que un caracol en una carrera de galgos, y la nena valía, no sólo es que fuera guapa, alta, con un cuerpo para perderse, era inteligente y simpática, pero era su amiga, que si no…, bueno y que se esté quieta, pensó.

-Ya me lo devuelves cuando cobres. -Y dio un enorme bocado al suyo.

-No sé cómo, Gonzalo le contestó entre bocado y bocado- debo hasta de callarme, y la cosa no va para mejor, te lo juro, que vaya pandilla, que tenían que haberme pagado la mierda que me pagan hace una semana, y si te he visto no me acuerdo.

Isa se quitaba las migas de pan del traje de sastre que llevaba y cerraba como podía las piernas para que la escasa falda le tapara lo poco que podía.

– ¿Dónde vamos?, -le preguntó Gonzalo.

-Vamos a tu casa. -Le respondió Isa entre bocado y bocado.

-No tengo en el frigorífico ni hielo, hostia. -Gonzalo puso cara de pena.

-Pues en la mía, lo que haya es de la gilipollas de Paqui, y cualquiera le toca algo a la hija de la gran puta esa.

La Paqui tenía cojones, trabajaba de Contable en una empresa, y era una hija de puta de mucho cuidado, Isa llevaba ya años con ella, era la única que la soportaba, y no la había visto nunca darse un gusto con un tío, pero le permitía vivir con ella por un precio razonable y no estaba la cosa para andar con tonterías.

-Coño, Gonzalo, fóllatela, a ver si le cambia el carácter. –le espetó con una sonrisa.

– ¿A esa?, -respondió Gonzalo con cara de susto- esa tiene que tenerlo pegado, además tu sabes que le caigo como una patada en el coño, Isa, ¿no será boyera?

Isa rio como si fuera un buen chiste.

-Le gusta más un nabo que la leche, que no gasta ni pilas, la hija de su madre, pero como no hay quien la aguante, pues creo que se ha resignado.

– ¿Conmigo?, antes me mato a pajas, le respondió con dificultad Gonzalo, terminando el último bocado del bocadillo de tortilla, recogió con el dedo las migas y se las llevó a la boca, qué estaba la cosa como para tirar algo.

-Hostia que a gusto me he quedado, joder Isa, gracias, ahora echamos un polvo y me quedo como la leche. Gonzalo se la quedó mirando como si fuera una golosina.

-Lo tienes claro, -movió la mano entrecerrada de arriba a abajo, ya sabes.

Gonzalo estirazó las largas piernas y miró al estrellado cielo, sudaba como un puerco, pero eso era estar fresquito en aquella época.

-Déjame que duerma contigo. -Gonzalo le puso cara de pena.

-Si no intentas nada, vale. Se resignó Isa.

-Ya me conoces, es que no tengo aire acondicionado en casa, y me he pegado una siesta, cuando me he levantado creía que me iba a morir, te lo juro.

-Vale, pero como me metas mano, te la corto. Sonrió Isa.

-Ya sabes que yo no te meto mano hasta que tú digas, “Gonzalo, cómeme”.

-Pues vas listo. Rio Isa.

-Pues eso.

Gonzalo se levantó, le ofreció la mano a Isa, la izó, ésta se arregló el traje.

– ¿Dónde vamos?, -preguntó.

-Vámonos a la Ribera, que allí por lo menos corre algo el aire.

-Esperemos que no huela mal. E Isa se puso dos dedos en la nariz.

En aquella época el agua del río arrastraba algunas cosas que con el calor se corrompían, haciendo que, en algunas ocasiones, fuera insoportable el olor.

Caminaron por las estrechas calles, llenas de guiris que sudaban como animales del campo, le cogió la mano a Isa, era la mejor forma de que nadie se pasara con ella, el que tuviera un maromo al lado, además le gustaba, pero era su mejor amiga, quizás su única amiga, lo demás era carne de cama, Isa no, ella era motivo de alegría, de largas charlas y de descargar el cerebro de malas cosas, no otros órganos.

– ¿Y el curre?, -le preguntó Gonzalo.

-Como siempre, la bruja apretando, menos mal que ahora hay menos clientes, pero verás cuando llegue septiembre, nos va a joder vivas a las tres.

Eran tres dependientas en la Boutique.

-Con lo que tú vales, que pena que estés aquí, ¿no has pensado en pirarte Isa?, tu vales mucho, nena.

-Me da miedo Gonzalo, esto lo conozco, te tengo a ti y a Paquita, aunque sea una hija de puta, y se cómo moverme.

-El león es más fiero que como lo pintan, -le aseguró Gonzalo.

-Lo que tú digas, pero ahora mismo no me voy a ir.

-Vale tía, -Gonzalo de un salto se sentó en uno de los poyetes de la Ribera, con los pies dando al vacío, le dio la mano a Isa, ayudándola para que pudiera hacerlo con la corta falda.

Isa se cogió el bolso con las dos manos, y miro hacia la oscuridad, sólo se oía el rumor del río debajo de ellos.

Miró al frente durante unos instantes, Gonzalo seguía callado.

-Mira que es bonito esto, Gonzalo, y mira que es cabrona la vida.

Gonzalo calló durante unos instantes.

-Yo debo de ser masoca, comenzó a hablar, porque a mí me encanta, a pesar de lo cabrona que es, yo no le tengo miedo a irme, pero es que no quiero.

-Mira Gonzalo, corre fresquito. -Isa alargo la cabeza como si quisiera que le llenara la cara el aire.

-Desde luego tienes el termostato fatal, sigue haciendo un calor de cojones. Gonzalo la miró como si estuviera loca.

Isa se dejó caer sobre el hombro de Gonzalo.

-Dime Gonza que no siempre va a ser tan malo.

-Te lo prometo guapa, -y sabía que mentía como un animal, pero Isa era Isa, y tenía que sentirse bien. La única vez que había estado detenido, fue cuando calentó al antiguo novio de Isa que se pasó, y le dio una paliza de campeonato, “a Isa no se toca”, pensó, tiene derecho a ser feliz.

Y pasó el tiempo como si fuera en volandas del rio.

-Niño, vámonos que son las dos, y dentro de poco estás en planta. Le pidió Isa, metiéndole prisa.

-Pasamos por mi casa y me llevo la ropa para mañana.

Isa asintió.

-No le des mucho por culo a Paquita, que después tengo que aguantarla yo.

-No te preocupes, -y Gonzalo pensó que como se pusiera a tiro le iba a dar pocas.

Pasaron por casa, la ropa estaba seca y tiesa como la mojama, apenas diez minutos después estaban en el piso de Isa.

Entraron como si fueran a robar, cualquiera despertaba a la leona, que tenía cronometrado hasta cuando entraba en el cuarto de baño, se metieron en la habitación de Isa; en susurros Isa le comentó.

-Me ducho, no hagas ruido.

-Eh, Isa, que, si quieres salir en pelota, no te cortes. Le contestó pícaramente Gonzalo.

-Eso quisieras tú, pajillero.

-Pues eso, -y rieron ambos.

Gonzalo saco la manta y la puso en el suelo al lado de la cama de Isa, se quitó la ropa, quedándose en calzoncillos, y se tiró todo lo largo que era en ella, el suelo estaba duro, pero ya se notaba algo el fresquito del aire acondicionado, que gloria, pensó, y casi se quedó dormido.

Eso creyó Isa, que caminó de puntillas hacia su cama.

Gonzalo la miro con el rabillo del ojo.

-Mira que estás buena puñetera, ahora mismo podrías estar con un pedazo de hombre y no ahí sola.

-Gonzalo, por favor, dime dónde está ese pedazo de hombre, por favor.

-Coño, yo, se inclinó apoyándose en el codo.

-Pero si pareces una radiografía, se te marca hasta el hambre, te falta que ponga “Hecho en Biafra”

-Tú te lo pierdes so perra, buenas noches.

-Buenas noches, canijo.

Gonzalo sin darse cuenta se quedó dormido ante la bajada de temperatura, el cuerpo lo venció sin esfuerzo ninguno.

CAPITULO II

El Descubrimiento

Isa se despertó pasadas las cuatro, tenía sed fue al cuarto de baño, hizo pis y bebió hasta que se le sació su sed, cuando volvió se quedó mirando a Gonzalo que respiraba plácidamente boca arriba, y pensó el poco trabajo que le costaría, y lo que disfrutaría haciendo el amor con él.

Se sintió mojada y sucia, pero no se atrevió a hacer nada, tenía unas ganas locas, ¿con quién mejor que con él?, que a fin de cuentas era la única persona que la entendía, que se sentía bien, pero a la vez, no quería que si entraban en otro tipo de relación, más amorosa, pudiera perderlo, era demasiado el riesgo, si lo perdía, perdía también la única persona que era capaz de saber lo que pensaba, de sus anhelos, y la única fuente que tenía de estabilidad en este mundo de mierda.

Se volvió a meter en la cama, y sin darse cuenta se quedó dormida.

Sonó el despertador, y apenas al segundo sonido, Gonzalo lo paró, no quería despertar a Isa, ella entraba más tarde; con cuidado de no tropezar con nada, recogió sus cosas con la torpeza del despertar, fue al cuarto de baño y se lavó la cara y los dientes, poco más podía hacer, allí no tenía más arreos de higiene, se dio una somera ducha y se colocó la ropa de trabajo que estaba basta como si fuera de lija, abrió la puerta con cuidado, y salió al salón.

Abrió el frigorífico del escueto salón y vio dos botellas de leche, se sintió con la tranquilidad de que podía beberse una, con la otra tendrían para desayunar Paqui e Isa, siguió mirando y vio un paquete de galletas Fontaneda, “el desayuno de los campeones”, porque el bocadillo se lo había dejado en los ultramarinos de Antonio.

Le dio un trago largo a la leche, y empezó a partir las galletas para que entraran en el amplio gollete de la botella, cuando llevaba medio paquete, lo dejo en la mesa y comenzó a agitarlo, para que las galletas se deshicieran más y se mojaran, oyó una de las puertas, era Paqui, antes de que pudiera abrir la boca, salió también Isa de su cuarto.

-Hombre, -lo saludó Paqui-, el gorrón, cada casa tiene uno, ¿tú no tienes una puta casa?, niño. ¿Qué coño haces aquí?

-Dormir con Isa, -la miro y le preguntó- ¿Cuántos, Isa?

Isa abrió la mano con los cinco dedos separados.

-Cinco, que me duele abajo.

-Ves, -le respondió Gonzalo-, yo ya he cumplido, aunque tú no sepas lo que es eso, y yo no te voy a enseñar.

-Que más quisieras, cerdo, no sé cómo Isa deja que un gorrino como tú le ponga las zarpas.

-Me piro, -se despidió Gonzalo, cogiendo la botella llena de galletas-, que voy tarde.

Se acercó y le dio un beso a Isa.

-Gracias, bonita, después nos vemos si sobrevivo.

Isa sonríe, y Gonzalo se siente feliz, aunque vaya al tajo del infierno. Sale por la puerta corriendo, realmente llega tarde.

-No sé cómo puedes aguantar al cerdo de Gonzalo. Paqui comenzó a rajar de él, nada más salir este.

-Venga Paqui, qué es un tío de puta madre.

-Muy bien tiene que follar para que lo metas en tu cama.

Isa pone las manos con una separación enorme.

-Paqui, así la tiene, que me tiene que dejar fuera, que si no, me revienta, ahora, que bien se toca la flauta, coño.

-Mira que eres guarra, a saber, lo que tiene ese, ladillas, gonorrea.

Isa sonríe, le da un beso a Paqui.

-Si no fuera por mí, esaboría, te morías sola.

Paqui calla, sabe que en parte tiene razón, algún día se irá, y será uno de los días más tristes de su vida, pero intenta olvidarlo.

-Putón, yo hago el café, dúchate, -le ordena a Isa-, que hueles a verraco.

Gonzalo corre por las estrechas calles como alma que persigue el diablo, sabe que si no llega a tiempo se irán, y le descontarán el día, posiblemente más importe que el de un día de trabajo, así que acelera, mientras, le va pegando sorbos a la botella de leche que suelta de vez en cuando grumos que el estómago agradece.

Llega al punto de recogida, a la plaza de Colon, con el tiempo justo, apenas están arrancando para irse.

-Venga, señorito, -gritas Ambrosio- que te quedas en tierra.

Gonzalo agacha la cabeza, nadie le saluda, a nadie saluda él, se va al último asiento del viejo trasto, y apenas arranca se apoya en el cristal y se queda durmiendo mientras su cabeza lo golpea rítmicamente.

Un brusco movimiento le hace casi dar con el asiento de adelante suyo, el trasto ha frenado, han llegado a la excavación, ni cuenta se ha dado de los baches de lo cansado que está, la botella se acabó en Córdoba, y a tan temprana hora ya tiene hambre, un hambre de lobo.

Vuelta a la realidad sin anestesia, va al cobertizo, coge los guantes, el carrillo y le echa encima el pico y la pala, y va a su sitio como el condenado al cadalso, las primeras picadas le cuestan trabajo por el calor que ya lo inunda todo a tan tempranas horas.

El sol se desliza por el cielo, y ve como los otros se mueven lentamente picando y trasladando carrillos como el mismo, para y bebe agua del botijo, “joder que calor”, piensa, nadie se acostumbra a esto.

Se seca la cara llena de sudor, y pica, apenas lleva destripados unos cuantos terrones cuando tropieza con algo que es más sólido, coge la pala y echa lo que ha movido en el carrillo, debajo descubre lo que en otros tiempos habría sido un enorme tablón de madera, lo levanta y se deshace, la humedad lo ha podrido, quita los pedazos, aun no quiere llamar a nadie.

Sigue quitando trozos de madera podrida, hasta que tropieza con algo más duro, son piedras, pero tienen forma, se ve que las han trabajado seres humanos, va quitándolas, son restos de ladrillos, son de adobe, se deshacen en las manos nada más tocarlos, llena el carrillo y va al vacié, retorna con el artilugio vacío.

Le dan ganas de llamar a Ambrosio, pero seguramente serán cascotes, ya han encontrado antes, normalmente no tienen nada de valor, saca medio carrillo más, y debajo, toca algo de metal, es como una oblea pequeña de unos cinco centímetros de largo por tres o cuatro centímetros de ancho y dos centímetros de grosor, está sucia, la deja a un lado, mete la mano en el hueco que ha dejado, y sigue sacando hasta cinco.

Se pone de rodillas y limpia los trozos metálicos que pesan una burrada, posiblemente sean plomos para cualquier cosa, los romanos eran gente muy habilidosa. Se queda asombrado, no puede ser, sigue limpiando, efectivamente, tienen un color dorado, característico, es oro. Además tienen la forma de una fundición final, lo sopesa, por lo menos un kilo cada uno, cinco, son cinco kilos, hace un cálculo mental, por lo menos veinticinco mil euros cada pieza, ciento veinticinco mil euros, si el gramo está a veinticinco euros, la hostia, piensa.

-¿Qué coño pasa ahí?, -se oye gritar a Ambrosio. Que está como el águila y la presa.

-He encontrado algo, -responde Gonzalo, con voz insegura, no estaba seguro de decirlo, pero ahora no tiene más remedio.

A grandes pasos, el bestia de Ambrosio, se acerca al lugar donde está inclinado Gonzalo.

Coge una de las piezas se la pasa por el mono y asombrado comenta.

-Hostia, esto es oro, pero lo ha dicho demasiado alto, cualquiera que esté allí lo ha oído, y como si fuera la llamada de los padres los otros cinco se acercan.

-¿Cuánto hay ahí, nene?, -le dice Ambrosio a Gonzalo.

-Cinco piezas de fundición.

Ambrosio sonríe como un gato que ha cogido al ratón, sopesa una de las piezas.

-Los cogieron sin entregar la mercancía, aquí hay por lo menos cuatro o cinco kilos, eso es una puta pasta, vamos un puto dineral. –Dice feliz el gordo.

Los demás tocan los trozos metálicos con los ojos de un gato famélico, allí hay un montón de pasta, mucha pasta, cada uno piensa en lo que podría hacer con ese dinero, el amarillo los vuelve locos como siempre ha hecho con todos los hombres.

Un silencio incómodo planea sobre la excavación, Ambrosio piensa en las putas y en los copazos, casi se empalma sólo de pensarlo, pero no dice nada, se calla.

– ¿Qué vamos a hacer con esto?, -pregunta un tipo largo de veinticinco años con el que apenas si ha cruzado media palabra en el tiempo que está allí.

– ¿Podemos quedárnoslo?, -pregunta a su vez la única chica que está allí.

Es como dos años de trabajo, es un buen pellizco, todos piensan en lo mismo, todos salvo Gonzalo, pero tiene miedo, se calla.

– ¿Queréis quedaros con él, hijos de puta?, -pregunta Ambrosio con una sonrisa sardónica.

Los demás lo miran expectantes, no saben cuál va a ser la reacción del animal.

Ambrosio vuelve a tocar el metal, lo tiene hipnotizado.

-Yo, -indica Gonzalo- no quiero saber nada, quedaros con él o haced lo que os dé la gana, pero yo no quiero saber nada.

-Tu eres gilipollas, -le escupe Ambrosio- ¿tú sabes la pasta que hay aquí?, por lo menos cien mil euros, entre siete, gilipollas, nos podemos pegar unos buenos homenajes y aquí no se entera ni Dios.

Gonzalo calla, Ambrosio pregunta.

– ¿Ustedes que decís?, -habla mientras se levanta, todos asienten, necesitan el dinero.

Ambrosio sabe de todo en la vida, de cosas buenas y de cosas malas, pero sobre todo de las últimas, el carrillo está al lado con la pala y el pico de Gonzalo encima, antes de que nadie pueda decir o pensar algo, lo coge y le da en la cabeza con él, Gonzalo cae con la boca en la tierra, el bestia de Ambrosio le ha dado con toda la fuerza que tiene, y tiene mucha.

Apoya la pala en la tierra, con una mano señala el cuerpo desmadejado de Gonzalo.

-Vosotros me decís, ¿la pasta o éste?

-Pero, -pregunta con un titubeo la chica asustada- te lo has cargado.

-Nos lo hemos cargado gilipollas, -le responde Ambrosio- que os creéis ¿que si caigo voy a caer solo?

Todos se miran unos a otros, Ambrosio es ladino, los ha puesto ante los hechos consumados con el regalito del dinero.

– ¿Entonces estamos de acuerdo?

Nadie dice nada.

Ambrosio levanta la pala y golpea la cabeza de Gonzalo con toda la fuerza que tiene, se oye un ruido sordo y atroz de que ha cumplido su cometido, la cabeza de Gonzalo está reventada, en pocos instantes, nace un buen charco de sangre debajo de él.

– ¿Y ahora qué hacemos?, -pregunta con la misma voz la chica que está blanca como la cera, pero que también quiere el dinero.

-Esto es caliza, chocho, aquí lo echamos en uno de los agujeros que hay, y no lo encuentra nadie. Le asegura el asesino.

-Pero lo echarán de menos, -predice unos de los cavadores.

-A este, -y señala a Gonzalo- este es un muerto de hambre, como todos nosotros, dos vueltas la policía, si alguien lo denuncia, porque vive solo, y dinerito en el bolsillo.

Antes de que nadie pueda replicar, Ambrosio mira alrededor, sube por la cuesta, y se encarama por la vegetación, en unos minutos está casi en la cima de la montaña, mira a un enorme agujero en el suelo, es una de la miles de cuevas de caliza, coge una piedra y la tira dentro, se oye el sonido como se pierde en el interior.

-Subidlo aquí, y tú nena, tapa la sangre, vaya a ser que venga alguien y lo vea.

Los cuatro tipos suben el desmadejado cuerpo de Gonzalo con dificultades, la pendiente es mucha y se escurren varias veces por la arena suelta de encima de la roca, pero al final llegan, todos están asustados.

-Que mariconas sois, -les espeta con asco Ambrosio- terminad el trabajo, al puto agujero.

Los cavadores, sin miramientos, lo tiran por el agujero de la montaña, Ambrosio le da con la suela del zapato a algunas de las gotas de sangre que han ido quedando.

-Limpiar lo que haya quedado cuando vayáis para abajo, y no pongáis esa cara, que tenemos pasta, si ese era gilipollas que le den, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y que no ha venido hoy a trabajar.

Esta es la versión en papel, es que tiene 688 páginas.