7. Pablo y Rosa. La Profecía

Las calles antiguas, olvidadas en las nuevas, pero con la necesaria la lógica del calor terrible del tórrido verano, que nunca llegue el sol al suelo, así por la noche, cuando más se necesita, corre un poco de fresquito, del bendito fresquito, y alegra la vida.

Cuando su abuelo la compró, hace “mil y quinientos” años, había sido casa de vecinos, llena de recovecos, pasillos y cocinas, destartalada y casi caída, y como gente que trabaja pero que solo para comer recoge; posteriormente, a fuerza de trabajo propio, en treinta, cuarenta años, que no lo sabía, paredilla a paredilla, se reformó cien y una veces, y a pesar de todo conservaba ese aire que tuvo.

Ahora, de la familia quedaba en el enorme caserón, el bendito abuelo Tomás, tío Ricardo, la tía, la prima, y por supuesto ella, que, aunque era chiquitilla, también contaba.

Al ser tan grande aquella casa, y disponer de sitio, en la planta baja se separó una parte, que hacía las veces de almacén, conectado a la pequeña cochera, en la que apretado y abollándose con dificultades entraba un pequeño coche.  De esa habitación cargaban las cajas para la faena de todos los días.

Se comunicaba el almacén con una habitación más grande, que, a falta de más medios, se dejó blanca de cal, para aparecer más amplia. Cuatro mesas, y todo lleno de estanterías, y allí, en los espejos, colocados en la pared, se miraban los clientes, y en los probadores se cambiaban, aquellos, que sin querer el lio del mercadillo, o porque querían “otro” tipo de prendas, por las tardes allí llegaban.

Ambas chicas, como si estuvieran poseídas, no pararon, tomaron las escaleras como si las persiguiera el diablo, saltando de dos en dos los escalones, subían a la segunda planta, abrieron la habitación y saltaron como locas sobre la cama, después, más tranquilas, miraron al techo como si fuera lo más interesante del mundo, mientras recuperaban el aliento.

La casa grande, la madre de Ange las llamaba continuamente tontas, y lo decía porque las primas dormían juntas, a pesar de que casi no se podían mover en las estrechas dimensiones de las camas, y más cuando cinco años antes, hicieron en la habitación un cuarto de baño, se enrocaron en que querían seguir juntas cuando en la casa había habitaciones de sobra, pero siempre habían estado así, sin distanciarse, y ambas decían, que no las separarían ni con agua caliente.

Los muebles pegados a la pared, cargados como si fueran burros, peluches, baratijas de cualquier tiempo, de cualquier edad, todas importantes, todas necesarias, su tía siempre rezongaba clamando que parecía el portal de un zapatero, de tan cargado como estaba, a ellas les encantaba, parecía que dominaban cualquier tiempo de su vida.

¿Y de qué color sería?, ¡Vaya pregunta!, se rieron ambas cuando se la hicieron, eran señoritas, rosa fuerte, que no falte, contestaron. Su pequeño equipo de música, de los de barato, y lo mejor, la ventana, con un poyete en el que podían hablar ambas sentadas a la vez, Y Rosa le decía a Ange, que, si seguía echando culo, sería difícil que pudieran continuar haciéndolo.

Las noches de Córdoba, cuando la luna parecía que era suya, que le pertenecía, fuera de los ruidos de la calle, solo alguna voz que se perdía en las callejas, lo demás, silencio y belleza, salvo que tuvieras al lado a dos cotillas como ellas que no se callaban ni debajo de agua.

– Que pasada tía, -susurró Ange poniendo los ojos como platos.

– De las de película, follón y tío bueno que viene a salvarnos.

Rosita la miró como interrogándola apoyándose en el codo.

– ¿Te fijaste si tenía anillo en el dedo?

– Tú eres gilipollas, -respondió Ange dándose la vuelta en la cama, después se giró y miró a la ventana.

-Desde luego tienes cosas de bombero, yo me he acojonado, -abrió los brazos empujándola.

– ¿Y tú me preguntas si me he fijado en el anillo del poli?, si casi me meo encima.

– Pero mira que es guapo el poli, -Rosa miraba al techo y se lo imaginaba.

– “Pa” ti la burra, -Ange juntó las manos pidiendo clemencia.

– Es que me he “enamorao”, -respondió con cara de ilusión Rosita.

– Ya, de un abuelo, que puesto de rodillas es el doble de alto que tú.

Ange se volvió, le puso la cara al lado y le preguntó.

– ¿Cuánto mides, Rosita?, sin tacones.

– Un metro sesenta, -mintió completamente.

– Pues el pavo ese, si no llega a los dos metros es que le falta gomina en el pelo.

Ange levantó el brazo y dobló la mano indicando una altura exagerada.

– ¿Te has fijado de qué color tenía los ojos?, -volvió a preguntarle Rosa.

– Pues mira.

Asintió con la cabeza.

-Me he “quedao” con el color.

– Sí… dime…, -preguntó Rosa, mirándola con expectación.

– Gilipollas, verdes, -Ange le soltó una colleja.

– ¿Verdes?, -preguntó de nuevo Rosita, a pesar de que le había dolido.

– Sí gilipollas, las gafas de sol que llevaba, -Ange se descojonó.

-Mira que eres tonta.

– Ja ja, me parto y me troncho, -Rosa puso cara de asco.

-Vete a la mierda.

– Vete tú, -le contestó la Primi con la misma cara que ella tenía.

– imbécil.

– Yo también te quiero, -Rosa le puso los labios apretados, lanzándole un beso.

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