Pablo y Rosa. Capítulo III. El Viejo Valdivia

Pablo miraba a través del cristal de una de las salas de interrogatorio de la primera Planta.

              Allí veía a Montes hacer su trabajo, también lo oía. Pensó que quizás pudiera haberlo realizado el mismo, pero Montes tenía más tiros pegados, él y Santos solían hacerlo juntos, mejor así.

– ¿Antonio Calero?

– Sí Señor, -cabeza agachada.

– Domicilio Calle Engracias 23 de Córdoba Capital.

– Sí, señor.

– ¿DNI 90.—.— S?

– Sí, Señor.

– 23 de julio de 20__, 16 horas y 8 minutos procedemos a tomar declaración a D. Antonio Calero por infringir la ley de Patentes y Marcas habiendo hallado en su posesión prendas falsificadas ofreciéndolas para venta al público como verdaderas, en fraude de ley.

– ¿Antonio?, -gritó Montes golpeando la mesa.

– Dígame, señor, -Calero levantó la cabeza.

– ¿Es cierto que estaba usted en posesión de una cantidad aún por determinar en su totalidad de prendas falsificadas?, -le señaló el micro para que hablara en su dirección.

– No pienso responder nada hasta que venga mi abogado, -íntenta enfrentarse a Montes, mantiene su mirada.

– De acuerdo, ya mismo estará aquí, -Montes abre los brazos.

– Pausamos la grabación en espera del letrado de Antonio Calero.

Montes le habló al micrófono con cara de hastío.

– Antonio, -le acerca la cara y le comenta en voz baja-, que te hemos cogido con una furgoneta llena.

-Yo no digo nada, -el chico vuelve a agachar la cabeza.

– Me parece perfecto, -Montes echa la silla hacia atrás.

-Nos estamos haciendo amigos con tu actitud.

Antonio agachó la cabeza, y miró hacia abajo como si de pronto se hubiera dado cuenta de que llevaba zapatos.

              Realmente estaban esperando a que llegara el abogado de Calero, Pablo miró a Santos, que aún no había abierto la boca, en ese momento miraba al frente, absorto en sus pensamientos.

              Pablo abrió con descuido el expediente del arresto, y se puso casi a leerlo, pero estaba escrito por él mismo y se lo sabía de memoria, en algo había que pasar el tiempo.

              No podía sacarse de la cabeza por qué en su primer arresto había hecho la estupidez de avisar a las chicas del otro puesto, pero realmente sabía el porqué, el rostro de la rubia no se le iba de la cabeza y los ojos azules parecían continuar clavándosele en su mente como si fueran clavos, y a pesar de que intentaba dar otras razones, o explicárselo a si mismo de otra forma, le habían impresionado profundamente y allí estaban a cada momento como si tuvieran vida propia.

              Se sobresaltó al oír abrirse la puerta, de tan abstraído como estaba.

              Apareció un hombre calvo, de los que se echan el pelo de un lado a otro, intentando tapar la falta que les había producido su naturaleza. De unos cincuenta, pasado de formas y feo, con unas gafas de pasta más feas aún, en un traje ya un poco raído y sudando como un cerdo, pues aún el fresco del aire acondicionado de la Comisaría no le había llegado.

– Luis López Céspedes, abogado de Antonio Calero, -le ofreció la mano a Santos, este se levantó y estrechó la suya.

– Rafael Santos, Subinspector de Policía, y Rafael Montes, Subinspector de Policía.

– A Rafael ya lo conozco, -levantó la mano-, hola Rafa, -se la estrechó también.

– Hola Luis, -Montes le miró con cara de resignación.

– Rafaeel Santos, como Abogado de Antonio Calero, -levantó la mano como si estuviera en un Senado Romano-, le hago saber que mi defendido se declara inocente de todos los cargos.

– ¿Ha leído el atestado?

Santos cogió el legajo y lo movió ante los ojos del Letrado.

– No, pero…, -Céspedes puso la mano delante de su cara como quitándole importancia.

– Bien, -Santos tiró el informe en la mesa con desgana.

– En este caso, -el abogado levantó la cabeza-, deben de mandarlo al Juzgado o en todo caso, proceder a su puesta en libertad.

– Será lo primero, además ya tiene antecedentes, -comentó Montes.

– Sí, pero delitos menores.

El abogado pone cara de dignidad ofendida.

-Mi defendido no ha pisado la cárcel.

– No se preocupe.

Santos hace un mohín con socarronería.

– Que yo me encargo de que gaste alguna loseta del trullo.

– Bien.

El abogado cruzó los brazos indicando que todo ha terminado.

-Es su decisión.

– Rafael, -el letrado se levantó y se acercó a Montes-, ¿puedes salir conmigo un momento?

              Pablo se imaginó que el aparte era para poder hablar con Montes, al que parecía conocer, del detenido.

Salieron de la habitación Montes y el abogado, y no había ni cerrado la puerta, cuando Luis Céspedes le espetó.

– ¿Qué te pasa?, Rafa, -abrió los brazos exageradamente.

– Inspector nuevo, Maldonado, -Montes lo miró con cara de resignación, “que te den”, pensó.

– No me jodas, -Céspedes puso los brazos en jarra, mientras se movía acercándose y alejándose de él.

– Viene apretando, que quieres que te diga, no le debe favores a nadie, primera detención, no la va a estropear.

– ¿De qué va este, quien se cree que es?

Céspedes se enfrentó a Montes acercándole la cara.

– Luis…, -Montes se acerca más todavía, -Qqe lo hemos cogido con las manos en la masa, más de dos mil prendas piratas.

– Pero, ¿quién es el Inspector, este Maldonado?

– Perro de presa, tercero de la promoción, y viene con los avales de arriba como si le pusieran escalera. Mala suerte.

-Sí que lo es, entonces ¿va a joder al Antoñín?, -le pregunta a Montes con preocupación.

– Como si lo viera, -Montes asiente.

– Joder, cuando se le diga al Padre con la mala “follá” que tiene.

Su cara era de preocupación.

– Pues has topado en hueso, este viene con ardor guerrero.

– Indícame si se puede hacer algo, ya conoces, yo te doy, tú me das.

– Ya, pero donde manda patrón no manda marinero, si hubiera sido otro con menos peso…, ¿tú crees que hubiera hecho ese interrogatorio?, se habría quedado a mis alas, pero de arriba y clarito, Maldonado manda, y sabe. Tiene tiros pegados.

– Joder. Gracias Rafa, me voy, -Céspedes le da la mano y se aleja con rapidez.

– Suerte con el viejo del Antoñín.

Cuando se da la vuelta el abogado, Montes sonríe con picardía.              Montes piensa, «Luisito, te jodes», y se sonríe a sí mismo.

Cerraron el interrogatorio, y mandaron el caso al Juzgado. Salió al pasillo y llamó al agente que estaba esperando en la puerta.

– Lleve al detenido a las dependencias.

              Entró en la sala de interrogatorios, miró a Antonio, y aprovechando que estaban aún solos le preguntó en voz baja.

– ¿O me das algo o te jodo?, -le puso la cara a dos centímetros de la suya.

– Yo no sé nada, -el muchacho le puso cara de niño bueno.

– Ya veremos, -se dio la vuelta, supo que nada podía sacar ya de allí.

              En ese momento entró el Agente y se llevó al detenido.

              Salió de la habitación. Se encaminó a su despacho, aún no muy convencido de que fuera el camino correcto en aquella enorme Comisaría.

– ¿Maldonado? -oyó una voz que le llamaba por su nombre.

              Miró y vio al Inspector Jefe, que le hacía señas con la mano para que se acercara.

              Vestido de uniforme, derecho como una vela, cincuenta años de Policía de la vieja escuela.

–  A sus órdenes -se cuadró, tieso como un palo.

– Bien, Maldonado, ¿cómo ha ido su primera detención?, -el Inspector Jefe lo mira de arriba a abajo, intenta saber de qué va.

– Creo que bien, señor, -Pablo sigue firme como una piedra.

– ¿Pruebas?, -el Inspector Jefe levanta la mano como señalándole.

– Creo que concluyentes, -no mueve ni un músculo.

– Bien, -el Inspector Jefe da la vuelta en una loseta y se marcha.

              Pablo se imaginó, más bien supo con certeza, que se había leído el atestado y el informe de cabo a rabo, pero el mando es así…

– Siga así, Inspector, le veo futuro, -el Inspector Jefe se para.

– A sus órdenes, -Pablo vuelve a estar firme.

– Escuche, al Subinspector Montes lo he puesto en su equipo, un elemento muy valioso, y muy introducido en la ciudad, déjese informar por él, lo tenemos en gran consideración aquí, y a usted, por supuesto, -termina de hablarle y sigue su camino.

– Muchas Gracias Señor, así lo haré, -Pablo pensó que se quedaría con lo de «elemento valioso»

– Continúe, -Pablo imaginó que mandaba hasta de espaldas el puñetero.

              Se alejó del Inspector Jefe sabiendo que le había estudiado de cabo a rabo, intentando hacerse una mejor composición de él.

              Subió las escaleras pues no había utilizado el ascensor aún, y solo sabía que su despacho estaba en la primera planta.

              Lo encontró sin dificultades, recogió su chaqueta dispuesto a marcharse.

Pasó recepción, se despidió de los agentes que guardaban la puerta por educación, pues aún no los conocía, bajó las escalinatas, y se encaminó hacia la Avenida de Conde de Vallellano dejando a sus espaldas la Cruz Roja y el Paseo de la Victoria.

              Los jardines de la Avenida estaban verdes, no con el verde su tierra, sino con un color más sólido, quizás la claridad que daba una luz más potente, no lo sabía, pero a esas horas de la tarde, parecían géiseres verdes que emergían del amarillo del albero. Otra tierra, otros colores, bellos colores, si no fuera por el maldito calor.

              Caminó por la sombra que daban los edificios a un sol que se ocultaba. A pesar de ello, la sensación de sofoco lo atrapaba, parecía que no le entraba el aire suficiente, no sabía si algún día podría olvidar el mar de su tierra, la brisa marina, y el olor de la sal.

Más de quince grados de diferencia con Santander estimó. A esta hora sus padres solían dar un paseo por la Avenida Castañeda, parándose a tomar una cerveza en el bar de «El Piqui» a disfrutar de la brisa, del olor del mar. De pronto, al acordarse del Piqui, le entró sed, y miró a su alrededor buscando un bar, le apetecía algo frío. Buscó alguno y entre dos calles vio los veladores de uno. Se acercó y se sentó, dejándose caer en la silla, disfrutando del descanso que daba el toldo que le protegía del sol del atardecer, que seguía matando.

              Segundos después se acercó un camarero de pantalón negro, camisa blanca y pajarita.

– ¿Que le pongo al Señor?, -el chico sonrió tieso como un palo, años de oficio.

– Un café solo con hielo, por favor, -apenas unos instantes después apareció por arte de magia el café con hielo en la mesa.

– ¿Algo más?, -preguntó el camarero.

– No, gracias, -le respondió Pablo.

              Miró alrededor, cruzando la calle estaban las antiguas murallas de Córdoba, de unos diez o quince metros de alto, tapadas casi por las damas de noche, con un pequeño arroyo canalizado en piedras de cuatro o cinco metros de ancho, y al final la estatua de Averroes[1], un insigne Cordobés del que no sabía casi nada. Era bonito, verdes jardines, murallas de miles de años encerradas entre edificios de siete plantas.

              Casi nadie por la calle, a fuer de viejo se aprende, y él apenas si llegaba, tardaría en acostumbrarse a buscar la sombra, a escoger las horas, y a saber que en verano a las tres de la tarde no vuelan ni los pájaros, y que la noche empieza a las once, o más tarde incluso.

              Estaba aún sin beber, girando el vaso para que el frio del hielo pasara al café, intentando olvidar el hechizo de la bruja de los ojos metálicos, cuando oyó una voz que le decía.

– ¿Inspector Maldonado?

Alzó la vista y vio a un hombre muy mayor apoyado en un bastón. Vestía impecablemente, pero como lo hubiera hecho su abuelo, traje negro con chaleco y sombrero, algo complicado de portar, más en una ciudad como esa, donde sobra todo, pero a él no parecía importarle; mientras Pablo sudaba como un cerdo, el viejo parecía que acababa de ducharse.

Pasaría de los setenta, a pesar de ello, tenía las facciones agradables, habría sido guapo en su juventud, aún conservaba unos ojos verdes como los suyos, pero más opacos por la edad; barba bien cuidada, gris, y movimientos pausados. Parecía no sudar con toda aquella vestimenta a pesar del calor que inundaba la ciudad, se apoyaba levemente en el bastón negro que lucía una empuñadura de plata. Un elemento interesante.

– ¿Me permite?, -el anciano señaló una silla frente a él.

– Por supuesto, -Pablo se la ofreció. Se sentó con parsimonia.

– Permítame que me presente, Tomás Valdivia, -levantó el sombrero unos palmos, un saludo a la antigua, después, con un pañuelo limpió el borde interior del mismo, iba a ser verdad que el también sudaba.

– Encantado, Pablo Maldonado, pero creo que ya conoce mi nombre, -le contestó Pablo.

– Lamento haberme presentado de esta forma, pero necesitaba hablar con usted, -el viejo apoyó la barbilla en la empuñadura del bastón.

              Pensó Pablo que apenas si llevaba tres días en la ciudad y ya le conocían, un pueblo grande, imaginó.

-Usted dirá, -cerró los labios e inclinó la cabeza. El anciano levantó la mano, y le pidió al camarero.

– Un café solo y sin azúcar, ¿usted quiere algo?, -Pablo levanto el vaso con el café con hielo y negó con la cabeza.

– Lo primero es lo primero, quisiera agradecerle el gesto que ha tenido con mis nietas.

– ¿Sus nietas?, -preguntó Pablo haciéndose el sorprendido, pero ya se imaginaba de qué iba la cosa. «Ojos Azules».

Sonrió con complicidad y le explicó.

– Las dos niñas, a las que usted ha tenido el corazón de ayudar esta mañana, -se echó las manos al pecho con teatralidad.

-Me hubiera roto el alma que hubieran tenido el problema que ahora mismo tiene Antoñín.

– No sé a qué se refiere, -Pablo fingió una ignorancia absoluta.

– ¿Policía, muy grande, con acento del Norte y rubio?, quizás me haya equivocado, -el viejo sonrió con un mohín gracioso.

– Posiblemente, -Pablo sonrió, sonrieron los dos.

– A pesar de no ser usted, dígale, si lo conoce, que el viejo Tomás le debe una, porque gente de corazón, por desgracia, quedan pocas, -el viejo cogió la taza de café y le dio un sorbo.

– Si lo veo se lo diré, -volvieron a sonreír los dos, a bien sabiendas de lo que era.

– Si me permite abusar de su paciencia.

Asintió Pablo con la cabeza.

-Sé que han detenido a Antoñín Calero.

              Pablo iba a abrir la boca para comentarle que no podía hablar de una investigación en curso, cuando el anciano levantó la mano, enseñándome la palma, como diciéndole que esperara.

– Ya lo sé…, no puede comentarme nada, pero me va a permitir que yo le hable si no le importa.

– Diga.

 – Lo primero, me gustaría que se pasara por mi casa mañana por la tarde, si tiene un momento, deberíamos hablar de algunas cosas que creo de interés para usted, y por supuesto para su investigación. Pero lo más importante, para agradecerle lo que «no ha hecho», presentarle a mi familia y ponernos a su disposición en lo que podamos ayudarle.

Sacó de la chaqueta una tarjeta de visita.

– Aquí tiene mi tarjeta.

              Cogió la tarjeta que le ofrecía.

– No sé si podré pasar mañana, aún estoy a expensas de lo que me manden, pero si puedo estaré allí.

              En ese momento no supo por qué respondió así…, o si…, lo más normal en su situación hubiera sido excusarse, pero realmente Pablo quería ver a «Cara de ángel».

              De un sorbo se bebió el café, y despacio se levantó.

– Señor Inspector, no le molesto más, muchas gracias, y no se haga de rogar por favor. Gracias por su tiempo, -le ofreció la mano.

              Se levantó y la apretó, era el de un hombre fuerte que no iba en consonancia con su edad, le hizo pensar en alguien con carácter. Le caía bien aquel abuelo.

              Se alejó despacio, se dio la vuelta y le saludó con la mano.

              El saludó también y lo vio alejarse calle abajo. Apenas había andado cien metros cuando se le acercaron dos muchachos que se pusieron uno a cada lado, pero tras él.

              Pablo pensó, «vaya elemento».

Terminó el café, le gustó aquel desconocido sabor, fuerte y agradable.

              Hizo ademán con la mano al camarero para pagar, pero este se volvió, y señalando por donde se había ido Tomás le negó con la cabeza. Pensó que en esa ciudad un gesto vale por mil palabras. Estaba pagado y calladito.

              Se levantó de la silla y le apeteció el paseo que le esperaba, acababa la tarde y comenzaba a oscurecer, el fresquito se movía tímidamente intentando aparecer; en pocos días se aprende en esa tierra a valorar esos escasos y preciosos movimientos de aire, que consiguen que haya un poco menos de temperatura, que consiguen que se respire mejor, y que presagian que vendrá algo menos de calor.

              Cruzó los Santos Mártires, disfrutando del pasaje de los jardines, pasó al lado de la imponente construcción del Alcázar de los Reyes cristianos, totalmente iluminado, que daba la impresión de que al estar cerca se retrocedía en el tiempo mil años, solo con verlo dibujarse entre las palmeras.

              Bajó por Santa Teresa Jornet, hasta encontrarse en la ribera del Guadalquivir. Desde allí, ahora de noche, se maravilló al disfrutar de una vista impresionante, la bella Mezquita Catedral, el plácido y enorme río, la torre de la Calahorra[2], el Arco del triunfo[3], el Puente Romano[4], todo iluminado como envuelto para regalo. Mágico, exuberante, todo en un poco de terreno, más de dos mil años de historia ofreciéndose como una bella princesa romana, mora, cristiana, con el olor de las flores embrujando, y él, dejándose embrujar, y los colores, los aromas, bella ciudad olvidada por el tiempo, un tesoro tierra adentro.

              Se apoyó en el barandal de la Ribera, y contempló el rio que bajaba tranquilo y caudaloso a pesar de la época, sintió como si Córdoba fuera una hermosa mujer a la que su marido, el sol, hubiera liberado por unos instantes, y ahora ofreciera toda su exuberancia, llenándolo todo de belleza, de calma, del alivio del látigo del esposo, como si mereciera pasar el castigo del astro rey para tomarla en la noche. Le hacía soñar, no tenía que luchar contra nada, solo dejarse llevar por la voluptuosidad de aquella magnifica tranquilidad.

               Si apenas días atrás le hubieran contando esta belleza, no lo hubiera creído. Había visto fotos, Google y todo eso, pero ¿pasear por la Ribera?, dónde casi nada molestaba, el embrujo, era un placer, ¿Dónde pone los olores Google?, ¿Dónde la sensación de descanso después del caluroso día? ¿Dónde el rumor de rio? ¿Dónde las lejanas voces, la risa de los niños? ¿Dónde el silencio? y volvió a la tierra.

              Llegó a Campo Madre de Dios, al edificio de la policía, también enorme, de color rojo, allí tenía una habitación de solteros. No cenó siquiera, se dejó caer en la cama, apenas si había algún mueble más, y se durmió como si hubiera perdido el conocimiento de cansado que estaba. Solo le interrumpía, hasta dolerle, la imagen de la bella de los ojos azules. Se enfadó consigo mismo, pero nada podía hacer.

              Se levantó temprano, estaba cansado, pero hizo un par de kilómetros más corriendo para poder despejarse, por supuesto a través del paseo de la Ribera; supuso que el agua le hacía sentirse menos extraño, añorar menos el mar, y correr le daba fuerzas para seguir el resto del día. Lloviera o tronara todos los días corría media hora o más, hasta que sentía que su cuerpo había roto el estado de laxitud propio de la mañana.

              Ducha y a trabajar, toda la noche había tenido ensoñaciones con Cara de Ángel, pero consciente de su tontería, los echaba en un imaginario saco del «serás idiota», a pesar de ello, deseaba poder volver a ver a «Cara de Ángel», lo desechaba una y otra vez, y volvía a salir por arte de magia. Como decía su padre, tenía el carácter de un buldócer, pero a pesar de ello, aquel pensamiento aparecía como si se riera de él, dibujando en su cabeza la sonrisa de ella, iluminando sus ojos como si lo hubieran poseído por un oculto hechizo. Lo descartó, primero el deber, eso sí lo tenía claro, nítido.

              Apenas llegó a la Comisaria, y pasó el detector, caminó hacia la recepción y preguntó al agente encargado donde estaba el Subinspector Montes.

– Lo llamo ahora mismo, -el agente se conectó al teléfono interior. Hizo su magia y le contestó.

– En la puerta de su despacho, -señaló en esa dirección.

– Gracias.

Caminó hasta su despacho.

              Subió de dos saltos las escaleras, y vio a Montes que esperaba apoyado en la pared que daba a su despacho.

– Buenos Días, -Pablo lo saludó en los escalones aún.

– Buenos días, -le respondió Montes echado en la pared de si despacho.

– Le cuento lo que me pasó ayer y no se lo cree, -le comentó Pablo.

– Usted puede hablarme de tú.

– Y tú a mí.

– Yes, Boss.

Spanglish en estado puro, el daño que hacen los intercambios Policiales con Estados Unidos.

– Estaba sentado en el bar de aquí al lado, el de los veladores metálicos.

– El Burbank, -le indicó, dando por entendido que no podía ser otro.

-Ese, -Pablo asintió con la cabeza.

– Se me acerca un señor mayor, y me comenta que quiere que vaya a su casa para hablar de Antonio Calero.

– ¿Cómo?… ¿Pero si lo habíamos detenido esa mañana, como se enteró?

 – ¿Y cómo conocía mi nombre…?, -le respondió Pablo con cara de sospecha.

– ¿Quién era?, -le preguntó extrañado Montes.

– Un tal Tomás Valdivia.

– ¿Tomás Valdivia?, -otra vez cara de sorpresa.

– Si, con traje negro y bastón.

– Vamos, ¿no sabes quién es…?, -preguntó Montes como si no supiera la tabla de multiplicar.

– No, -contestó Pablo abriendo los brazos.

– Es uno de los ancianos gitanos más respetados de la ciudad, pocas cosas se le escapan de lo que pasa aquí.

– ¿Mala gente?, -le preguntó a Montes.

– En absoluto, tiene sus historias, pero nada complicado, no tiene antecedentes y está muy bien considerado en esta casa y fuera de ella. Espera, que esto tiene que saberlo el Comisario Jefe.

              No le dio tiempo ni a contestar, cogió las escaleras y a pesar de sus cuarenta entrados y sobrepeso, las subió como un chaval de quince años. Antes de que se diera cuenta estaban en el despacho del Inspector Jefe.

– ¿Da usted su permiso?, -preguntó Montes después de haber sorteado a la secretaria y llamar reglamentariamente.

– Adelante, -se oyó claramente desde el interior.

– Señor, -comenzó a hablar Montes sin tiempo para pausa.

– ¿A que no sabe quién se le acercó ayer al Inspector Maldonado mientras estaba tomando un café?

– ¿Tengo que adivinar?, -no estaba para bromas el viejo.

– Era una forma de hablar, señor, el viejo Valdivia.

– ¿Tomás Valdivia?, -cara de sorpresa.

– En carne y hueso, -asintió Montes.

-Siéntense, -ordenó levantando la mano y señalando las sillas que estaban frente a su mesa.

– Pues bien, se le presenta y…

– Subinspector, deje que lo cuente el que lo ha vivido.

– Perdone, Jefe.

– Se me acercó, se sentó, y me comentó que quería invitarme a su casa para hablar de la detención de Antonio Calero.

Le hizo un rápido bosquejo.

– ¿Usted lo conocía de antes?

– Aquí no conozco a nadie aún, -le respondió Pablo.

– ¿Sabía su nombre y la detención de Antonio Calero?, -volvió a preguntar.

– Sí, señor.

– No me extraña del viejo Valdivia, pocas cosas hay que se le escapen, se podrían escribir libros con lo que él sabe y nosotros no, ¿Qué piensa hacer?, -preguntó Delgado.

– A sus órdenes, -Pablo sabía que haría lo que le mandaran.

– Bien, vaya… es interesante, ¿qué querrá el viejo Valdivia?, pero estese pendiente, no se deje engañar, es una persona de peso en su comunidad y muy inteligente. Bien, bien, -intentó adivinar juntando las manos como si fuera a rezar.

– Por supuesto, quiero un informe detallado de todo lo que pase en esa reunión, no es normal lo que le ha sucedido, y ¿en su casa? …

– Sí, señor, eso fue lo que me comentó.

– Bien, retírense a sus obligaciones, pero indique el hueco horario para que no vaya a faltar a esa reunión.

– A sus órdenes.

Ambos se levantaron, y al unísono se dirigieron a la puerta, nada más salir, Montes soltó.

– Boss, esto es importante, más de lo que usted imagina, puede ser un punto muy bueno tener de su lado a una persona como Valdivia.

Pablo pensó que Montes mezclaba el usted con el tú, típico de esta tierra, dependiendo de la situación, cambian de usted a tú.

– ¿Tanto peso tiene?, -preguntó Pablo.

– Sí, de lo que no se entera es porque no quiere. Si está de su lado, puede echarle una mano en información de lo que necesite, pero también le aviso, tenga cuidado, de tonto no tiene nada, pero nada.

– Me imagino.

– No, no se lo imagina, ese hombre ha pasado el calvario, y ahí lo tiene, si él afirma que no, es que no, y nadie se atreve a contradecirle.

– Le vi dos guardaespaldas.

– Él no quiere, me consta, pero su comunidad lo ha obligado, y menudos elementos, los hermanos Ugalde, cosa fina. Temen que le pueda pasar algo, porque cuando hay un problema, y los hay a montones, él es el que dice la última palabra y es justo. Incluso vienen de otras comunidades a pedir su consejo u opinión.

– No me jodas, que es ¿el rey gitano?

– Si tienen uno, sí.

              Ahora si estaba un poco inquieto con la cita.


[1] Averroes (latinización del nombre árabe أبو الوليد محمد بن أحمد بن محمد بن رشد ʾAbū l-Walīd Muḥammad ibn ʾAḥmad ibn Muḥammad ibn Rušd; Córdoba, Al-Ándalus, 14 de abril de 1126-Marrakech, diciembre de 1198) fue un filósofo y médico andalusí, maestro de filosofía y leyes islámicas, matemáticas, astronomía y medicina.

[2] La Torre de la Calahorra (en árabe: qala’at al-hurriya) es una fortaleza de origen islámico concebida como entrada y protección del Puente Romano de Córdoba (España). Fue declarada Conjunto Histórico-Artístico en 1931, junto con el puente romano y la puerta del puente. Forma parte del centro histórico de Córdoba que fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1994.

La torre, que se levanta en la orilla izquierda del río Guadalquivir, fue reformada por orden de Enrique II de Trastámara para defenderse de su hermano Pedro I de Castilla. A las dos torres existentes, se le añadió una tercera, uniéndose todas ellas por dos cilindros con la misma altura que aquellas.

Más tarde fue cedida al Instituto para el Diálogo de las Culturas (Fundación Roger Garaudy) quien ha instalado un museo audiovisual. El Museo Vivo de al-Ándalus presenta una panorámica cultural apogeo medieval de Córdoba, del siglo IX al siglo XIII, basado en la convivencia de las culturas cristiana, judía y musulmana.

[3] La puerta del Puente es una de las tres únicas puertas que se conservan de la ciudad de Córdoba (España), junto a la Puerta de Almodóvar y la Puerta de Sevilla. La actual puerta se sitúa en un enclave donde antaño también se localizaron puertas romanas, así como musulmanas (Bab al-Qantara, Bab al-Wadi, Bab al-Yazira o Bab al-Sura).2 En época romana unía la ciudad con el Puente Romano y la Vía Augusta.

4 El puente romano de Córdoba está situado sobre el río Guadalquivir a su paso por Córdoba, y une el barrio del Campo de la Verdad con el Barrio de la Catedral. También conocido como «el Puente Viejo» fue el único puente con que contó la ciudad durante 20 siglos, hasta la construcción del puente de San Rafael, a mediados del siglo XX. El 9 de enero de 2008 se inauguró la mayor y discutida remodelación que el puente Romano ha tenido en su historia.

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