10. Pablo y Rosa. La Profecía

Capítulo III

El Viejo Valdivia

Pablo miraba a través del cristal de una de las salas de interrogatorio de la primera Planta.

             Allí veía a Montes hacer su trabajo, también lo oía. Pensó que quizás pudiera haberlo realizado el mismo, pero Montes tenía más tiros pegados, él y Santos solían hacerlo juntos, mejor así.

– ¿Antonio Calero?

– Sí Señor, -cabeza agachada.

– Domicilio Calle Engracias 23 de Córdoba Capital.

– Sí, señor.

– ¿DNI 90.—.— S?

– Sí, Señor.

– 23 de julio de 20__, 16 horas y 8 minutos procedemos a tomar declaración a D. Antonio Calero por infringir la ley de Patentes y Marcas habiendo hallado en su posesión prendas falsificadas ofreciéndolas para venta al público como verdaderas, en fraude de ley.

– ¿Antonio?, -gritó Montes golpeando la mesa.

– Dígame, señor, -Calero levantó la cabeza.

– ¿Es cierto que estaba usted en posesión de una cantidad aún por determinar en su totalidad de prendas falsificadas?, -le señaló el micro para que hablara en su dirección.

– No pienso responder nada hasta que venga mi abogado, -íntenta enfrentarse a Montes, mantiene su mirada.

– De acuerdo, ya mismo estará aquí, -Montes abre los brazos.

– Pausamos la grabación en espera del letrado de Antonio Calero.

Montes le habló al micrófono con cara de hastío.

– Antonio, -le acerca la cara y le comenta en voz baja.

-Que te hemos cogido con una furgoneta llena.

-Yo no digo nada, -el chico vuelve a agachar la cabeza.

– Me parece perfecto, -Montes echa la silla hacia atrás.

-Nos estamos haciendo amigos con tu actitud.

Antonio agachó la cabeza, y miró hacia abajo como si de pronto se hubiera dado cuenta de que llevaba zapatos.

             Realmente estaban esperando a que llegara el abogado de Calero, Pablo miró a Santos, que aún no había abierto la boca, en ese momento miraba al frente, absorto en sus pensamientos.

             Pablo abrió con descuido el expediente del arresto, y se puso casi a leerlo, pero estaba escrito por él mismo y se lo sabía de memoria, en algo había que pasar el tiempo.

             No podía sacarse de la cabeza por qué en su primer arresto había hecho la estupidez de avisar a las chicas del otro puesto, pero realmente sabía el porqué, el rostro de la rubia no se le iba de la cabeza y los ojos azules parecían continuar clavándosele en su mente como si fueran clavos, y a pesar de que intentaba dar otras razones, o explicárselo a si mismo de otra forma, le habían impresionado profundamente y allí estaban a cada momento como si tuvieran vida propia.

             Se sobresaltó al oír abrirse la puerta, de tan abstraído como estaba.

             Apareció un hombre calvo, de los que se echan el pelo de un lado a otro, intentando tapar la falta que les había producido su naturaleza. De unos cincuenta, pasado de formas y feo, con unas gafas de pasta más feas aún, en un traje ya un poco raído y sudando como un cerdo, pues aún el fresco del aire acondicionado de la Comisaría no le había llegado.

– Luis López Céspedes, abogado de Antonio Calero, -le ofreció la mano a Santos, este se levantó y estrechó la suya.

– Rafael Santos, Subinspector de Policía, y Rafael Montes, Subinspector de Policía.

– A Rafael ya lo conozco, -levantó la mano.

– Hola Rafa, -se la estrechó también.

– Hola Luis, -Montes le miró con cara de resignación.

– Rafael Santos, como Abogado de Antonio Calero, -levantó la mano como si estuviera en un Senado Romano.

-Le hago saber que mi defendido se declara inocente de todos los cargos.

– ¿Ha leído el atestado?

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