6. Pablo y Rosa. La Profecía

Todo se estaba convirtiendo en un circo, el personal se aproximaba desde todos los lugares para ver qué sucedía, y todos los de los puestos adyacentes los miraban con ojos de confusión y sorpresa. Estaba claro que ya era imposible evitar que la noticia no circulara por todos los puestos.

– Montes, -llamó al ver el tumulto de gente-, contacta con la Central y que nos manden un par de agentes.

– Que manden más, Inspector, -abrió los brazos indicando que era mucho lo aprehendido.

-Aquí hay material en cantidad, -comentó Santos en voz alta.

– Bien, Antonio, -Pablo le acercó la cara al sospechoso-, ¿qué me tienes que contar de todo esto?, es ropa falsificada.

– No, señor Policía, -el chico agachó la cabeza evitando su mirada-, son restos de serie que compramos cuando se acaba la temporada, -continuó hablando.

– Eso se lo vas a tener que explicar a los de la científica, que en cinco minutos van a saber de qué va todo esto, -Pablo levantó la cabeza y se dirigió a Santos.

– Santos, ponle la pareja.

La cara del muchacho cambiaba por momentos, aunque demasiado joven, se recompuso, a pesar de que parecía no estar acostumbrado a este tipo de situaciones. No le pasaría gran cosa, pero en ese momento supuso que se imaginaría lo peor del mundo. Multa o una pequeña pena, no pisaría la cárcel, y a seguir haciéndolo, seguro. Montes lo llevó a una esquina alejado de ellos, el muchacho agachó la cabeza como si el peso del mundo le hubiera caído encima.

– Bueno, vamos a ver qué es lo hay aquí, -dejó al muchacho con Santos.

             Se acercó a la furgoneta, que estaba llena hasta el techo de cajas, cogió una y la abrió de un tirón.

–  Vaya, -sacó una a una las prendas de la caja.

-Aquí hay ropa para vestir a un regimiento de pijos, -se volvió a ellos con cara de satisfacción.

             Calculó que en aquella caja que tenía abierta, habría perfectamente unas cincuenta camisas, que, multiplicado por el número de cajas, haría la bonita cantidad de mil quinientas o dos mil camisas, no estaba mal.

             “El día no está perdido”, pensó Pablo.

             Como cualquiera podía imaginar, en los puestos de alrededor no quedaba casi nadie, los de ropa desparecían casi como por arte de magia, sólo eran los paseantes los que quedaban allí, el resto, los de los otros puestos, estaban recogidos o recogiendo, ya nada más se podía hacer, seguro que la actuación de la policía se sabía en todo el Mercadillo, por muy grande que este fuese.

             Lo demás, normal, llegaron los agentes, apartaron a la gente, que por otro lado se había cansado de ver que no sucedía nada. Llegó la Judicial y se llevó las cajas, más tarde, vino una grúa y se llevó la furgoneta y las demás prendas y accesorios que se hallaban a su alrededor.

Ricardo arrancó la furgoneta sin acelerar mientras estuvo en el mercadillo, al salir a la Avenida subió la velocidad hasta meterse en las estrechas calles del centro antiguo para llegar a casa.

– ¿Han cogido al Antoñín?, -preguntó Ricardo, tenía cara de preocupación.

– Si Tito, -asintió Rosa con la cabeza.

– Pues iba bien cargado, -un schhh se le salió de la boca-, era el primero que tenía la ropa de todos nosotros.

Puso cara de inquietud.

-Verás cuando el Antonio padre se entere, continuó hablando como para sí mismo.

Ricardo siguió por el dédalo de calles como Fittipaldi, era un buen conductor, estaba nervioso y se conocía aquello de miles de veces.

             Entró en la pequeña calleja donde estaba la casa, se bajó rápido y les ordenó a las chicas.

– “Ustes pa arriba”

Levantó el brazo, y con el dedo les señaló la puerta de casa.

– Si Tito, -contestó Rosa, sabía que tenía que obedecer, y salieron las dos pitando al portal de la casa de Ricardo.

             Porque Rosa, vivía con su tío Ricardo en aquella casa antigua y enorme, perdida entre las bonitas callejas de la anciana ciudad, entre el suelo empedrado, entre paredes encaladas de blanco, donde saltaban los pocos coches que podían entrar, y donde nada se podía decir ni vivir en intimidad.

             La casa tenía más de cuatrocientos metros de solar, pero, como en toda casa vieja del casco antiguo, apenas si tenía quince o veinte metros de fachada, que daba a la calleja empedrada y estrecha en la que apenas pasaba la furgoneta.

             Al exterior una pared encalada, una puerta cerrada, y detrás una celosía, como todas las del barrio, cerradas al exterior, sin indicar nada de lo que dentro se guardaba.

En el interior, todo se ampliaba; como si se tratara de magia, se abría y mostraba un gran patio, también encalado, pero solo desde los azulejos hacia arriba, y colgando de las paredes una pléyade de macetas, difíciles de cuidar, pero agradecidas cuando el buen tiempo llegaba. Cuando florecían, llenaban el ambiente de mil aromas, de mil colores, y todo, hasta el cielo, parecía decorado para que luciera más bello.

El cielo, el más azul del mundo, de justicia, de calor, pero a la vez embriagador y necesario para el sur, lo que no entendería alguien de más al norte, donde siempre se nubla, allí, en el sur, un día nublado y cambia el carácter, nunca entenderían como se puede tener alegría cuando el sol está oculto siempre.

Limoneros, en cada casa, de la tierra, de maceta, luneros, coloridos, siempre naciendo de ellos, y cuando sus flores salen, hasta empalaga el olor, porque incluso en el más crudo invierno, en ese lugar, los limoneros luneros, florecen.

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