Se Acaba la Semana Santa

Se acaba la semana Santa, el desvarío de los fiesteros, la penitencia de los religiosos, el asombro de los demás, y de muchos, la paz buscada con anhelo.

Esa es la norma que impone la vida, cuando lo es; sin embargo, quedan las colas, el cajón de los elementos que no casan, de los lugares donde nada es lo que parece porque están en la esquina de los olvidados cajones, de los lugares donde nadie mira.

Y son ellos, los que no conocen la diferencia entre la semana santa, y el resto de los días, pues todos se hayan bañados por la dura patina de la realidad dura, que los hace romperse como si fueran cristal, y convertidos en maldición bíblica, nacer al día siguiente, listos para romperse de nuevo.

Los enfermos, los pobres de necesidad, aquellos que forman parte de estadísticas, que son solo números, pero, que por mucho que lo intentemos, no desaparecen, pues necesitarían que tomáramos conciencia de ellos, pero dios nos libre, son los muertos que huelen en una sociedad que no quiere ver.

Piedad, no existe, solo la carrera de ratas, la huida hacia lugares mejores que te alejen del suelo, que eviten que puedas pensar, aunque sea un solo segundo, que cerca de ti, la vida es algo oscuro, triste, una cáscara de la que los olvidados quieren salir de ella, aunque sea a costa de entregar su vida, para lo que le vale.

Ropas viejas, arrastrándose por las calles, manos extendidas pidiendo compasión en cuerpos impasibles, a aquellos que se quejan de que el ayuntamiento no tiene que consentir, y…

Enfermos, la cara de a dónde puede llegar la vida en su cara más oscura, donde nadie quiere ver lo visible, y lo convierte en fantasmas, infierno que es necesario esconder, el dolor, la podredumbre, no debe de mostrarse, es como los hijos que defraudan al padre y mueren escondidos de todo y de todos.

Los pueblos muertos en la ciudad, los laberintos de las ratas que lloran, el olvido de lugares, que, a pesar de todo, son los nuestros, personas que no lo son a ojos de quien no quiere verlo… ni saberlo, y desaparecen, se difuminan con la muerte, y nacen, de lugares de claridad y pasan a esos oscuros agujeros de miseria, de dolor, de desesperanza.

Y esos lugares son los tuyos, donde los que no ven, que ni miran ni quieren mirar, como ignorando, el que cualquiera, por muy alto que esté, puede caer en esa insondable sima, de la que no nos separa nada, ni tan siquiera una molécula de una nimiedad infinita.