
Ahora le sonaba Calero a Pablo, posiblemente era la razón de todo esto.
– ¿Calero?, -preguntó a Tomás.
Este asintió con la cabeza.
– No tiene alma, -escupió Ricardo.
– Sólo una cosa más os digo, disparad a matar, son alimañas, no tened compasión, ellos tampoco la tendrán con vosotros, -aseguró Tomás con rabia.
Un silencio tenso se adueñó de la habitación.
– Sigo a su disposición, -afirmó Don Pedro-, y mis hijos, y mi gente. Sera un honor estar a su lado.
– Señor Tomás, -afirmó también Francisco-, será un honor para nosotros estar a su lado, y al lado «del Que Siega los Campos».
– Gracias, -Tomás asintió.
El Ayo le llamó, Pablo se acercó sentándose a su lado.
– ¿Entiendes hijo mío, el porqué de todo este secreto?
– Ahora si lo voy entendiendo, y comprendo por qué no ha hablado hasta ahora.
– Es más grave, tenemos que descubrir el sitio donde cambian los conteiner para volverlos a poner en orden, -lo miró con preocupación.
– ¿Por qué?, Tío Tomás.
– Te explico, allí los seres humanos, son recogidos por coches con el maletero habilitado con climatizador a presión, los drogan y uno a uno salen para toda Europa, tenemos que romper esa cadena como sea.
– Sí, Tío Tomás, lo comprendo.
– Entenderás que no puedes decir nada que no sea lo del contrabando a tus superiores, en otro caso tendrían que comunicarlo a las autoridades portuguesas y españolas de más nivel, y tanta gente escuchando…, ya sabes.
Dio a entender que se enterarían.
– Desaparecerían, -afirmó, sabiendo que sería lo que sucedería.
– ¿Por qué te dije que cuidaras de mis niñas si nos pasaba algo?, vamos a tratar con animales y nos llevaremos más de un bocado.
– Se lo prometí.
– Después de lo de la Bisa María, no tienes que prometerme nada, lo llevas clavado a fuego en el corazón.
– Sí, -afirmó Pablo.
Ricardo se le acercó.
– Sobrino, reza conmigo.
Y después de muchos años rezó de corazón, sin saber si volvería a ver a su Joya.
Al rato, Tomás ordenó.
– Poned hombres de guardia arriba y abajo, el resto descansad, esta noche empezamos.
Aprovechó para llamar a Rosa. Desactivó el grabador. Marcó el número.
– Hola guapo, lo saludó Rosita.
– ¿Qué haces?, cosita.
– Aquí con Ange, despiertas después de la siesta. Ya te echo de menos.
– Y yo a ti.
– Rosa, quiero hablar contigo en serio, ahora que nadie nos molesta.
– Dime, -Rosa sintió un nudo en el estómago.
– No sé qué parte de esto creerás que es verdad o mentira.
– ¿De qué parte hablas?
Ella sabía perfectamente de lo que hablaba.
– De toda esta montaña rusa que hemos vivido, pero ahora, que ya se calmó esa tormenta, ahora que voy a ponerme en peligro de nuevo, tengo que hablar en serio contigo.
– Dime, -le pidió de nuevo, y se le puso ahora también un nudo en la garganta.
– No sé si tú me quieres.
– Pero…
– Escúchame, Rosa.
– Al principio (y pensé, ¡todo en una semana!), me lo tomé casi a broma, yo, ¡con una gitana!, pero ahora me da igual todo, sólo quiero saber si sientes lo mismo que yo, que no puedo vivir sin ti, que cuando no te veo, estoy como alma en pena, que te veo, y se ilumina mi vida. Que quiero estar contigo el resto de mi vida, que me da igual que tengas diecisiete años, que seas gitana, que no conozca tu cultura…, es que me da igual todo, menos tú. Que me has embrujado.
Mientras Pablo hablaba, a Rosa le caían por la cara lágrimas como garbanzos, lágrimas de felicidad, de saber que lo que ella sentía por él era correspondido, que nada era una ilusión, que era real como el día y la noche.
– ¿Qué contestas?