Poco a poco se iba haciendo a la estructura, la entrada al sótano, donde estaban las cocheras de las unidades, sobre todo las de camuflaje, las escalinatas blancas protegidas las veinticuatro horas por dos policías. Cinco plantas de Oficinas. Mandos en la quinta, Administración en la cuarta, Estupefacientes en la tercera, la que partía el bacalao, y Delitos Violentos en la segunda con delitos comunes, y la suya, la primera, donde le habían asignado a Marcas, Patentes y Delitos contra la Propiedad Intelectual.
Los Telecos, se hallaban en las oficinas al lado de las de Patentes y marcas, y les decían los niños del Hospicio, porque casi nunca salían. Ellos, sí.
En la planta de entrada, el arco de detección, recepción, y los despachos generales de Administración, abajo, dos plantas de sótanos. Dos ascensores comunicaban todas las plantas. Todo limpio a pesar de que se notaba que se había construido hacía ya un tiempo, todo estándar, algunos cuadros adornaban las paredes de los pasillos, despachos y más despachos con puertas con la parte de superior de cristal, el resto de madera, y cientos de nombres serigrafiados sobre los cristales una y mil veces.
Cuando se incorporó, llevaba remodelada apenas dos años, y lucía bien en general, incluso los calabozos no tenían el aspecto que solían tener, que normalmente era bastante peor, y lo sabía de primera mano.
Su despacho se encontraba en la primera planta, unos catorce o quince metros de superficie, color blanco, con la decoración estándar, mesa de despacho, dos sillas, archivadores, un ordenador, y por supuesto la foto del Rey Felipe VI, pensó que era la primera vez que disfrutaba de un despacho sólo para él, se sintió estúpidamente importante, al momento se rio de sí mismo.
Como motivo central, una ventana de buen tamaño, alta y cubierta con una cortina de las de láminas, que daba a la estrecha calle de la trasera del edificio. Apenas se veía un Estanco, y justo en la otra punta, se vislumbraba algo de verde de los jardines del Conde de Vallellano.
Aun se notaban los cercos de los cuadros que el anterior inspector había colocado, por lo visto estuvo muchos años allí, y se notaba su olor, o un olor que no era el suyo, y lo mejor no es que se hubiera muerto, es que se había jubilado, aburrido, pero señal de tranquilidad, lo que no sabía si le gustaba o no.
A la derecha saliendo de su despacho se encontraba la mesa del que se suponía que sería su ayudante, pero que aún no se lo habían asignado. Más allá se extendían las de los Subinspectores y más lejos, las de los agentes.
Todo era nuevo, hasta su unidad, antes estaba en otro edificio en Córdoba, ahora lo inauguraba él como una sección fija e independiente, la nueva Cenicienta de la Comisaría, “se coge lo que te dan, y es lo que hay”, pensó.
Justo al lado tenía al Inspector Raya de Falsificaciones, de unos cuarenta años, perro viejo, delgado, y siempre inmaculado, educado como un Marqués y solícito a cualquier petición.
Las mesas de Santos y Montes se hallaban justo enfrente de la puerta de su despacho, colocadas de tal forma que se veían el uno al otro. Se llevaban bien, pero imaginó, por su comportamiento, que no eran amigos.
En cuanto a los mandos generales, apenas si los conocía, cuando se incorporó días atrás, se los presentaron formalmente. La planta quinta, era el sancta sanctórum de la Jerarquía de la Comisaría, allí solo se subía en caso de ser llamado, o cuando realmente era necesario comunicar algo importante, todo esto después de pasar por el filtro de las Secretarias, auténticos tigres que guardaban los despachos de Jefatura como si de ello dependieran sus vidas.
Jerárquicamente hubiera tenido que depender de un Inspector Jefe, que a la vez hubiera dependido de un Comisario, pero en su caso, al hacerse cargo de un Departamento nuevo, dependía directamente del Comisario Jefe, el Comisario Jefe Delgado, que a su vez sólo dependía del Inspector General, máximo órgano jerárquico de la Policía en Córdoba. Como comentaba en plan de broma Montes «Un problema envuelto para regalo», pues por un lado le venía bien no supeditarse a tanta gente, aunque a la vez, lo dejaba demasiado visible en caso de que existiera algún problema.
El Comisario Jefe Delgado le cayó bien, un tipo delgado como su apellido, alto, con una barba canosa muy recortada, muy educado y afable, siempre impecable, vistiera traje de calle o uniforme, tenía unos ojos grises que a sus más de cincuenta años te taladraban. De pocas palabras, apenas si le había dado la bienvenida por la incorporación a la Comisaría, le hizo sobre todo advertencias, y le dejó en manos de Montes «un buen elemento», en sus propias palabras.
Y allí estaba en su primer destino, Patentes y Marcas, nada de glamour por supuesto, de arrestos espectaculares nada, sólo pateo de calle, y mucho ordenador, preguntas a los de Comunicaciones, y papel para pelar de árboles el Amazonas.
No le importaba en absoluto, lo único que quería era empezar. Después de tantos años en la Academia, de prácticas en distintos lugares, deseaba poder hacer algo para lo que se sabía preparado, ya llegarían encomiendas mejores, si así lo merecía.
Nada personal sobre la mesa, ni papeles siquiera, ya se llenaría algún día, supuso, no tenía nada que colocar, pero se veía vacío, más que vacío, sin alma, quizás compraría una maceta, porque no era hombre cariñoso, y ni fotos familiares tenía para colocar, cosas de ser un búho.
Y lo primero que le viene, es algo que normalmente realizan los locales. Las redadas en los mercadillos eran cosas suyas, cuando se pasaban con las falsificaciones hacían una y se calmaba todo durante un tiempo, después a la carga de nuevo, pero esto era diferente.
El Propietario de una marca había denunciado en concreto la venta en la ciudad de falsificaciones de sus prendas, por supuesto, el dueño era extranjero, lógicamente lo habían realizado sus abogados. Se procedió a realizar una vigilancia, de hecho, ya llevaban casi tres meses, y en el informe aparecían tres puestos de interés en el mercadillo, y el que habían intervenido era el que parecía tener más afluencia de clientes, los otros dos eran más pequeños, y por supuesto uno de ellos era el de las chicas que avisó, y durante un momento trató de saber que le había sucedido en la cabeza, como se le había ido, tanto como para avisarlas, ¡en su primer servicio!, sacudió la cabeza, pensó que estaba imbécil, y pidió que no le volviera a suceder, el deber es el deber.