(Completo, en Publicación)
Todo lo publicado día a día. Un libro simple, el primero escrito después de tantos años, pero que engancha, espero que os guste.
PABLO Y ROSA. LA PROFECÍA. Pedro Casiano González Cuevas

Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada. Edmund Burke
Capítulo I. El Mercadillo
Como si fuera un polluelo fuera del nido, así se sentía; recién salido de la Academia de la Policía en Ávila, y, por si fuera poco, a un mercadillo de los que no iba ni su abuela, mira el reloj, son las once, y hace calor como si estuvieran en la antesala del infierno, cuando sean las dos de la mañana, ¿Qué van a dejar, brasas ardiendo?
Como era de esperar, los primeros casos que le dan son de pequeña importancia, no esperaba más, está verde, verde como una lechuga, pero satisfecho con lo conseguido, destino en una ciudad, no la más importante, pero sí de más de cuatrocientos mil habitantes, todo un logro, y le da gracias a los cielos de que haya podido estudiar derecho, y de que sirva para algo, aunque sea para algo tan farragoso, con tantas lagunas, y tan difuso, “Delitos contra la Propiedad Intelectual”, porque para eso está ahí, Marcas, Patentes, y está seguro que la única forma en la que va a sacar la pistola es para limpiarla.
Mira a derecha e izquierda, casi todo es falso, o por lo menos lo parece, pero la única forma de detener a alguien es a instancia de parte, lo que significa que solo el propietario de la marca puede denunciarlo, entonces, si pueden actuar, todos los demás, pueden pasearse con las prendas en las manos y silbando, nadie hará nada, y se le llena la barriga de gatos, realizar muchas veces el trabajo que podrían hacer solo con una redada…, pero si son las cosas.
Por supuesto, sabe que por muy bien que lo hagan, si hoy quitan uno, o dos, o trescientos, los sitios como en el que se encuentra, al poco tiempo volverán a ser ocupados de nuevo por tenderetes, en los que tarde o temprano la mercancía será la misma o similar, y solo pueden detener a uno, es lo que hay, donde manda patrón no manda marinero.
Suspira, o respira fuerte, cualesquiera de las dos valen, ambas son para manifestar la frustración y el calor; a su alrededor, más de quinientos puestos que se colocan en docenas de hileras, en una maraña que solo se puede entender… piensa, que solo lo pueden saber ellos, los que los colocan, y además, lleno de gente, que parece que regalan las cosas, ¡con el calor que hace!, si él tuviera que comprar, no iría allí ni loco.
Se coloca en la sombra, al sol imposible, parece un infiernillo, la temperatura es constante en que sube o eso parece, en un cuerpo que no está acostumbrado, mira y remira, ofrecen de todo; en la que ve primera, desde zapatillas deportivas a ganchillos del pelo, pasando por todo lo que quedaría entremedias.
La vista interminable, otra calle, encurtidos, siguiente, ropa de todos los colores y formas, pepinillos en vinagre, y aceitunas, al lado, en la siguiente, bolsos, lencería de andar por casa, y otra fila más y otra, para volverse loco, y gente, tanta gente que parece una marea, cientos de posibles clientes por todos lados; hay los que solo miran, pero la mayoría llevan las bolsas blancas de mala calidad del mercadillo, y por supuesto a paso de tortuga, sin poder pararse, porque en su lentitud, incluso así, se los llevaría la marabunta humana.
Estudia todo, allí al fondo, la enorme portada de la Feria de Mayo, que reposa bajo al sol, y supone que esta momificada, hasta la próxima feria, en ese lugar nadie aguanta el sol sin dejar el pellejo en el camino.
Albero, desde una punta a otra, como si fuera obligatorio, árboles pequeños, que algún día, si los riegan en abundancia, quizás den sombra…algún día.
Fuentes, muchas, por suerte, todas con colas, que el calor, por muy acostumbrado que se esté a él, al final se lleva toda la humedad que tengas.
Y la mente divaga hacia su tierra, sonríe al pensar que, en aquella, no necesitaría ponerse al abrigo de una sombra, y en esta agostera, te sobra hasta el pelo.
Con tristeza, piensa, ¡quiero volver a mi puñetera tierra!, y el mismo se contesta, “no te quedan años, chaval”
Con disimulo baja la cabeza, está sudando como un cerdo, se duchó, desodorante, mil cosas, pero…, algo que no se puede remediar…huele, no demasiado, pero si, huele, ¿y la cabeza?, como un maldito bombo.
La botella martirizada, casi muerta, bebe un largo trago del agua, caliente como si fueran meados, y se acaba, la mira, se ha bebido en media mañana lo que en su tierra le duraría dos días.
Ve a sus compañeros, lo están pasando peor, uno de ellos, Montes, puede pesar ciento treinta kilos recién levantado. Allí lo ve, otra ronda más comienza.
Montes se mueve bien a pesar de sus kilos, es alto, con barriga, ya luce canas, de unos cuarenta años, y la chaqueta le sienta como un tiro.
Intenta parecer algo más atlético de lo que es, se machaca en el gimnasio, pero no consigue nada, resopla aquí, resopla cuando anda, resopla cuando está en el gimnasio, no es hombre de persecuciones.
Santos es distinto, delgado como un lebrel, con cara de hurón, moreno y repeinado, casi no habla, prefiere a Montes.
Lo cierto es que no conoce a ninguno de los dos, apenas un par de días; Santos es más reservado, tiene pinta de chulo de playa, el pelo un poco largo con caracolillos, y una cara que parece saber más que el diablo. Ambos tienen más tiros pegados que la bandera del tercio.
No sabe si han mandado a alguien para que los controle, no sería la primera vez, hay que hacer como que esto es importante, fabricar, inventar si es necesario un maravilloso informe, y mañana más.
Y entre tanto, los gritos, «que me lo quitan de las manos», «lo mejor que puedas encontrar». Esta ciudad parece el fin del mundo, ahora se da cuenta de cómo echa de menos el frio.
Pablo y Rosa. La Profecía. 2
Aquí hablan en otro tono, todo se hace a gritos, todo el mundo se conoce, se paran en el gentío y la marea humana se detiene, remolonea un momento y sigue.
Apenas si lleva aquí una semana, y no ha pasado más calor en su vida, pero es lo que hay, primer destino, y a hacerlo bien, no queda otro remedio.
Le ha echado el ojo a uno de los puestecillos, mira y remira, como si estuviera decidiendo comprar, y certifica que lo que hay allí son polos del cocodrilo a cinco euros, no hace falta tener dos carreras para saber que no son originales, y de outlet[1], por mucho que hayan apretado en la compra de los desclasificados, tampoco.
Lleva dando vueltas toda la mañana; por aburrimiento, por lo que sea, se fija en la colocación de los puestecillos, parecen puestos al azar, pero si te fijas un poco, piensa, son producto de la sabiduría que da el estar años y años haciendo lo mismo, mira uno de los medianos, ni grande ni pequeño, ropa colgada de perchas altas, casi sobre el armazón que conforma la estructura del puesto, abajo, cuatro puertas sobre trípodes, y sobre ellas, de forma militar, en grupos, las prendas, como si fueran a una inspección de fin de semana, todo colocado exquisitamente, tanto para comodidad del que vende, como para contacto visual con el cliente.
Sin darse cuenta, o dándosela, sin prestar atención, pero prestándola, continúa controlando el puestecillo, no está solo, lo atienden dos chicas muy jóvenes, que pregonan a voz en grito las bondades de los artículos. Sonríe al pensar en el arte que tienen, casi no levantan un palmo del suelo, y salen a vender, qué desparpajo. Ellas dos solas, atienden a cinco, a ocho clientes, y los llevan al trote, y le venden el artículo a cada uno.
No puede quitar la vista del pequeño puesto, son dos bellezas. Una rubia, la otra morena. Se ha colocado en una esquina, justificando que tiene mejor perspectiva, que controla mejor, lo que sea, pero el puesto se convierte en el centro de cualquiera de los movimientos, de las miradas, aunque sea de reojo.
Las mira de nuevo, una y otra vez, sin querer, queriendo, parecen dos polos opuestos, una asemeja a una belleza Griega, y la otra a una Diosa Nórdica, ambas vestidas con ropa cómoda y deportiva, lo mejor para no acabar con los pies reventados, lo sabe por experiencia.
Mira a la morena, tiene unos ojos verdes y soñadores que no le caben en la cara, están pintados con un rabillo exagerado, quizás no da cuenta de que no es necesario resaltarlos para que destaquen; una faz muy bella, con unos carnosos labios, y una barbilla partida y bonita; sonríe continuamente y se le ilumina la cara.
Pero la rubia es un ideal, facciones perfectas, boca como dibujada, ni carnosa ni seca, unos hoyuelos se le forman cuando ríe, y lo hace a menudo. Un cuerpo delgado, un pecho pequeño y firme, una figura hermosa con un talle de avispa, la piel clara, pero dorada por el sol del sur.
Una serie de bondades que crean un conjunto hermoso, imposible de describir, y lo que más impresiona, lo que salta a la vista, son esos ojos azules, unos ojos que ningún pintor del Renacimiento podría haberlos traído al mundo, un color fuerte, dibujado, nítido, pupilas definidas, remarcadas en ese indescriptible color de piel, ojos profundos y bellos como el mar. No quiere mirarlos, y no puedo apartar la vista de ellos. Pequeñita y hermosa, como el mejor perfume del mundo.
Zapatillas de deporte, y un chándal, ¿habrá cosa más difícil de llevar con clase que eso?, pues delante de él tiene la respuesta, parecen las princesas de un anuncio de ropa deportiva cara, como si se los hubieran confeccionado a su cuerpo, pespunte a pespunte, como si hubieran tenido todo el tiempo del mundo.
No se siente bien con la idea de que quizás tenga que detenerlas, ¿tan jóvenes?, algo primitivo, que va más allá de su entendimiento le pide que no lo haga, es como cuando vas a hacer algo que es correcto, pero que no quieres, que es superior a ti, y tener ese sentimiento en sí mismo, que es inflexible, es algo extraño, inconcebible, no lo comprende, no lo había sentido nunca antes.
Si tuviera que hacerlo, espera que esta detención no pase de una pequeña sanción, en otro caso van a conocer el Tribunal de Menores, y eso les puede joder la vida, pero es lo que hay, nunca debe de sentir afinidad con los infractores de la ley.
A pesar de todo, realmente, le dan pena, mucha pena, demasiada pena, como si metiera en una jaula a dos bellas aves del paraíso, jóvenes, casi niñas… y Pablo piensa que se le va la pinza, se tiene que parar. ¡Puto sur! El calor, seguro.
No han visto acercarse a nadie en toda la mañana, apenas si alguna caja de ropa, y con tan poco, no se atreve a hacer una detención, sería el hazmerreír de la Comisaría. Mira a ver si hay alguna furgoneta o indicio de más cajas, pero no, lo que puede pillar está en los tableros que hacen de mostradores de los puestos.
[1] Un outlet es un espacio comercial especializado en la venta de productos de temporadas pasadas o de excedentes de producción a precios inferiores al habitual.
Pablo y Rosa. La Profecía. 3
Se sobresalta, Montes lo ha cogido del brazo, no ha notado como se acercaba, “esto no es propio de un buen policía”, pensó.
-Inspector, hay material en la otra esquina, olvide usted el puesto este, que podemos hacer una buena detención en el otro lado.
– Vamos, -Pablo salió de la abstracción, volvía a ser el Policía entrenado.
– Dime, ¿hay mucho?, -Pablo continuó hablando mientras estudiaba a Montes, interrogándolo con la mirada.
-Un buen lote, -Montes sonrió con satisfacción.
– Bien, – asintió con la cabeza.
Se acercaron como si fueran a comprar algo, apartando gente que lo manoseaba todo, que los miraban con caras asesinas, pero eso era así allí, orden ninguno, “incivilizados” pensó, y como si fuera uno más de la turba gritó alto, tan alto, como para que pudieran escucharlo en el bullicio del mercadillo.
– ¿Cuánto por el Gant?, -preguntó al muchacho del puestecillo, haciéndose el interesado.
– Once euros, y es lo mejor que hay aquí, ropa «güena«, «güena», -le contestó un gitano menudo, bien vestido, moreno y de nariz ganchuda, poniendo la mejor de sus sonrisas.
– Gracias, -le respondió Pablo, y pasó de largo como si no le interesara.
Se vuelve a Montes y ordena.
– Llama a Santos, vamos a proceder.
– ¿Nos esperamos un momento?, -le respondió Montes con cara de asombro.
– ¿Para qué?, has visto la furgoneta, hay un montón de cajas, ¿no?, -la cara de Pablo no dejaba ninguna duda.
– Sí, Inspector, -Montes abrió los brazos, como preguntando.
– Pero, podemos esperar a ver si traen más.
– La avaricia rompe el saco, llama a Santos y vamos al lío, -le contestó.
La conversación se terminaba, que para algo era el que mandaba… por primera vez.
Montes se alejó en dirección a Santos.
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Capítulo II
Ojos Azules
La chica llevaba un tiempo observando al payo, grande como un caballo, un metro noventa le calculó a ojo, unas espaldas de camionero, y se le caía la cara de guapo, como un Di Caprio “jarto” de esteroides; a pesar de eso, a la vez transmitía ternura; la miraba continuamente, bueno a ella o a su prima, y no creía que fuera por la guapura. Eso la mosqueó, daba muchas vueltas, si hubiera sido él solo, bien, pero otros dos tipos también lo hacían y no compraban nada.
Tenía fama de observadora, de que no se le escapaba nada, y tenía que serlo para comer todos los días, sobre todo para personas como ellos. El grandote tampoco le quitaba el ojo de encima, estaba encantada; a pesar de todo, sentía en su interior que algo no iba como tenía que ir.
Tomó el móvil, llamó.
– ¿Tío Ricardo?
-Dime, Rosita.
-No traigas la furgoneta con el material hasta que te llame de nuevo, algo me huele a fritanga.
-De acuerdo.
Su tío, le hacía caso normalmente, Rosa no hablaba por hablar, quizás se equivocara, pero mejor prevenir que curar.
Siguió observándolo con el rabillo del ojo, mientras pregonaba las excelencias de su ropa, que apenas si quedaba, su Tío no se iba a acercar al puesto mientras no lo llamara de nuevo. Gracias a Dios.
Suspiró, un hombre así le gustaría a ella, pero si era policía, inalcanzable, y si no lo era, peor, además, le sacaría por lo menos siete u ocho años. No le importaba, entre los suyos era normal la diferencia de edad, de hecho, su prima y ella iban tarde en casarse, sin embargo, sabía que los payos tienen otras costumbres, posiblemente tendría novia o estaría casado. “Que desperdicio de hombre”, pensó.
Sonrió pensando “pájaros que me rondan por la cabeza, nada más, estoy tonta, seguro que ya mismo me viene “el tío de América”[1], así estoy, loca “perdía”.
A pesar de todo, seguía observándolo entre los travesaños del armazón del puesto, y sin saber por qué, no podía apartar los ojos de él. El tipo no la perdía de vista, escondido tras las gafas de sol. A pesar de que se movía mucho, siempre estaba a su vista, ella bajaba la cabeza y cuando la levantaba o se volvía, allí estaba mirándola.
Su prima seguía pregonando a voces «que me lo quitan de las manos”, “de calidad y el más barato del Mercado”, ignorante de la situación y por supuesto de sus pensamientos.
Apenas si la oía, pero de pronto le gritó, ¡Rosa!, de un bocinazo que casi la deja sorda.
– ¿Qué coño quieres?, -le contestó con cara de mala leche.
– El tuyo, “chocho”, -la miró con cara de «espabilá».
-Tráeme los niquis del cocodrilo.
Así era Angelita, la boca de un camionero y el corazón de un ángel. Aunque ella tampoco era muda.
Se fue a darle lo que pedía, cogió una caja con Chemise la Coste, rojos de la talla 60; al volver se encontró a bocajarro con el guapo de dos metros. Pensó que, si se le ponía delante, tan grande como era, seguro que no le daba el sol hasta que se moviera.
Se quedó con la boca abierta. En ese momento se volvió hacia ellas.
– Largaros de aquí ahora mismo, -el hombre se empinó, pensó Rosa que parecía un poster el hijo de p….
-Rapidito.
– ¿Que chamullas?, Payo, -Ange se le enfrentó con los brazos en jarras.
– Payo y Policía, -repitió acercándose más a ellas.
-Largo.
Dio la vuelta y se marchó, Angelita que lo había oído se puso nerviosa y le mandó.
– Chocho, -puso cara de espanto.
-Corre, – le indicó con espanto a Rosa.
– No corras tanto, -respondió con sorna Rosita.
Rosa miró con cara de picarona observando al que se iba.
-Que acabas de conocer al padre de mis hijos.
Ella misma se sorprendió de la fortaleza de su afirmación, de cómo le había salido sin pensarlo siquiera.
– Vete a la mierda, Primi.
Ange empezó a mover los brazos de arriba abajo.
-Recoge, que me veo en el calabozo.
Ella casi no recordaría lo que sucedió después, todo mecánico, lo hecho mil veces, todo igual, pero mucho más rápido.
Desmontaron en apenas diez minutos, y se quedaron allí paradas, como tontas, esperando a que cualquiera de su familia llegara y las sacara de allí.
Solo se miraban la una a la otra, ninguna de las dos abrió la boca, cosa realmente extraña, pues siempre charlaban como cotorras. Estaban asustadas, pero ninguna quería parecerlo.
[1] La regla o menstruación.
Pablo y Rosa. La Profecía. 5
Pablo, sin saber por qué, se alejó de su objetivo y se acercó al puesto de las chicas, las que le daban pena. Sin saber que le impulsó a hacerlo.
Entró por la parte trasera del puesto, pasando entre la parafernalia de hierros y unos mostradores de madera. Se acercó a una de ellas, a la rubia de los ojos de muñeca de porcelana, y cogiéndola del brazo, hizo que lo mirara.
Durante apenas un segundo se quedó estupefacto, a unos metros de distancia era bella, pero de cerca se dio cuenta de que era la perfección de mujer hecha carne, la niña más bonita que había visto en su vida, ¡esos ojos azules!, Dios, pensó, y le volvieron a quitar el aliento, se quedó impresionado.
– Largaros de aquí ahora mismo, -puso cara de tipo duro.
-Rapidito.
– ¿Que chamullas?, payo, que me sueltes.
Ojos Azules puso cara de gata enfadada al responderle, mostrando un semblante más adorable si podía ser, una belleza que no parecía de este mundo, sintió un nudo en el estómago.
– Payo y Policía, -volvió a repetirle empinándose para parecer aún más grande,
-Largo.
Volvió a ser el policía. Ya estaba cada cosa en su sitio.
El muchacho gitano los miró con unos ojos que parecían platos, y apenas si logró articular un «yo…»
Santos ya cubría la puerta de la furgoneta, y Montes apartando a la gente que estaba moviéndose cerca del puesto. Se acercó al muchacho.
– ¡Documentación!, -le ordenó Pablo con la voz más grave que tenía.
El muchacho titubeó.
– Dame la documentación, pero despacio, -exigió moviendo los dedos, pidiendo rapidez.
El chico sacó una ajada cartera, y abriéndola cogió un DNI.
Se lo entregó.
– Antonio Calero, -se paró a leer el nombre unos instantes, después lo miró durante unos instantes.
– ¿Este eres tú?, -preguntó.
– Sí, señor Policía.
La cara del muchacho estaba descompuesta, quizás no fuera la primera vez, pero era joven, demasiado joven.
– De acuerdo, -Pablo le señaló un punto concreto-, ponte en esa esquina y no te muevas, -miró a Santos-, dime que hay en las cajas.
Pablo se las indicó con el dedo.
– ¿Y tú que tienes, Montes?, -Pablo se volvió hacia él-, no dejes que la gente se arremoline.
Apenas llevaban cinco minutos esperando, cuando se montó un follón de narices, a Antoñín de los Caleros, lo habían «ligao» y de gordo, en ese momento se imaginó Rosa a su futuro marido leyéndole la cartilla chunga al Antoñín.
Llegó la furgoneta con su tío Ricardo, se bajó rápido, miró el percal y oliéndose algo preguntó.
– ¿Cómo habéis desmontado tan rápido?, -preguntó mirándolas con sorpresa.
– Pápa que nos ha “avisao” un madero.
Ange miró a su padre con cara de angustia.
– ¿Un madero?, -Ricardo puso de cara de no creérselo.
– Uno “mu” grande, Pápa.
Ange movía la cabeza de arriba a abajo rápidamente, aseverándolo.
– Vámonos, -Ricardo movió la mano para que aligeraran-, ya recogeré el otro coche.
– Y tú, ¿cómo lo sabías? -su tío se volvió hacia Rosa, ¿Por qué el madero os ha avisado?
– Tito, que ya estaba mosquea, -Rosa puso cara de penita abriendo los brazos-, ¿tres tíos dando vueltas sin comprar nada?
– Desde luego eres un bicho, -le respondió su tío.
Ricardo miró a Ange y la señaló con ambas manos.
– Angelita, a ver si aprendes de tu prima que es una vieja “achicá”
– ¡Pápa!, -Ange agachó la cabeza enfadada y triste de que su padre la menospreciara.
– Vámonos, -Ricardo movió el brazo con rapidez, señalando la furgoneta.
Pablo y Rosa. La Profecía. 6
Todo se estaba convirtiendo en un circo, el personal se aproximaba desde todos los lugares para ver qué sucedía, y todos los de los puestos adyacentes los miraban con ojos de confusión y sorpresa. Estaba claro que ya era imposible evitar que la noticia no circulara por todos los puestos.
– Montes, -llamó al ver el tumulto de gente-, contacta con la Central y que nos manden un par de agentes.
– Que manden más, Inspector, -abrió los brazos indicando que era mucho lo aprehendido.
-Aquí hay material en cantidad, -comentó Santos en voz alta.
– Bien, Antonio, -Pablo le acercó la cara al sospechoso-, ¿qué me tienes que contar de todo esto?, es ropa falsificada.
– No, señor Policía, -el chico agachó la cabeza evitando su mirada-, son restos de serie que compramos cuando se acaba la temporada, -continuó hablando.
– Eso se lo vas a tener que explicar a los de la científica, que en cinco minutos van a saber de qué va todo esto, -Pablo levantó la cabeza y se dirigió a Santos.
– Santos, ponle la pareja.
La cara del muchacho cambiaba por momentos, aunque demasiado joven, se recompuso, a pesar de que parecía no estar acostumbrado a este tipo de situaciones. No le pasaría gran cosa, pero en ese momento supuso que se imaginaría lo peor del mundo. Multa o una pequeña pena, no pisaría la cárcel, y a seguir haciéndolo, seguro. Montes lo llevó a una esquina alejado de ellos, el muchacho agachó la cabeza como si el peso del mundo le hubiera caído encima.
– Bueno, vamos a ver qué es lo hay aquí, -dejó al muchacho con Santos.
Se acercó a la furgoneta, que estaba llena hasta el techo de cajas, cogió una y la abrió de un tirón.
– Vaya, -sacó una a una las prendas de la caja.
-Aquí hay ropa para vestir a un regimiento de pijos, -se volvió a ellos con cara de satisfacción.
Calculó que en aquella caja que tenía abierta, habría perfectamente unas cincuenta camisas, que, multiplicado por el número de cajas, haría la bonita cantidad de mil quinientas o dos mil camisas, no estaba mal.
“El día no está perdido”, pensó Pablo.
Como cualquiera podía imaginar, en los puestos de alrededor no quedaba casi nadie, los de ropa desparecían casi como por arte de magia, sólo eran los paseantes los que quedaban allí, el resto, los de los otros puestos, estaban recogidos o recogiendo, ya nada más se podía hacer, seguro que la actuación de la policía se sabía en todo el Mercadillo, por muy grande que este fuese.
Lo demás, normal, llegaron los agentes, apartaron a la gente, que por otro lado se había cansado de ver que no sucedía nada. Llegó la Judicial y se llevó las cajas, más tarde, vino una grúa y se llevó la furgoneta y las demás prendas y accesorios que se hallaban a su alrededor.
Ricardo arrancó la furgoneta sin acelerar mientras estuvo en el mercadillo, al salir a la Avenida subió la velocidad hasta meterse en las estrechas calles del centro antiguo para llegar a casa.
– ¿Han cogido al Antoñín?, -preguntó Ricardo, tenía cara de preocupación.
– Si Tito, -asintió Rosa con la cabeza.
– Pues iba bien cargado, -un schhh se le salió de la boca-, era el primero que tenía la ropa de todos nosotros.
Puso cara de inquietud.
-Verás cuando el Antonio padre se entere, continuó hablando como para sí mismo.
Ricardo siguió por el dédalo de calles como Fittipaldi, era un buen conductor, estaba nervioso y se conocía aquello de miles de veces.
Entró en la pequeña calleja donde estaba la casa, se bajó rápido y les ordenó a las chicas.
– “Ustes pa arriba”
Levantó el brazo, y con el dedo les señaló la puerta de casa.
– Si Tito, -contestó Rosa, sabía que tenía que obedecer, y salieron las dos pitando al portal de la casa de Ricardo.
Porque Rosa, vivía con su tío Ricardo en aquella casa antigua y enorme, perdida entre las bonitas callejas de la anciana ciudad, entre el suelo empedrado, entre paredes encaladas de blanco, donde saltaban los pocos coches que podían entrar, y donde nada se podía decir ni vivir en intimidad.
La casa tenía más de cuatrocientos metros de solar, pero, como en toda casa vieja del casco antiguo, apenas si tenía quince o veinte metros de fachada, que daba a la calleja empedrada y estrecha en la que apenas pasaba la furgoneta.
Al exterior una pared encalada, una puerta cerrada, y detrás una celosía, como todas las del barrio, cerradas al exterior, sin indicar nada de lo que dentro se guardaba.
En el interior, todo se ampliaba; como si se tratara de magia, se abría y mostraba un gran patio, también encalado, pero solo desde los azulejos hacia arriba, y colgando de las paredes una pléyade de macetas, difíciles de cuidar, pero agradecidas cuando el buen tiempo llegaba. Cuando florecían, llenaban el ambiente de mil aromas, de mil colores, y todo, hasta el cielo, parecía decorado para que luciera más bello.
El cielo, el más azul del mundo, de justicia, de calor, pero a la vez embriagador y necesario para el sur, lo que no entendería alguien de más al norte, donde siempre se nubla, allí, en el sur, un día nublado y cambia el carácter, nunca entenderían como se puede tener alegría cuando el sol está oculto siempre.
Limoneros, en cada casa, de la tierra, de maceta, luneros, coloridos, siempre naciendo de ellos, y cuando sus flores salen, hasta empalaga el olor, porque incluso en el más crudo invierno, en ese lugar, los limoneros luneros, florecen.
Pablo y Rosa. La Profecía. 7
Las calles antiguas, olvidadas en las nuevas, pero con la necesaria la lógica del calor terrible del tórrido verano, que nunca llegue el sol al suelo, así por la noche, cuando más se necesita, corre un poco de fresquito, del bendito fresquito, y alegra la vida.
Cuando su abuelo la compró, hace “mil y quinientos” años, había sido casa de vecinos, llena de recovecos, pasillos y cocinas, destartalada y casi caída, y como gente que trabaja pero que solo para comer recoge; posteriormente, a fuerza de trabajo propio, en treinta, cuarenta años, que no lo sabía, paredilla a paredilla, se reformó cien y una veces, y a pesar de todo conservaba ese aire que tuvo.
Ahora, de la familia quedaba en el enorme caserón, el bendito abuelo Tomás, tío Ricardo, la tía, la prima, y por supuesto ella, que, aunque era chiquitilla, también contaba.
Al ser tan grande aquella casa, y disponer de sitio, en la planta baja se separó una parte, que hacía las veces de almacén, conectado a la pequeña cochera, en la que apretado y abollándose con dificultades entraba un pequeño coche. De esa habitación cargaban las cajas para la faena de todos los días.
Se comunicaba el almacén con una habitación más grande, que, a falta de más medios, se dejó blanca de cal, para aparecer más amplia. Cuatro mesas, y todo lleno de estanterías, y allí, en los espejos, colocados en la pared, se miraban los clientes, y en los probadores se cambiaban, aquellos, que sin querer el lio del mercadillo, o porque querían “otro” tipo de prendas, por las tardes allí llegaban.
Ambas chicas, como si estuvieran poseídas, no pararon, tomaron las escaleras como si las persiguiera el diablo, saltando de dos en dos los escalones, subían a la segunda planta, abrieron la habitación y saltaron como locas sobre la cama, después, más tranquilas, miraron al techo como si fuera lo más interesante del mundo, mientras recuperaban el aliento.
La casa grande, la madre de Ange las llamaba continuamente tontas, y lo decía porque las primas dormían juntas, a pesar de que casi no se podían mover en las estrechas dimensiones de las camas, y más cuando cinco años antes, hicieron en la habitación un cuarto de baño, se enrocaron en que querían seguir juntas cuando en la casa había habitaciones de sobra, pero siempre habían estado así, sin distanciarse, y ambas decían, que no las separarían ni con agua caliente.
Los muebles pegados a la pared, cargados como si fueran burros, peluches, baratijas de cualquier tiempo, de cualquier edad, todas importantes, todas necesarias, su tía siempre rezongaba clamando que parecía el portal de un zapatero, de tan cargado como estaba, a ellas les encantaba, parecía que dominaban cualquier tiempo de su vida.
¿Y de qué color sería?, ¡Vaya pregunta!, se rieron ambas cuando se la hicieron, eran señoritas, rosa fuerte, que no falte, contestaron. Su pequeño equipo de música, de los de barato, y lo mejor, la ventana, con un poyete en el que podían hablar ambas sentadas a la vez, Y Rosa le decía a Ange, que, si seguía echando culo, sería difícil que pudieran continuar haciéndolo.
Las noches de Córdoba, cuando la luna parecía que era suya, que le pertenecía, fuera de los ruidos de la calle, solo alguna voz que se perdía en las callejas, lo demás, silencio y belleza, salvo que tuvieras al lado a dos cotillas como ellas que no se callaban ni debajo de agua.
– Que pasada tía, -susurró Ange poniendo los ojos como platos.
– De las de película, follón y tío bueno que viene a salvarnos.
Rosita la miró como interrogándola apoyándose en el codo.
– ¿Te fijaste si tenía anillo en el dedo?
– Tú eres gilipollas, -respondió Ange dándose la vuelta en la cama, después se giró y miró a la ventana.
-Desde luego tienes cosas de bombero, yo me he acojonado, -abrió los brazos empujándola.
– ¿Y tú me preguntas si me he fijado en el anillo del poli?, si casi me meo encima.
– Pero mira que es guapo el poli, -Rosa miraba al techo y se lo imaginaba.
– “Pa” ti la burra, -Ange juntó las manos pidiendo clemencia.
– Es que me he “enamorao”, -respondió con cara de ilusión Rosita.
– Ya, de un abuelo, que puesto de rodillas es el doble de alto que tú.
Ange se volvió, le puso la cara al lado y le preguntó.
– ¿Cuánto mides, Rosita?, sin tacones.
– Un metro sesenta, -mintió completamente.
– Pues el pavo ese, si no llega a los dos metros es que le falta gomina en el pelo.
Ange levantó el brazo y dobló la mano indicando una altura exagerada.
– ¿Te has fijado de qué color tenía los ojos?, -volvió a preguntarle Rosa.
– Pues mira.
Asintió con la cabeza.
-Me he “quedao” con el color.
– Sí… dime…, -preguntó Rosa, mirándola con expectación.
– Gilipollas, verdes, -Ange le soltó una colleja.
– ¿Verdes?, -preguntó de nuevo Rosita, a pesar de que le había dolido.
– Sí gilipollas, las gafas de sol que llevaba, -Ange se descojonó.
-Mira que eres tonta.
– Ja ja, me parto y me troncho, -Rosa puso cara de asco.
-Vete a la mierda.
– Vete tú, -le contestó la Primi con la misma cara que ella tenía.
– imbécil.
– Yo también te quiero, -Rosa le puso los labios apretados, lanzándole un beso.
8. Pablo y Rosa. La Profecía
Empezaron a reírse como si no lo hubieran hecho miles de veces; cualquier cosa, cuando estaban solas después del trabajo, siempre les hacía gracia.
– Ange, yo quiero ese hombre.
Rosa se puso seria.
-No me gustan los gilis como el Yayi, que a ti te tiene loca, y es lo más tonto del universo, que además parece un niño chico.
El famoso Yayi era un hijo de p… de los grandes.
– Y tú que te crees, ¿que eres diferente?, -le preguntó Ange con cara de sabelotodo-, además, al Yayi se le cae la cara de guapo.
– Y de gilipollas, y de golfo, -Rosa la miró con cara de gata enfurruñada.
-Que tienes más cuernos que la percha un marqués, -Rosa la miró a los ojos.
– Pues como yo me entere, -a Ange le salió una cara de mala de serie venezolana.
-Se los corto.
– Pues ve afilando el cuchillo, -Rosa movió la cabeza con pena, sabía que era de verdad.
Y volvieron a reírse, olvidando cualquier cosa que hubiera pasado ese día.
Se llevaron al muchacho detenido, y Montes, Santos y Maldonado, se montaron en el coche para Comisaría, el automóvil hervía como si hubiera estado aparcado en el infierno. El aire acondicionado echaba aún más fuego a su interior, una tortura, Pablo no imaginaba cómo los cordobeses podían soportarlo.
– Vamos a tardar más en el papeleo que en la detención, -comentó Montes mientras conducía.
– Ese es nuestro trabajo, más ordenador que calle, -Santos puso cara de resignación.
-Pero, Inspector, para ser su primer día en la calle no está mal.
– Vamos, esto era un juego de niños, -respondió Pablo-, tenéis en barbecho (sin detenciones) tres meses el mercadillo, me lo habéis puesto en bandeja, podíais haberlo hecho en cualquier momento. A mí me viene bien que haya coincidido con mí incorporación, pero poco mérito el mío, era fácil encontrar a alguien vendiendo ropa falsificada, no eran ladrones de banco ni secuestradores.
– Tampoco nos vamos a encontrar mucho de eso aquí, esta es una ciudad tranquila, -apostilló Santos.
– ¿Cuánto tiempo lleváis aquí destinados?, -preguntó Pablo a ambos.
– Yo llevo catorce años, nacido y criado aquí, conozco toda España, tengo un chico que nació en Valladolid, y la chica en Bárbate, -Montes levantó las manos al cielo, soltando el volante.
-Pero al final he vuelto a mi tierra.
– Pues yo llevo cinco, lo mismo que Montes, -comentó Santos-, también soy de aquí, casado con una cordobesa, y hasta que no volví a mi tierra no paró de amargarme la vida.
Santos movió la cabeza.
-Pero por mí está bien, y usted, Inspector, ¿de dónde es?
– De novecientos kilómetros más arriba, de Santander, y mi primer destino es en Julio a una de las ciudades más calurosas del país, pero bueno, espero poder soportar este infernal clima, todavía no estoy hecho a esto.
– ¿Una de las ciudades más calurosas?
Montes se rio a carcajadas.
-No, la más calurosa, espere a que llegue agosto, entonces si va a saber lo que es calor.
– Además me toca ese mes, -suspiró Pablo con resignación, -no tengo derecho a vacaciones aún, pero bueno, todo se andará.
– No es un mal destino, -Montes asentía como queriendo creérselo.
-Aquí se vive bien, tranquilo, y la Comisaría es bastante normal, yo he estado en algunas que son un infierno, en esta, se puede vivir.
Pablo apenas si llevaba cuatro días en Córdoba, había aterrizado directamente de las vacaciones de Graduación, ñas cuales había pasado en casa de sus padres. Saltó de veinticinco grados a más de cuarenta, de la costa del norte, a la costa de la bellota, como decían allí.
Miró el enorme edificio de la Comisaría de Córdoba mientras se acercaban a él. Un gran cuadrado en medio de dos bellos Parques en el centro de la ciudad. Un bloque de color azul. Como único signo de identificación ondeaba una gran Bandera española, y unas letras pequeñas con su denominación. A sus alrededores flores y árboles, parecía no ser un lugar para detenciones y malas vivencias.
9. Pablo y Rosa. La Profecía
Poco a poco se iba haciendo a la estructura, la entrada al sótano, donde estaban las cocheras de las unidades, sobre todo las de camuflaje, las escalinatas blancas protegidas las veinticuatro horas por dos policías. Cinco plantas de Oficinas. Mandos en la quinta, Administración en la cuarta, Estupefacientes en la tercera, la que partía el bacalao, y Delitos Violentos en la segunda con delitos comunes, y la suya, la primera, donde le habían asignado a Marcas, Patentes y Delitos contra la Propiedad Intelectual.
Los Telecos, se hallaban en las oficinas al lado de las de Patentes y marcas, y les decían los niños del Hospicio, porque casi nunca salían. Ellos, sí.
En la planta de entrada, el arco de detección, recepción, y los despachos generales de Administración, abajo, dos plantas de sótanos. Dos ascensores comunicaban todas las plantas. Todo limpio a pesar de que se notaba que se había construido hacía ya un tiempo, todo estándar, algunos cuadros adornaban las paredes de los pasillos, despachos y más despachos con puertas con la parte de superior de cristal, el resto de madera, y cientos de nombres serigrafiados sobre los cristales una y mil veces.
Cuando se incorporó, llevaba remodelada apenas dos años, y lucía bien en general, incluso los calabozos no tenían el aspecto que solían tener, que normalmente era bastante peor, y lo sabía de primera mano.
Su despacho se encontraba en la primera planta, unos catorce o quince metros de superficie, color blanco, con la decoración estándar, mesa de despacho, dos sillas, archivadores, un ordenador, y por supuesto la foto del Rey Felipe VI, pensó que era la primera vez que disfrutaba de un despacho sólo para él, se sintió estúpidamente importante, al momento se rio de sí mismo.
Como motivo central, una ventana de buen tamaño, alta y cubierta con una cortina de las de láminas, que daba a la estrecha calle de la trasera del edificio. Apenas se veía un Estanco, y justo en la otra punta, se vislumbraba algo de verde de los jardines del Conde de Vallellano.
Aun se notaban los cercos de los cuadros que el anterior inspector había colocado, por lo visto estuvo muchos años allí, y se notaba su olor, o un olor que no era el suyo, y lo mejor no es que se hubiera muerto, es que se había jubilado, aburrido, pero señal de tranquilidad, lo que no sabía si le gustaba o no.
A la derecha saliendo de su despacho se encontraba la mesa del que se suponía que sería su ayudante, pero que aún no se lo habían asignado. Más allá se extendían las de los Subinspectores y más lejos, las de los agentes.
Todo era nuevo, hasta su unidad, antes estaba en otro edificio en Córdoba, ahora lo inauguraba él como una sección fija e independiente, la nueva Cenicienta de la Comisaría, “se coge lo que te dan, y es lo que hay”, pensó.
Justo al lado tenía al Inspector Raya de Falsificaciones, de unos cuarenta años, perro viejo, delgado, y siempre inmaculado, educado como un Marqués y solícito a cualquier petición.
Las mesas de Santos y Montes se hallaban justo enfrente de la puerta de su despacho, colocadas de tal forma que se veían el uno al otro. Se llevaban bien, pero imaginó, por su comportamiento, que no eran amigos.
En cuanto a los mandos generales, apenas si los conocía, cuando se incorporó días atrás, se los presentaron formalmente. La planta quinta, era el sancta sanctórum de la Jerarquía de la Comisaría, allí solo se subía en caso de ser llamado, o cuando realmente era necesario comunicar algo importante, todo esto después de pasar por el filtro de las Secretarias, auténticos tigres que guardaban los despachos de Jefatura como si de ello dependieran sus vidas.
Jerárquicamente hubiera tenido que depender de un Inspector Jefe, que a la vez hubiera dependido de un Comisario, pero en su caso, al hacerse cargo de un Departamento nuevo, dependía directamente del Comisario Jefe, el Comisario Jefe Delgado, que a su vez sólo dependía del Inspector General, máximo órgano jerárquico de la Policía en Córdoba. Como comentaba en plan de broma Montes «Un problema envuelto para regalo», pues por un lado le venía bien no supeditarse a tanta gente, aunque a la vez, lo dejaba demasiado visible en caso de que existiera algún problema.
El Comisario Jefe Delgado le cayó bien, un tipo delgado como su apellido, alto, con una barba canosa muy recortada, muy educado y afable, siempre impecable, vistiera traje de calle o uniforme, tenía unos ojos grises que a sus más de cincuenta años te taladraban. De pocas palabras, apenas si le había dado la bienvenida por la incorporación a la Comisaría, le hizo sobre todo advertencias, y le dejó en manos de Montes «un buen elemento», en sus propias palabras.
Y allí estaba en su primer destino, Patentes y Marcas, nada de glamour por supuesto, de arrestos espectaculares nada, sólo pateo de calle, y mucho ordenador, preguntas a los de Comunicaciones, y papel para pelar de árboles el Amazonas.
No le importaba en absoluto, lo único que quería era empezar. Después de tantos años en la Academia, de prácticas en distintos lugares, deseaba poder hacer algo para lo que se sabía preparado, ya llegarían encomiendas mejores, si así lo merecía.
Nada personal sobre la mesa, ni papeles siquiera, ya se llenaría algún día, supuso, no tenía nada que colocar, pero se veía vacío, más que vacío, sin alma, quizás compraría una maceta, porque no era hombre cariñoso, y ni fotos familiares tenía para colocar, cosas de ser un búho.
Y lo primero que le viene, es algo que normalmente realizan los locales. Las redadas en los mercadillos eran cosas suyas, cuando se pasaban con las falsificaciones hacían una y se calmaba todo durante un tiempo, después a la carga de nuevo, pero esto era diferente.
El Propietario de una marca había denunciado en concreto la venta en la ciudad de falsificaciones de sus prendas, por supuesto, el dueño era extranjero, lógicamente lo habían realizado sus abogados. Se procedió a realizar una vigilancia, de hecho, ya llevaban casi tres meses, y en el informe aparecían tres puestos de interés en el mercadillo, y el que habían intervenido era el que parecía tener más afluencia de clientes, los otros dos eran más pequeños, y por supuesto uno de ellos era el de las chicas que avisó, y durante un momento trató de saber que le había sucedido en la cabeza, como se le había ido, tanto como para avisarlas, ¡en su primer servicio!, sacudió la cabeza, pensó que estaba imbécil, y pidió que no le volviera a suceder, el deber es el deber.
Pablo y Rosa. La Profecía. 10
Capítulo III
El Viejo Valdivia
Pablo miraba a través del cristal de una de las salas de interrogatorio de la primera Planta.
Allí veía a Montes hacer su trabajo, también lo oía. Pensó que quizás pudiera haberlo realizado el mismo, pero Montes tenía más tiros pegados, él y Santos solían hacerlo juntos, mejor así.
– ¿Antonio Calero?
– Sí Señor, -cabeza agachada.
– Domicilio Calle Engracias 23 de Córdoba Capital.
– Sí, señor.
– ¿DNI 90.—.— S?
– Sí, Señor.
– 23 de julio de 20__, 16 horas y 8 minutos procedemos a tomar declaración a D. Antonio Calero por infringir la ley de Patentes y Marcas habiendo hallado en su posesión prendas falsificadas ofreciéndolas para venta al público como verdaderas, en fraude de ley.
– ¿Antonio?, -gritó Montes golpeando la mesa.
– Dígame, señor, -Calero levantó la cabeza.
– ¿Es cierto que estaba usted en posesión de una cantidad aún por determinar en su totalidad de prendas falsificadas?, -le señaló el micro para que hablara en su dirección.
– No pienso responder nada hasta que venga mi abogado, -íntenta enfrentarse a Montes, mantiene su mirada.
– De acuerdo, ya mismo estará aquí, -Montes abre los brazos.
– Pausamos la grabación en espera del letrado de Antonio Calero.
Montes le habló al micrófono con cara de hastío.
– Antonio, -le acerca la cara y le comenta en voz baja.
-Que te hemos cogido con una furgoneta llena.
-Yo no digo nada, -el chico vuelve a agachar la cabeza.
– Me parece perfecto, -Montes echa la silla hacia atrás.
-Nos estamos haciendo amigos con tu actitud.
Antonio agachó la cabeza, y miró hacia abajo como si de pronto se hubiera dado cuenta de que llevaba zapatos.
Realmente estaban esperando a que llegara el abogado de Calero, Pablo miró a Santos, que aún no había abierto la boca, en ese momento miraba al frente, absorto en sus pensamientos.
Pablo abrió con descuido el expediente del arresto, y se puso casi a leerlo, pero estaba escrito por él mismo y se lo sabía de memoria, en algo había que pasar el tiempo.
No podía sacarse de la cabeza por qué en su primer arresto había hecho la estupidez de avisar a las chicas del otro puesto, pero realmente sabía el porqué, el rostro de la rubia no se le iba de la cabeza y los ojos azules parecían continuar clavándosele en su mente como si fueran clavos, y a pesar de que intentaba dar otras razones, o explicárselo a si mismo de otra forma, le habían impresionado profundamente y allí estaban a cada momento como si tuvieran vida propia.
Se sobresaltó al oír abrirse la puerta, de tan abstraído como estaba.
Apareció un hombre calvo, de los que se echan el pelo de un lado a otro, intentando tapar la falta que les había producido su naturaleza. De unos cincuenta, pasado de formas y feo, con unas gafas de pasta más feas aún, en un traje ya un poco raído y sudando como un cerdo, pues aún el fresco del aire acondicionado de la Comisaría no le había llegado.
– Luis López Céspedes, abogado de Antonio Calero, -le ofreció la mano a Santos, este se levantó y estrechó la suya.
– Rafael Santos, Subinspector de Policía, y Rafael Montes, Subinspector de Policía.
– A Rafael ya lo conozco, -levantó la mano.
– Hola Rafa, -se la estrechó también.
– Hola Luis, -Montes le miró con cara de resignación.
– Rafael Santos, como Abogado de Antonio Calero, -levantó la mano como si estuviera en un Senado Romano.
-Le hago saber que mi defendido se declara inocente de todos los cargos.
– ¿Ha leído el atestado?
11. Pablo y Rosa. La Profecía
Santos cogió el legajo y lo movió ante los ojos del Letrado.
– No, pero…, -Céspedes puso la mano delante de su cara como quitándole importancia.
– Bien, -Santos tiró el informe en la mesa con desgana.
– En este caso, -el abogado levantó la cabeza-, deben de mandarlo al Juzgado o en todo caso, proceder a su puesta en libertad.
– Será lo primero, además ya tiene antecedentes, -comentó Montes.
– Sí, pero delitos menores.
El abogado pone cara de dignidad ofendida.
-Mi defendido no ha pisado la cárcel.
– No se preocupe.
Santos hace un mohín con socarronería.
– Que yo me encargo de que gaste alguna loseta del trullo.
– Bien.
El abogado cruzó los brazos indicando que todo ha terminado.
-Es su decisión.
– Rafael.
El letrado se levantó y se acercó a Montes.
– ¿Puedes salir conmigo un momento?
Pablo se imaginó que el aparte era para poder hablar con Montes, al que parecía conocer, del detenido.
Salieron de la habitación Montes y el abogado, y no había ni cerrado la puerta, cuando Luis Céspedes le espetó.
– ¿Qué te pasa?, Rafa.
Abrió los brazos exageradamente.
– Inspector nuevo, Maldonado, -Montes lo miró con cara de resignación, “que te den”, pensó.
– No me jodas, -Céspedes puso los brazos en jarra, mientras se movía acercándose y alejándose de él.
– Viene apretando, que quieres que te diga, no le debe favores a nadie, primera detención, no la va a estropear.
– ¿De qué va este, quien se cree que es?
Céspedes se enfrentó a Montes acercándole la cara.
– Luis…
Montes se acerca más todavía.
-Que lo hemos cogido con las manos en la masa, más de dos mil prendas piratas.
– Pero, ¿quién es el Inspector, este Maldonado?
– Perro de presa, tercero de la promoción, y viene con los avales de arriba como si le pusieran escalera. Mala suerte.
-Sí que lo es, entonces ¿va a joder al Antoñín?, -le pregunta a Montes con preocupación.
– Como si lo viera, -Montes asiente.
– Joder, cuando se le diga al Padre con la mala “follá” que tiene.
Su cara era de preocupación.
– Pues has topado en hueso, este viene con ardor guerrero.
– Indícame si se puede hacer algo, ya conoces, yo te doy, tú me das.
– Ya, pero donde manda patrón no manda marinero, si hubiera sido otro con menos peso…, ¿tú crees que hubiera hecho ese interrogatorio?, se habría quedado a mis alas, pero de arriba y clarito, Maldonado manda, y sabe. Tiene tiros pegados.
– Joder. Gracias Rafa, me voy, -Céspedes le da la mano y se aleja con rapidez.
– Suerte con el viejo del Antoñín.
Cuando se da la vuelta el abogado, Montes sonríe con picardía. Montes piensa, «Luisito te jodes», y se sonríe a sí mismo.
12. Pablo y Rosa. La Profecía
Cerraron el interrogatorio, y mandaron el caso al Juzgado.
Salió al pasillo y llamó al agente que estaba esperando en la puerta.
– Lleve al detenido a las dependencias.
Entró en la sala de interrogatorios, miró a Antonio, y aprovechando que estaban aún solos le preguntó en voz baja.
– ¿O me das algo o te jodo?, -le puso la cara a dos centímetros de la suya.
– Yo no sé nada, -el muchacho le puso cara de niño bueno.
– Ya veremos, -se dio la vuelta, supo que nada podía sacar ya de allí.
En ese momento entró el Agente y se llevó al detenido.
Salió de la habitación. Se encaminó a su despacho, aún no muy convencido de que fuera el camino correcto en aquella enorme Comisaría.
– ¿Maldonado? -oyó una voz que le llamaba por su nombre.
Miró y vio al Inspector Jefe, que le hacía señas con la mano para que se acercara.
Vestido de uniforme, derecho como una vela, cincuenta años de Policía de la vieja escuela.
– A sus órdenes -se cuadró, tieso como un palo.
– Bien, Maldonado, ¿cómo ha ido su primera detención?, -el Inspector Jefe lo mira de arriba a abajo, intenta saber de qué va.
– Creo que bien, señor, -Pablo sigue firme como una piedra.
– ¿Pruebas?, -el Inspector Jefe levanta la mano como señalándole.
– Creo que concluyentes, -no mueve ni un músculo.
– Bien, -el Inspector Jefe da la vuelta en una loseta y se marcha.
Pablo se imaginó, más bien supo con certeza, que se había leído el atestado y el informe de cabo a rabo, pero el mando es así…
– Siga así, Inspector, le veo futuro,
El Inspector Jefe se para.
– A sus órdenes, -Pablo vuelve a estar firme.
– Escuche, al Subinspector Montes lo he puesto en su equipo, un elemento muy valioso, y muy introducido en la ciudad, déjese informar por él, lo tenemos en gran consideración aquí, y a usted, por supuesto.
Termina de hablarle y sigue su camino.
– Muchas Gracias Señor, así lo haré.
Pablo pensó que se quedaría con lo de «elemento valioso»
– Continúe.
Pablo imaginó que mandaba hasta de espaldas el puñetero.
Se alejó del Inspector Jefe sabiendo que le había estudiado de cabo a rabo, intentando hacerse una mejor composición de él.
Subió las escaleras pues no había utilizado el ascensor aún, y solo sabía que su despacho estaba en la primera planta.
Lo encontró sin dificultades, recogió su chaqueta dispuesto a marcharse.
13. Pablo y Rosa. La Profecía
Pasó recepción, se despidió de los agentes que guardaban la puerta por educación, pues aún no los conocía, bajó las escalinatas, y se encaminó hacia la Avenida de Conde de Vallellano dejando a sus espaldas la Cruz Roja y el Paseo de la Victoria.
Los jardines de la Avenida estaban verdes, no con el verde su tierra, sino con un color más sólido, quizás la claridad que daba una luz más potente, no lo sabía, pero a esas horas de la tarde, parecían géiseres verdes que emergían del amarillo del albero. Otra tierra, otros colores, bellos colores, si no fuera por el maldito calor.
Caminó por la sombra que daban los edificios a un sol que se ocultaba. A pesar de ello, la sensación de sofoco lo atrapaba, parecía que no le entraba el aire suficiente, no sabía si algún día podría olvidar el mar de su tierra, la brisa marina, y el olor de la sal.
Más de quince grados de diferencia con Santander estimó. A esta hora sus padres solían dar un paseo por la Avenida Castañeda, parándose a tomar una cerveza en el bar de «El Piqui» a disfrutar de la brisa, del olor del mar. De pronto, al acordarse del Piqui, le entró sed, y miró a su alrededor buscando un bar, le apetecía algo frío. Buscó alguno y entre dos calles vio los veladores de uno. Se acercó y se sentó, dejándose caer en la silla, disfrutando del descanso que daba el toldo que le protegía del sol del atardecer, que seguía matando.
Segundos después se acercó un camarero de pantalón negro, camisa blanca y pajarita.
– ¿Que le pongo al Señor?, -el chico sonrió tieso como un palo, años de oficio.
– Un café solo con hielo, por favor.
Apenas unos instantes después apareció por arte de magia el café con hielo en la mesa.
– ¿Algo más?, -preguntó el camarero.
– No, gracias, -le respondió Pablo.
Miró alrededor, cruzando la calle estaban las antiguas murallas de Córdoba, de unos diez o quince metros de alto, tapadas casi por las damas de noche, con un pequeño arroyo canalizado en piedras de cuatro o cinco metros de ancho, y al final la estatua de Averroes[1], un insigne Cordobés del que no sabía casi nada. Era bonito, verdes jardines, murallas de miles de años encerradas entre edificios de siete plantas.
Casi nadie por la calle, a fuer de viejo se aprende, y él apenas si llegaba, tardaría en acostumbrarse a buscar la sombra, a escoger las horas, y a saber que en verano a las tres de la tarde no vuelan ni los pájaros, y que la noche empieza a las once, o más tarde incluso.
Estaba aún sin beber, girando el vaso para que el frio del hielo pasara al café, intentando olvidar el hechizo de la bruja de los ojos metálicos, cuando oyó una voz que le decía.
– ¿Inspector Maldonado?
Alzó la vista y vio a un hombre muy mayor apoyado en un bastón. Vestía impecablemente, pero como lo hubiera hecho su abuelo, traje negro con chaleco y sombrero, algo complicado de portar, más en una ciudad como esa, donde sobra todo, pero a él no parecía importarle; mientras Pablo sudaba como un cerdo, el viejo parecía que acababa de ducharse.
Pasaría de los setenta, a pesar de ello, tenía las facciones agradables, habría sido guapo en su juventud, aún conservaba unos ojos verdes como los suyos, pero más opacos por la edad; barba bien cuidada, gris, y movimientos pausados. Parecía no sudar con toda aquella vestimenta a pesar del calor que inundaba la ciudad, se apoyaba levemente en el bastón negro que lucía una empuñadura de plata. Un elemento interesante.
– ¿Me permite?, -el anciano señaló una silla frente a él.
– Por supuesto, -Pablo se la ofreció. Se sentó con parsimonia.
– Permítame que me presente, Tomás Valdivia.
[1] Averroes (latinización del nombre árabe أبو الوليد محمد بن أحمد بن محمد بن رشد ʾAbū l-Walīd Muḥammad ibn ʾAḥmad ibn Muḥammad ibn Rušd; Córdoba, Al-Ándalus, 14 de abril de 1126-Marrakech, diciembre de 1198) fue un filósofo y médico andalusí, maestro de filosofía y leyes islámicas, matemáticas, astronomía y medicina.
14. Pablo y Rosa. La Profecía
Levantó el sombrero unos palmos, un saludo a la antigua, después, con un pañuelo limpió el borde interior del mismo, iba a ser verdad que el también sudaba.
– Encantado, Pablo Maldonado, pero creo que ya conoce mi nombre, -le contestó Pablo.
– Lamento haberme presentado de esta forma, pero necesitaba hablar con usted.
El viejo apoyó la barbilla en la empuñadura del bastón.
Pensó Pablo que apenas si llevaba tres días en la ciudad y ya le conocían, un pueblo grande, imaginó.
-Usted dirá, -cerró los labios e inclinó la cabeza. El anciano levantó la mano, y le pidió al camarero.
– Un café solo y sin azúcar, ¿usted quiere algo?
Pablo levanto el vaso con el café con hielo y negó con la cabeza.
– Lo primero es lo primero, quisiera agradecerle el gesto que ha tenido con mis nietas.
– ¿Sus nietas?, -preguntó Pablo haciéndose el sorprendido, pero ya se imaginaba de qué iba la cosa. «Ojos Azules».
Sonrió con complicidad y le explicó.
– Las dos niñas, a las que usted ha tenido el corazón de ayudar esta mañana, -se echó las manos al pecho con teatralidad.
-Me hubiera roto el alma que hubieran tenido el problema que ahora mismo tiene Antoñín.
– No sé a qué se refiere, -Pablo fingió una ignorancia absoluta.
– ¿Policía, muy grande, con acento del Norte y rubio?, quizás me haya equivocado, -el viejo sonrió con un mohín gracioso.
– Posiblemente, -Pablo sonrió, sonrieron los dos.
– A pesar de no ser usted, dígale, si lo conoce, que el viejo Tomás le debe una, porque gente de corazón, por desgracia, quedan pocas.
El viejo cogió la taza de café y le dio un sorbo.
– Si lo veo se lo diré.
Volvieron a sonreír los dos, a bien sabiendas de lo que era.
– Si me permite abusar de su paciencia.
Asintió Pablo con la cabeza.
-Sé que han detenido a Antoñín Calero.
Pablo iba a abrir la boca para comentarle que no podía hablar de una investigación en curso, cuando el anciano levantó la mano, enseñándome la palma, como diciéndole que esperara.
– Ya lo sé…, no puede comentarme nada, pero me va a permitir que yo le hable si no le importa.
– Diga.
– Lo primero, me gustaría que se pasara por mi casa mañana por la tarde, si tiene un momento, deberíamos hablar de algunas cosas que creo de interés para usted, y por supuesto para su investigación. Pero lo más importante, para agradecerle lo que «no ha hecho», presentarle a mi familia y ponernos a su disposición en lo que podamos ayudarle.
Sacó de la chaqueta una tarjeta de visita.
– Aquí tiene mi tarjeta.
Cogió la tarjeta que le ofrecía.
– No sé si podré pasar mañana, aún estoy a expensas de lo que me manden, pero si puedo estaré allí.
En ese momento no supo por qué respondió así…, o si…, lo más normal en su situación hubiera sido excusarse, pero realmente Pablo quería ver a «Cara de ángel».
De un sorbo se bebió el café, y despacio se levantó.
– Señor Inspector, no le molesto más, muchas gracias, y no se haga de rogar por favor. Gracias por su tiempo, -le ofreció la mano.
15. Pablo y Rosa. La Profecía
Se levantó y la apretó, era el de un hombre fuerte que no iba en consonancia con su edad, le hizo pensar en alguien con carácter. Le caía bien aquel abuelo.
Se alejó despacio, se dio la vuelta y le saludó con la mano.
El saludó también y lo vio alejarse calle abajo. Apenas había andado cien metros cuando se le acercaron dos muchachos que se pusieron uno a cada lado, pero tras él.
Pablo pensó, «vaya elemento».
Terminó el café, le gustó aquel desconocido sabor, fuerte y agradable.
Hizo ademán con la mano al camarero para pagar, pero este se volvió, y señalando por donde se había ido Tomás le negó con la cabeza. Pensó que en esa ciudad un gesto vale por mil palabras. Estaba pagado y calladito.
Se levantó de la silla y le apeteció el paseo que le esperaba, acababa la tarde y comenzaba a oscurecer, el fresquito se movía tímidamente intentando aparecer; en pocos días se aprende en esa tierra a valorar esos escasos y preciosos movimientos de aire, que consiguen que haya un poco menos de temperatura, que consiguen que se respire mejor, y que presagian que vendrá algo menos de calor.
Cruzó los Santos Mártires, disfrutando del pasaje de los jardines, pasó al lado de la imponente construcción del Alcázar de los Reyes cristianos, totalmente iluminado, que daba la impresión de que al estar cerca se retrocedía en el tiempo mil años, solo con verlo dibujarse entre las palmeras.
Bajó por Santa Teresa Jornet, hasta encontrarse en la ribera del Guadalquivir. Desde allí, ahora de noche, se maravilló al disfrutar de una vista impresionante, la bella Mezquita Catedral, el plácido y enorme río, la torre de la Calahorra[1], el Arco del triunfo[2], el Puente Romano[3], todo iluminado como envuelto para regalo. Mágico, exuberante, todo en un poco de terreno, más de dos mil años de historia ofreciéndose como una bella princesa romana, mora, cristiana, con el olor de las flores embrujando, y él, dejándose embrujar, y los colores, los aromas, bella ciudad olvidada por el tiempo, un tesoro tierra adentro.
Se apoyó en el barandal de la Ribera, y contempló el rio que bajaba tranquilo y caudaloso a pesar de la época, sintió como si Córdoba fuera una hermosa mujer a la que su marido, el sol, hubiera liberado por unos instantes, y ahora ofreciera toda su exuberancia, llenándolo todo de belleza, de calma, del alivio del látigo del esposo, como si mereciera pasar el castigo del astro rey para tomarla en la noche. Le hacía soñar, no tenía que luchar contra nada, solo dejarse llevar por la voluptuosidad de aquella magnifica tranquilidad.
Si apenas días atrás le hubieran contando esta belleza, no lo hubiera creído. Había visto fotos, Google y todo eso, pero ¿pasear por la Ribera?, dónde casi nada molestaba, el embrujo, era un placer, ¿Dónde pone los olores Google?, ¿Dónde la sensación de descanso después del caluroso día? ¿Dónde el rumor de rio? ¿Dónde las lejanas voces, la risa de los niños? ¿Dónde el silencio? y volvió a la tierra.
Llegó a Campo Madre de Dios, al edificio de la policía, también enorme, de color rojo, allí tenía una habitación de solteros. No cenó siquiera, se dejó caer en la cama, apenas si había algún mueble más, y se durmió como si hubiera perdido el conocimiento de cansado que estaba. Solo le interrumpía, hasta dolerle, la imagen de la bella de los ojos azules. Se enfadó consigo mismo, pero nada podía hacer.
[1] La Torre de la Calahorra (en árabe: qala’at al-hurriya) es una fortaleza de origen islámico concebida como entrada y protección del Puente Romano de Córdoba (España). Fue declarada Conjunto Histórico-Artístico en 1931, junto con el puente romano y la puerta del puente. Forma parte del centro histórico de Córdoba que fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1994.
La torre, que se levanta en la orilla izquierda del río Guadalquivir, fue reformada por orden de Enrique II de Trastámara para defenderse de su hermano Pedro I de Castilla. A las dos torres existentes, se le añadió una tercera, uniéndose todas ellas por dos cilindros con la misma altura que aquellas.
Más tarde fue cedida al Instituto para el Diálogo de las Culturas (Fundación Roger Garaudy) quien ha instalado un museo audiovisual. El Museo Vivo de al-Ándalus presenta una panorámica cultural apogeo medieval de Córdoba, del siglo IX al siglo XIII, basado en la convivencia de las culturas cristiana, judía y musulmana.
[2] La puerta del Puente es una de las tres únicas puertas que se conservan de la ciudad de Córdoba (España), junto a la Puerta de Almodóvar y la Puerta de Sevilla. La actual puerta se sitúa en un enclave donde antaño también se localizaron puertas romanas, así como musulmanas (Bab al-Qantara, Bab al-Wadi, Bab al-Yazira o Bab al-Sura).2 En época romana unía la ciudad con el Puente Romano y la Vía Augusta.
4 El puente romano de Córdoba está situado sobre el río Guadalquivir a su paso por Córdoba, y une el barrio del Campo de la Verdad con el Barrio de la Catedral. También conocido como «el Puente Viejo» fue el único puente con que contó la ciudad durante 20 siglos, hasta la construcción del puente de San Rafael, a mediados del siglo XX. El 9 de enero de 2008 se inauguró la mayor y discutida remodelación que el puente Romano ha tenido en su historia.
16. Pablo y Rosa. La Profecía
Se levantó temprano, estaba cansado, pero hizo un par de kilómetros más corriendo para poder despejarse, por supuesto a través del paseo de la Ribera; supuso que el agua le hacía sentirse menos extraño, añorar menos el mar, y correr le daba fuerzas para seguir el resto del día. Lloviera o tronara todos los días corría media hora o más, hasta que sentía que su cuerpo había roto el estado de laxitud propio de la mañana.
Ducha y a trabajar, toda la noche había tenido ensoñaciones con Cara de Ángel, pero consciente de su tontería, los echaba en un imaginario saco del «serás idiota», a pesar de ello, deseaba poder volver a ver a «Cara de Ángel», lo desechaba una y otra vez, y volvía a salir por arte de magia. Como decía su padre, tenía el carácter de un buldócer, pero a pesar de ello, aquel pensamiento aparecía como si se riera de él, dibujando en su cabeza la sonrisa de ella, iluminando sus ojos como si lo hubieran poseído por un oculto hechizo. Lo descartó, primero el deber, eso sí lo tenía claro, nítido.
Apenas llegó a la Comisaria, y pasó el detector, caminó hacia la recepción y preguntó al agente encargado donde estaba el Subinspector Montes.
– Lo llamo ahora mismo, -el agente se conectó al teléfono interior. Hizo su magia y le contestó.
– En la puerta de su despacho, -señaló en esa dirección.
– Gracias.
Caminó hasta su despacho.
Subió de dos saltos las escaleras, y vio a Montes que esperaba apoyado en la pared que daba a su despacho.
– Buenos Días, -Pablo lo saludó en los escalones aún.
– Buenos días, -le respondió Montes echado en la pared de si despacho.
– Le cuento lo que me pasó ayer y no se lo cree, -le comentó Pablo.
– Usted puede hablarme de tú.
– Y tú a mí.
– Yes, Boss.
Spanglish en estado puro, el daño que hacen los intercambios Policiales con Estados Unidos.
– Estaba sentado en el bar de aquí al lado, el de los veladores metálicos.
– El Burbank, -le indicó, dando por entendido que no podía ser otro.
-Ese, -Pablo asintió con la cabeza.
– Se me acerca un señor mayor, y me comenta que quiere que vaya a su casa para hablar de Antonio Calero.
– ¿Cómo?… ¿Pero si lo habíamos detenido esa mañana, como se enteró?
– ¿Y cómo conocía mi nombre…?, -le respondió Pablo con cara de sospecha.
– ¿Quién era?, -le preguntó extrañado Montes.
– Un tal Tomás Valdivia.
– ¿Tomás Valdivia?, -otra vez cara de sorpresa.
– Si, con traje negro y bastón.
– Vamos, ¿no sabes quién es…?, -preguntó Montes como si no supiera la tabla de multiplicar.
– No, -contestó Pablo abriendo los brazos.
– Es uno de los ancianos gitanos más respetados de la ciudad, pocas cosas se le escapan de lo que pasa aquí.
– ¿Mala gente?, -le preguntó a Montes.
– En absoluto, tiene sus historias, pero nada complicado, no tiene antecedentes y está muy bien considerado en esta casa y fuera de ella. Espera, que esto tiene que saberlo el Comisario Jefe.
17. Pablo y Rosa. La Profecía
No le dio tiempo ni a contestar, cogió las escaleras y a pesar de sus cuarenta entrados y sobrepeso, las subió como un chaval de quince años. Antes de que se diera cuenta estaban en el despacho del Inspector Jefe.
– ¿Da usted su permiso?, -preguntó Montes después de haber sorteado a la secretaria y llamar reglamentariamente.
– Adelante, -se oyó claramente desde el interior.
– Señor, -comenzó a hablar Montes sin tiempo para pausa.
– ¿A que no sabe quién se le acercó ayer al Inspector Maldonado mientras estaba tomando un café?
– ¿Tengo que adivinar?, -no estaba para bromas el viejo.
– Era una forma de hablar, señor, el viejo Valdivia.
– ¿Tomás Valdivia?
Cara de sorpresa.
– En carne y hueso, -asintió Montes.
-Siéntense, -ordenó levantando la mano y señalando las sillas que estaban frente a su mesa.
– Pues bien, se le presenta y…
– Subinspector, deje que lo cuente el que lo ha vivido.
– Perdone, Jefe.
– Se me acercó, se sentó, y me comentó que quería invitarme a su casa para hablar de la detención de Antonio Calero.
Le hizo un rápido bosquejo.
– ¿Usted lo conocía de antes?
– Aquí no conozco a nadie aún, -le respondió Pablo.
– ¿Sabía su nombre y la detención de Antonio Calero?, -volvió a preguntar.
– Sí, señor.
– No me extraña del viejo Valdivia, pocas cosas hay que se le escapen, se podrían escribir libros con lo que él sabe y nosotros no, ¿Qué piensa hacer?, -preguntó Delgado.
– A sus órdenes.
Pablo sabía que haría lo que le mandaran.
– Bien, vaya… es interesante, ¿qué querrá el viejo Valdivia?, pero estese pendiente, no se deje engañar, es una persona de peso en su comunidad y muy inteligente. Bien, bien.
Intentó adivinar juntando las manos como si fuera a rezar.
– Por supuesto, quiero un informe detallado de todo lo que pase en esa reunión, no es normal lo que le ha sucedido, y ¿en su casa? …
– Sí, señor, eso fue lo que me comentó.
– Bien, retírense a sus obligaciones, pero indique el hueco horario para que no vaya a faltar a esa reunión.
– A sus órdenes.
Ambos se levantaron, y al unísono se dirigieron a la puerta, nada más salir, Montes soltó.
– Boss, esto es importante, más de lo que usted imagina, puede ser un punto muy bueno tener de su lado a una persona como Valdivia.
Pablo pensó que Montes mezclaba el usted con el tú, típico de esta tierra, dependiendo de la situación, cambian de usted a tú.
– ¿Tanto peso tiene?, -preguntó Pablo.
– Sí, de lo que no se entera es porque no quiere. Si está de su lado, puede echarle una mano en información de lo que necesite, pero también le aviso, tenga cuidado, de tonto no tiene nada, pero nada.
– Me imagino.
– No, no se lo imagina, ese hombre ha pasado el calvario, y ahí lo tiene, si él afirma que no, es que no, y nadie se atreve a contradecirle.
– Le vi dos guardaespaldas.
– Él no quiere, me consta, pero su comunidad lo ha obligado, y menudos elementos, los hermanos Ugalde, cosa fina. Temen que le pueda pasar algo, porque cuando hay un problema, y los hay a montones, él es el que dice la última palabra y es justo. Incluso vienen de otras comunidades a pedir su consejo u opinión.
– No me jodas, que es ¿el rey gitano?
– Si tienen uno, sí.
Ahora si estaba un poco inquieto con la cita.
18. Pablo y Rosa. La Profecía
Capítulo IV
La Visita
Entró el Ayo en la habitación y ambas se callaron como si un rayo hubiera caído allí mismo.
– Ay, mis ángeles, -el abuelo abrió los brazos.
Las dos salieron corriendo y se abrazaron al Ayo Tomás, Rosa no había conocido a su padre y el abuelo y Tío Ricardo eran lo más cercano que tenía.
– Sentaros, -les mandó con cara seria-, que quiero preguntaros algo.
Lo hicieron ambas como si no hubieran roto un plato, esperando la pregunta, como si les fuera la vida en ello, para ellas el Ayo era sagrado, era más que nadie y nada.
– Mis niñas, -las miró y suspiró.
– ¿Qué ha pasado esta mañana?
– Ayo, que han “trincao” al Antoñín con to, -exclamó Ange con cara de susto.
– Ya me lo ha dicho tu padre, -aseveró con la cabeza.
– Y que un policía os ha avisado antes de detener a Antoñín para que os fuerais.
– Si, Ayo, -le contestó Rosa.
– Dos metros, -levantó la mano para poner una estatura muy alta.
– Con el corazón y la cara de un ángel, nos habrá visto tanta cara de pena, que nos ha “avisao”
– Ayo, no le hagas caso, -le comenta Ange con cara de indiferencia.
-Que no era tan guapo.
– Bueno, ya sois mujeres, -las cogió por la barbilla a cada una de ellas.
-Aunque no os hayáis dado cuenta, y las más guapas del mundo.
La dos sonrieron y se volvieron a abrazar al Ayo, que sonreía satisfecho.
– Ayo, -Rosa puso cara de sabihonda mientras asentía.
-El madero no era de aquí, hablaba muy finolis.
– Bien observado, -el abuelo enarcó un ojo en señal de preocupación.
– ¿Era mayor?
– Muy joven, -Rosa arrugó la cara y le asintió, apretando un carrillo.
– No tanto, -negaba Ange exagerando la expresión.
-Por lo menos tenía veintitantos.
El Ayo sonrió sin comentar nada, era viejo, muy viejo, y sabio, muy sabio.
Se levantó, y apoyado en su bastón se marchó, y sin volver la espalda levantó la mano girándola para despedirse.
Estaban cenando cuando el Ayo que presidía la mesa, les comentó.
– Mañana os quiero ver a todas muy guapas, -señaló a las dos primas con el dedo índice.
-Poneros algo bonito, alguien va a venir por la tarde y quiero que todas y todos estéis con el mejor aspecto posible.
– ¿Quién viene, Ayo?, -preguntó Rosa instantáneamente.
– Ya verás, meticona, -la miró dulcemente, Rosa no supo interpretar lo que quería indicarle.
Rosa iba a insistir, cuando el Ayo la miró y supo que tenía que callarse.
19. Pablo y Rosa. La Profecía
– Ricardo, -lo llama el Ayo, descansa sentado en el patio.
– Si, Pápa, -acerca la cara a su padre.
– Entérate quien ha sido el que les ha avisado a las niñas, -el Ayo pone cara de preocupación.
– Ya lo sé, Pápa, -le contesta Ricardo ufano.
– Así me gusta, -el Ayo está satisfecho.
– Un Inspector nuevo, Pablo Maldonado, la primera y nos ha “tocao”, -mueve la cabeza con preocupación.
– A nosotros, no, -el Ayo mueve la mano lateralmente.
– Pero al Antoñín…, -y Ricardo le pone las palmas de las manos hacía arriba.
– El Antoñín es un Calero, y nosotros somos Valdivia.
El Ayo agacha los ojos y niega con la cabeza.
– Pues Antonio padre, está que da bocados, que si esto que si lo otro, ya lo conoces, Pápa.
Ricardo se tapa la boca con un dedo.
– Demasiado bien, por desgracia, -el Ayo entrelaza las manos en señal de preocupación.
– Voy a invitar al Inspector a casa.
El Ayo le acerca la cara al oído de su hijo.
– No lo digas a nadie, pon a alguien en la Comisaria, ¿qué está, en la de Doctor Fleming?
– Si, Pápa, -Ricardo asiente con la cabeza.
– Bien, yo estaré cerca, y cuando lo vean salir que me llamen al móvil, que ya me ocupo yo de hablar con él.
El Ayo junta las manos tocándose dedo con dedo.
– ¿Que vas a hacer?, Pápa, -pregunta preocupado Ricardo.
– Evitar que haya problemas.
El Ayo acerca la barbilla al bastón.
– ¿Con los Calero?, -pregunta Ricardo.
– Es más complicado que eso, ya te iré contando.
Tomás mira hacia abajo fijando la vista en el suelo.
– Sí Pápa, lo que usted me mande, -Ricardo baja la cabeza aceptando lo que Ayo le ha contado.
– Gracias, hijo.
El Ayo le pone la mano en el hombro, sonríe, ya está todo hablado.
———————–
Pablo ha comido con Montes, apenas un buffet en media hora, tienen una inspección a treinta y dos joyerías. Un importante Fabricante ha detectado la fabricación y venta de imitaciones de sus productos en la ciudad, y les tocó de nuevo, treinta y dos joyerías, sabiendo que cuando pregunten en la primera, las otras treinta y una…, a volar, lo sabrán hasta donde no les incumba, pero es así, crear la lista, direcciones, persona de interés… etc., papeles y papeles.
Cuando entró el primer año de la Academia, un Profesor al que llamaban Caballo Loco, les explicó.
“No os equivoquéis, lo más importante de un policía no son las pistolas ni los cojones, sino un buen bolígrafo, papel de sobra y unos zapatos cómodos”
Santa palabra, pero Pablo ya había pasado por varias Comisarías y lo sabía. Santa Policía, tan jodida de noche como de día. Papeles, informes, consultas, listados, fichas, dosieres, todo para nada, lo sabían, pero…
Ya casi son las siete y media, y tiene que estar en casa de los Valdivia a las ocho y media, ha comprobado que en esa tierra cambian hasta los tiempos, normalmente el cenaba a las ocho y a las once ya estaba bien dormido, pero aquí el ritmo es distinto, el calor lo manda todo, se cena a las diez, a las once, incluso más tarde, y se duerme cuando se puede. Sabe que tiene que acostumbrarse, no le queda otra.
20. Pablo y Rosa. La Profecía
Después de la caminata por la Ribera, llega a su cuarto, se ducha, y mientras tanto son casi las ocho y cuarto, llama un taxi, se sube y cuando le da la dirección, el conductor le sonríe al contestar.
– Son quinientos metros de aquí, pero peatonales, -supongo que no le dice nada más porque están a la puerta de una Comisaría, sino…, -le indica amablemente.
-Derecho y la segunda a la izquierda.
Cañaverales 4.
Sigue las indicaciones, La Magdalena, San Lorenzo, todas calles estrechas y empedradas. Limpias y bien arregladas; subió por San Lorenzo, una magnífica Iglesia, continuó hacia arriba y encontró un callejón un poco ajado, con el pavimento de piedras levantadas, prestas a tropezar, con monolitos en las esquinas raspados por cientos de rozones de coche, ávidos de chapa y pintura.
A apenas quince metros, apareció un portón grande y un poco destartalado, que supuso que al venir después del dos era el cuatro, y sonrió satisfecho, chico listo. Comprueba que no hay timbre, solo una mano de aldaba, antigua como parece. La golpea con timidez, segundos después, en vista del mínimo sonido, volvió a repetir con más fuerza, imaginando que ahora alguien le habrá escuchado.
Diez segundos y se abre, ante él, aparece un hombre de unos treinta y tantos, alto, con bigote, de tez morena, bien parecido y con unos ojos verdes que ha visto antes en Tomás Valdivia, es serio, tiene las formas del viejo, pero más musculoso, le sorprende que lleve una coleta.
– ¿Don Tomás Valdivia?, -pregunta al hombre que le recibe.
– Pase, usted, ¿es Don Pablo?, -le pregunta el tipo sacando la barbilla.
– Pablo.
Le indica para quitar hierro.
– Ricardo Valdivia, -se presenta.
-Mi padre le está esperando, -tiene una voz grave pero agradable.
Pablo lo estudia mientras camina, la costumbre. Complexión atlética, facciones fuertes, bigote moreno, ojos verdes como ya sabía, un metro setenta y cinco, entrados los cuarenta, vuelve a calcular, no, treinta y pico, tiene algunas entradas y le ha desconcertado, va vestido normal, una camisa, unos pantalones tejanos, no parece gitano, aunque cualquiera puede parecerlo, es una deformación de policía.
Apenas empezaba a oscurecer, lo pasaron por un zaguán pequeño e iluminado por una lámpara de techo, verde, pequeña y fea como el demonio, una habitación de aspecto viejo y desconchado, pintada de verde oscuro hasta metro y medio y el resto de blanco desconchado.
Esperaba ver algo similar cuando abrió la puerta, pero a la luz del atardecer se le ofrece un placer para la vista, un patio amplio, rodeado de macetas por todos lados, bordeado en dos esquinas por limoneros, cuidados, pintados con cal blanca hasta medio tronco y cargados de limones, que ofrecen un bello contraste con el verde fuerte de sus hojas.
Rojos, rosas, verdes, azules, amarillos, todos fuertes y exuberantes. Ofrecen mil aromas, gitanillas, claveles, rosas, jazmines floridos, damas de noche… mil flores, mil aromas, mil colores, un regalo para los sentidos, todo limpio y cuidado, viejo y bello, pulcro y con solera.
Un suelo impoluto, de los de antes, de losetas entremezclándose en una celosía de colores, unos azulejos que se elevan a metro y medio, con un azul tiza, mostrando toros, veleros, playas lejanas, bailaoras, toda una historia en viejos y bellos azulejos, un regalo para los ojos, y allí sentado, en el centro de una mesa de doce comensales, presidiéndola, el viejo Valdivia.
El viejo Valdivia hizo el ademán de incorporarse ante la presencia de Pablo, este levantó la mano, como indicándole que no lo hiciera, y se acercó, ofreciéndole la mano.
– Don Tomás, -se ve más pequeño allí sentado.
– Don Pablo, -una amplia sonrisa ilumina su cara.
– Pablo, por favor.
– Tomás, por lo mismo.
– En eso quedamos, -le contestó Pablo, ofreciéndole la mejor de las sonrisas, que no eran normalmente así, tan amplias.
– Siéntese por favor, a mi derecha, -le señaló la silla cerca de él.
Después, supo que era el sitio reservado al primogénito o al invitado de honor, costumbres que después conoció, y que en aquel entonces no sabía nada de ellas.
Pablo y Rosa. La Profecía. Parte 21
Se sentó, y la silla de madera se quejó de la falta de respeto de su peso, el viejo sonrió, el hizo lo mismo.
– Grande como un roble, la buena madera pesa, -sonrió el viejo con satisfacción.
– Algunas veces demasiado, -se quejó Pablo.
– No se queje de lo que Dios le ha otorgado, -le recriminó con el dedo.
– Nunca lo hago, -una expresión de estar acostumbrado fue la que le puso.
– ¿Cristiano?, -el viejo abrió mucho los ojos al hacer la pregunta, para él era importante.
– Soy, -respondió el policía, asintiendo con la cabeza.
– Bien, bueno es saber que al que se habla, tiene Dios en que creer, -Tomás asintió también.
Ya le sudaban un poco las manos. Se hizo un silencio de unos segundos.
– Lo primero agradecerle el que haya venido a mi casa, es un honor contar con invitados que, sin conocer, son apreciados, -le comentó con satisfacción, apoyándose en el bastón.
– Muchas gracias por la invitación.
Respondió Pablo con la mayor cortesía.
– Le voy a presentar a mi familia, -se puso ancho como un pavo.
– Con mucho gusto, -contestó Pablo, algo totalmente cierto.
– Niñas, Ricardo, venid al patio, -gritó a la parte de enfrente del patio.
Volvió a aparecer Ricardo acompañado por una mujer de casi su misma edad, un poco más joven quizás, era la niña morena que había visto en el Mercadillo con unos pocos años más, pero lozana y bien acicalada, demasiado para su gusto, demasiado color, no era su gusto, Pablo venía de una tierra de tonos sobrios, todavía no se había acostumbrado a la luz del sur, a sus colores.
Por lo demás, tan guapa como su hija, pero contundente en las formas, voluptuosa casi, un pedazo de mujer, hacían buena pareja Ricardo y ella.
– Este es mi hijo Ricardo, a quien ya conoce.
Se fijó que ahora llevaba un chaleco y una camisa negra.
– Mi nuera Ester.
Le estrechó la mano, pequeña y cuidada, pintadas las uñas de un rojo fuerte.
– ¿Y las niñas?, -preguntó Tomás a su nuera.
– Ahora vienen Ayo, ya las conoces.
En ese momento bajaban por la escalera las que supuso eran las dos chicas que había conocido en el mercadillo, aún no se veían, pero se adivinaban por sus risas.
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Capítulo V
Inesperado
Rosa se arregló, para ella apenas, un antiguo trajecito negro y una trenza, su cadenita con la cruz de oro, la que le regaló su madre, por lo demás, ni pintura siquiera, y pensó, “¿para qué?”, seguramente vendría algún amigo de su Tío o del Ayo, una tarde aburrida. Ange y ella podían haber salido a dar una vuelta con las amigas, pero eso era lo que había.
Cuando bajó las escaleras casi se cae de la impresión, allí estaba el padre de sus hijos, en su casa, envuelto para regalo. Había que mirarlo dos veces, casi no cogía en la silla, que daba pena del agobio que tenía, lo remiró, una mandíbula casi cuadrada, pero sin hacerlo basto, un pelo corto que resaltaba sus facciones, unos ojos verdes de película, de galán de cine americano, y el cuerpo de Tarzán.
El codazo que le dio Ange casi le rompe una costilla.
– Tu pollo está aquí, -Ange la miró con socarronería, arrugando los labios.
– Vete a la mierda, -le contestó Rosita sin mover los labios, ellas siempre con una educación exquisita, o quizás escasita.
Cuando se levantó para presentarlas lo pudo ver mejor, una camisa entallada, no de confección, sino del pecho musculoso que se marcaba en la camisa, unos ojos verdes de caerse de espaldas, la sonrisa de un querubín y un pelo rubio…. para comérselo, y ella que no le llegaba ni al cuello, pero eso le daba igual, «ese es pa mi», pensó en su inocencia, pero con la convicción de que seguro que lo conseguiría.
22. Pablo y Rosa. La Profecía
Pensó que, si no bebía, mejor, ¿que no fumaba tampoco?, más mejor, vicio ninguno, ella tenía que ser su vicio, ¿qué quiere naranja? todas las de Valencia le traía, Mirinda, Fanta, aunque haya que pintarlas.
“Y que si se entera de sí tiene novia», se fijó en su mente, aunque el Ayo no la dejara salir nunca más, que, si se enteraba, que se enteró, y que si se tenía que enterar de que no era una niña y no tenía novio, pues eso, lo mismo.
Rosa lo mira con cara de “que tonto es”, pues no va y asegura que no las salvó, será payo.
A ella se lo va a decir, que no se fijó, seguro.
Lo llenó de comida, con la certeza de que a ella no se le moría de hambre, ¡que no ha “matao” gente la educación!, pensó, “cuchará viene cuchará va”, que hay que mantener ese cuerpo.
Pablo contempló como bajaban por una escalera que comunicaba al patio, encalada y blanca, pasaban en ese momento un arco grande de ladrillos naranja; la morena lucía guapísima, con un traje crudo, mostrando la figura de toda una mujer, pecho proporcionado y caderas amplias, pero sin exagerar, un bello óvalo de cara, unos atrayentes ojos destacados con un rabillo exagerado y del color de los de su abuelo.
Pero la otra, lo supiera o no, todo lo atrapaba, todo lo absorbía, su perfección, su sobriedad, sin ningún tipo de pintura, era lo más bonito que nunca se hubiera imaginado; sobre unos exagerados tacones, un traje negro, que embutía un tipo digno de las mejores pasarelas, un trenza rubia engarzada en una cola romana que le caía sobre el hombro, resaltándose sobre el negro del traje, un talle de avispa, una boca perfecta, una sonrisa mágica, y unos ojos azules, que parecían resplandecer a la luz del atardecer.
Se quedó embobado, casi se le cortó la respiración, no entendía el poder de aquella muchacha; cuando la veía, todo lo demás desaparecía, su corazón latía más que cuando corría, y le parecía que los colores subían a su cara, diciéndole a todos lo que sentía. Quería salir del embrujo, pero, a la vez, desesperadamente, deseaba poder seguir mirándola más tiempo.
Se acercaron y Pablo seguía embrujado, sintiendo el dolor en el corazón de algo maravilloso que no se puede tener, de lo prohibido y anhelado.
– Estas son mis nietas, las niñas de mis ojos, la alegría de mi vida. Esta es Angelita, -señaló Tomás mirándola con satisfacción.
– Ange, Ayo, -una preciosa sonrisa.
– Encantado, -y Pablo no mentía.
– Esta es Rosita, -le señaló a lo más bonito que podía existir en la tierra.
– Rosa, Ayo, -le corrigió Rosa luciendo la más encantadora de las sonrisas.
– Encantado, -respondió, pero estaba, no encantado, más bien embelesado, un gran imbécil. Ya sabía que la diosa se llamaba Rosa. Su hechicera Rosa.
– Sentémonos, -le indicó Tomás.
– ¿Que le gustaría tomar?, ¿Usted bebe?, -preguntó Ester acercándose a él.
– Agua, gracias.
– ¿No le apetece un vinito?, -insistió la mujer.
– No bebo alcohol, gracias, -le respondió Pablo, sin quererla ofender.
– Eso lo cura el tiempo, ¿una coca cola?, -preguntó Ricardo.
– Algo de naranja, si no es molestia, -se dejó convencer.
– Rosita, tráele al señor algo de naranja.
– Si, Ayo.
Fue hacia una puerta que imaginó que era la de la cocina, y su figura se dibujó en el contraste de la luz.
23. Pablo y Rosa. La Profecía
Recortada entre las flores, estas parecían avergonzarse ante su belleza, asemejaba un cuadro de algún pintor de luces y colores, pero él sabía que ninguna mano podría dibujar esa magia, y volvió a sentir como su corazón latía con más fuerza. La figura de una diosa.
– Entonces, ¿de dónde es usted?, -le preguntó Ricardo.
– Del Norte, de Santander.
– Mucho frio, -comentó Ricardo inclinando la cabeza.
– Es donde lo fabrican, -le contestó Pablo sonriendo.
– Tiene gracia, Don Pablo, -respondió Ricardo, quizás por cortesía.
– Pablo, por favor.
– ¿Y cómo Policía?, ¿de familia? – Le volvió a preguntar Ricardo.
– No, mi padre es Médico y mi madre Maestra, pero es mi vocación de siempre.
– ¿Y cuántos años tiene?, -preguntó Rosa que se había colocado detrás de él con el refresco de naranja. No podía ver su cara, pero la voz denotaba determinación y picardía a la vez.
– Niña, -la intentó corregir Tomás.
– No pasa nada, soy joven todavía, el mes pasado cumplí veintitrés.
Ella se puso a su lado y le colocó la naranja en la mesa.
– ¿Y ya Inspector?
Volvió a preguntar Rosita, que no se callaba a pesar de las miradas del resto de su familia, salvo Ángela que tenía una sonrisa socarrona.
Y a él se le caía la baba mirándola. Se le había puesto de frente.
– Si, mi primer destino, aquí, a más de ochocientos kilómetros de mi casa, -se le escapó un suspiro de añoranza.
– La novia no tiene que estar muy contenta, -comentó Rosita inclinando la cabeza.
Si los ojos mataran, la habrían matado cuatro veces, pero a ella parecía importarle muy poco esas miradas.
– No, no tengo, hasta ahora solo estudiar, la Academia, las prácticas, y ahora mi destino, una vida aburrida, -comentó con cara de tedio, y era real.
– ¿Aburrida?, -responde Rosita.
-Pero si lo tiene usted todo, -continuó hablando, después afirmó lo dicho poniendo cara de asombro.
– Rosita, cállate, no agobies al Señor.
Tomás le hizo un gesto de la cara para que se callara.
– Si, Ayo.
Agachó la cabeza, pero dejando ver, a la vez, que no estaba muy convencida.
Le sirvió el refresco y se sentó con un mohín que a él me pareció encantador, como todo en ella.
– Disculpe usted a mi nieta, es ya una mujer, pero algunas veces se comporta como una chiquilla, -Tomas lo miró buscando comprensión por su parte.
– No se preocupe, son preguntas que yo haría, -le contestó Pablo intentando disculparla.
– Pues yo cumplí diecisiete hace cuatro meses, ya tengo casi dieciocho, no tengo novio, nací aquí, y trabajo con mi familia, ves Ayo, es fácil, -puso una cara de redicha que en otra menos bella hubiera sido hasta feo.
– ¡Rosita…!, -intentó callarla Tomás, cansado del interrogatorio.
– Si, Ayo, me callo, -agachó la cabeza sin estar del todo convencida.
– Mira que es burra, Ayo, -afirmó Angelita que estaba riendo casi a carcajadas.
– Burra tú, que inventaste a los burros, -le contestó a Ange con un mohín de labios.
– Niñas…, -volvió a regañarlas Tomás, cansado de la pelea.
-Y ante una visita.
Agacharon la cabeza las dos y se callaron.
– Discúlpelas Pablo, son muy jóvenes, -pidió Ricardo.
– No se preocupen, es una bendición oír sonrisas claras después de estar todo el día trabajando en tierra extraña, -Pablo lo comentó, era verdad.
– ¿Tierra extraña?, -Preguntó Tomás, acuérdese de lo que le digo Pablo, esta es ya su tierra, lo veo aquí, cualquier otra tierra si le será extraña, siempre volverá aquí.
Volvió a repetir Tomas aseverando, y con gesto de no tener la más mínima duda.
– Don Tomás, la vida da muchas vueltas.
24. Pablo y Rosa. La Profecía
A Pablo le parecieron cosas de un anciano.
– Si Pápa lo afirma, yo le haría caso, tiene algo que ve en los demás, que nadie es capaz de ver, -afirmó Ricardo, que no hablaba mucho.
Lo que no sabía es que se acordaría de esta frase toda su vida.
– Déjalo Ricardo, -Tomás movió la cabeza levemente, indicando que lo dejara.
Una mirada más del anciano.
-El motivo del que le hayamos invitado es agradecerle de corazón todos los que estamos aquí.
Apoyó la mano en su brazo.
-Por el aviso que dio a mis nietas, que además estaban solas, les evitó el susto, se lo agradecemos de todo de corazón.
– No sé de qué me está hablando.
Pablo puso media sonrisa, ambos sabían el porqué del agradecimiento.
Tomás sonrió, afirmando con la misma expresión pícara lo que él tenía en su cara.
– ! Pero si fue usted ¡, a mí se me va a olvidar esa cara, -se encendió Rosita que parecía presta a saltar en defensa de lo que decía.
– Rosita, cállate, -ordenó Tomás, le echó una mirada de esas que matan.
– Pero…, -intentó responder, no daba su brazo a torcer, aunque esta vez con menos ímpetu.
– Que te calles, -le repitió a Rosita, y volviéndose a él, se excusó-, le vuelvo a pedir que disculpe a mi nieta.
– No hay nada que disculpar, -Pablo negó con la cabeza, verla, estuviera enfadada o no, era un placer para sus ojos.
– Cenemos, -pidió Tomás, hizo un ademán señalando los apetitosos platos.
Delante de ellos, colocados militarmente, se mostraba toda una degustación de platos típicos, salmorejo, rabo de toro, boquerones en vinagre, croquetas, flamenquines, una delicia para los ojos, hambre traía, pero al ver aquello no supo cómo no lee gruñeron las tripas.
¡Y él, que no tenía apetito!, y Rosita su ángel, a su lado.
– Pruebe los boquerones, -le pidió como si fuera un niño pequeño.
Ni se lo planteaba, comía boquerones.
– Están buenos, eh…
Y ella le sonreía, y Pablo asentía, sintiendo que ponía cara de idiota.
Le acercaba una cuchara llena de salmorejo, y como los niños, se la colocaba en la boca.
– Esto sí que está bueno.
Lo miraba con los ojos muy abiertos, esperando que diera su aprobación.
Pablo volvía a asentir.
De vez en cuando el Ayo.
– Rosita, no agobies.
Lo hacía aun sabiendo que ella no iba a parar.
– Sí, Ayo.
Agachaba la cabeza un segundo, e instantes después…
A los cinco segundos igual, y ella comía al ritmo de Pablo, con la misma cuchara, probaba algo, se relamía, cogía otra palada y se la volvía a colocar en la boca. Incansable, como si él no supiera comer, y Pablo se dejaba hacer, embelesado.
– Prueba esto, que mira que mi tía tiene una mano.
Y se le olvidaba el usted, y le limpiaba la comisura con una servilleta, era una situación cómica, Pablo estaba encantado.
Cuando terminaron, eran ya las diez de la noche, habló Tomás y mandó.
– Niñas, traednos unos cafés, que tenemos que hablar de cosas de hombres.
Aquello no admitía otro tipo de interpretación.
Obedientes, todas se levantaron, al poco trajeron una cafetera, y cada uno se sirvió a su gusto.
Pablo, el café no lo perdonaba.
– El otro asunto por el que quería conversar con usted es otro, ¿no le importa que esté aquí mi hijo Ricardo?
Miró a su hijo, y después a Pablo, pidiendo su aprobación.
– No, en absoluto, -negó moviendo la cabeza.
– Bien, -prosiguió Tomás.
-El asunto es que han detenido a Antonio Calero, ¿es correcto?
25. Pablo y Rosa. La Profecía
Miró a Pablo intentando que lo validara.
– No tengo ningún problema en confirmárselo, pero nada más puedo decirle.
Pablo lo miró a los ojos fijamente, para que supiera que de ese asunto nada más obtendría de él.
– Lo sé, pero he hablado con Fuentes y estoy al corriente de todo lo del Antoñín, eso no es lo que me preocupa.
Cogió el bastón que descansaba a su lado, y colocó la barbilla en la empuñadura.
-Lo que realmente me preocupa es su padre, Antonio Calero, ¿lo conoce?
– No, -le contestó Pablo, se quedó intrigado, ¿que tenía que ver el padre del detenido?
– Bien, -le comentó-, a Antonio padre le tengo aprecio, pero es muy «nervioso»
Movió la mano como si le temblara.
-Ni él ni su hijo van a contarles nada de nada, se comerá el marrón y si tiene que entrar en la trena, entrará, y saldrá sin abrir la boca.
– Es su derecho, -contestó Pablo con seriedad.
– Lo sé, pero no quiero que Antonio padre cometa una tontería.
Movió la cabeza despacio hasta inclinarla.
-Y esto lo pone en el filo de la navaja, y no creo que aguante mucho.
– ¿Sobre qué?
Pablo no comprendía nada.
– Yo me entiendo, perdóneme que sobre esto no le cuente más, lo que quiero que sepa, es que ninguno de mi familia es un chivato.
Puso la mano con la palma hacia él.
-Pero si ustedes quieren hacer una detención, digamos, más arriba, podríamos, quizás, indicarles cómo hacerla.
Movió la cabeza de un lado a otro muy despacio.
– Y en condiciones; todo esto, por supuesto, si ustedes están dispuestos a pasar la mano con Antoñín.
– Tendría que consultarlo, -respondió Pablo, mirándolo de lado.
– Pero más importante aún, no puede parecer que Antoñín o Antonio padre han colaborado.
Movió las manos de un lado a otro.
-Que se pierda la ropa, no lo sé, cualquier cosa que no les haga parecer tontos, pero que no le indique a nadie, ni de afuera ni de adentro, que han colaborado con la policía.
– ¿Cómo?, -volvió a preguntar Pablo mirándolo a los ojos.
– Hay ojos y oídos donde nadie cree que puedan colarse, -inclinó la cabeza, y torció el labio.
– ¿Hay un soplón en comisaria?, -la cara de Pablo cambió por la inesperada noticia.
– Nadie ha dicho eso, pero el que evita la ocasión evita el peligro, -volvió a poner la mano con la palma hacia Pablo.
– Tendría que consultarlo, pero en caso de que aceptáramos, ¿de qué estamos hablando?
Levantó la barbilla, todo le sonaba extraño.
– Fabricante e Importador, en una caja y con lazo.
Corroboró Tomás, asintió con la cabeza y sonrió.
– Bien, oído. Estaremos en contacto, -asintió Pablo también.
– Y por favor, Pablo, pónganos bien en el informe, pero si puede hablarlo en vez de escribirlo, sería mejor.
Movió la cabeza de un lado a otro, indicándole su preferencia.
Se despidió, y no volvió a ver a Rosa aquella noche, eso le entristeció, pero el haber estado con ella, dio un poco de paz a su alma.
————
Recién llegadas al dormitorio, charlan como cotorras, la de siempre, Ange, comenta las jugadas más interesantes.
– Pues sí que está bueno, yo le hacía un favor, -Ange mira a Rosa levantando las cejas, sonríe, sabe que a Rosa le puede.
– Y yo te arranco las tripas a bocados, mío y sólo mío, -Rosa le enseña los dientes, la hubiera mordido.
– ¿Te ha dado fuerte?, -le pregunta Ange con socarronería.
– Fuerte, eso no es “na”, ese es “pa” mí, y tú me conoces, -la miró a los ojos, estaba decidida.
– Sí, hija mía, como se te meta algo en la cabeza, malo, pero como se te meta en el…, apaga y vámonos, -Ange puso su mejor cara de hastío.
Empezaron a reír como locas.
– Tú lo que estás es muy salía, -Ange le dio un manotazo en toda la entrepierna.
– Pues anda que tú, -le respondió Rosa abalanzándome sobre ella.
– Si, pero yo sólo con él, tú con cualquiera, -le contestó Rosa agarrándola de los brazos.
– Serás guarra, -respondió Ange sin cortarse.
Y así hasta que se durmieron.
Y a pesar de la boca que tenían, seguían siendo vírgenes.
26. Pablo y Rosa. La Profecía
El comisario mira el expediente de Pablo, quiere saber quién es, en profundidad el nuevo de la Comisaría.
Ficha Inspector 3707 Maldonado Robles, Pablo Manuel.
Pruebas Físicas. Excelente.
Pruebas Psicológicas. Carácter fuerte, emprendedor, dedicado, obediente, pero no dócil, de profundas convicciones. Valido con aptitudes.
Morfología:
Ojos: Verdes
Altura: 1.94 centímetros.
Peso: 118 Kilos.
Constitución: Atlética
Campeón Esgrima Academia General.
Segundo Dan Taekwondo.
Subcampeón Academia general 100 metros Braza.
Campeón Academia General 100 metros mariposa.
Especializaciones:
– Derecho.
– Informática
– Criminología.
Nota media cursos: 7.34
Puesto Promoción 2017: 3 de 46
No se hace notar mala aptitud en ningún extremo.
Oficial de confianza en curso academia.
Recomendaciones:
Puesto de mando, dirección de grupo, motivación de personal.
Curso Subinspector
-Puesto Promoción 2015: 7 de 126.
Nota Media: 8.10
Practicas: Comisaría de Policía de Ponferrada
Observaciones: Medalla al Mérito Policial Bronce. Expediente 1457/PO
Curso Agente
– Puesto Promoción 2014: 11 de 423
– Nota Media: 8.23
– Practicas: Jefatura Superior de Policía de Galicia
-Observaciones: Apto
Buen elemento, pensó mientras releía el expediente, llegaría lejos si no metía la pata, sólo esperaba que no se quemara pronto, lo había visto demasiadas veces, pero merecía la pena apostar a este caballo.
– Pase, Maldonado, estaba leyendo su expediente de nuevo, excelente, pero quiero ver como lo mejora, esperamos grandes cosas de usted, -lo miró intentado sacar una opinión más acertada de Maldonado.
– Muchas gracias señor. Lo intentaré, -Maldonado seguía derecho como un palo.
– Eso espero, ¿y el informe?, -le preguntó autoritariamente.
– Si me disculpa, creo que es mejor que se lo dé de viva voz, -no se encogió por el mandato.
– ¿Por qué?, -preguntó el Comisario Jefe algo extrañado-, ¿y el Subinspector?, no me gustan las sorpresas.
– No sabe que estoy aquí, -respondió Pablo sin moverse un ápice.
– ¿A qué viene todo esto?, me está confundiendo y no me gusta, -algo empezó a olerle mal, ¿y si se había equivocado con Maldonado?, lo estaba sacando de sus casillas.
– Es delicado, señor, me gustaría que lo que voy a decirle no se malinterpretara, sólo voy a repetir lo mejor que recuerde las palabras de Valdivia, y quiero que las oiga usted primero de mí, después me ordena lo que debo hacer, y ni una sola pregunta más.
– Continúe, -indicó con la mano.
– Algo gordo está pasando con los Valdivia.
– ¿Cómo qué?, insistió el Comisario Jefe.
-No me gustan tantas vueltas, -continuó hablando.
– No lo sé, pero intentaré explicárselo lo mejor que pueda.
– Hágalo, no se deje nada, -se estaba cansando.
– Ayer, como usted me mandó, fui a casa de Valdivia, me recibió estupendamente, me presentó a toda su familia, cenamos, y después nos quedamos solos su hijo Ricardo, Tomás y yo. Aquí viene lo interesante, sin muchos rodeos me indica que sabe todo lo que pasa con Antonio Calero hijo.
– ¿Hijo?, -sorpresa al canto.
– Sí, es que también tiene algo que ver el padre.
Pablo lo miró, asintiendo.
– Continúe, -al Comisario Jefe le parecía interesante.
– Bien, pues me explica directamente que Céspedes, el abogado, lo tiene al día de todo, y que sabe que ahora Antonio Calero hijo, al tener antecedentes, va a ir a la cárcel de fijo, no sé por qué, el padre de Antonio Calero está descontrolado, no me indican nada más, sólo eso acerca de Antonio Calero padre.
– Es que Antonio Calero padre tiene historia, todo un ejemplar.
27. Pablo y Rosa. La Profecía
El Comisario Jefe mueve la cabeza, ¡vaya si sabía de quien estaba hablando!, pensó.
-Bien, pues me cuenta que, si perdemos las pruebas o cualquier otra cosa que pueda llevar a la liberación de Antonio Calero hijo, que nos sube de nivel, y que nos entrega al fabricante e importador, y repito sus palabras «en caja y con lazo», con todas las pruebas necesarias para hacer un gran arresto.
– Interesante, -sí que lo era, pensó el Comisario Jefe.
– Aquí viene, lo que yo creo que es más intrigante, que no puede aparecer por ningún lado, que nadie de ellos ha colaborado de ninguna forma.
Maldonado abrió un poco los ojos y movió la cabeza.
– Eso va a ser difícil.
El Comisario Jefe juntó las manos intentando hallar la forma mientras continuaba hablando.
– Pero, lo que me viene a indicar, que no me dice, es que aquí hay alguien que sopla información afuera, vamos, un topo.
Estudiaba la expresión del Jefe.
– ¿Usted lo cree?, -le preguntó el Comisario Jefe con la mirada, lo que afirmaba era serio.
– Yo soy nuevo, no puedo opinar, -Maldonado volvió a la postura de esfinge.
– Bien, Montes es de confianza, de momento, ningún informe, pero si Valdivia lo pide, su motivo tiene, démosle tiempo, ¿en qué ha quedado?
“Aligere hombre de Dios”, que me va a matar, pensó el Comisario Jefe.
– Espero su decisión, -se echó hacia atrás, todo estaba en sus manos, el Comisario Jefe, suspiró.
– Bien, llámelo y vaya a su casa, busque un motivo, el que sea, que va a comprar ropa o algo similar, pero sólo converse con los dos que ha hablado, el viejo y su hijo.
El Comisario Jefe paró un momento, intentando darle forma.
-Dígales que la cosa tiene sentido, pero que necesitamos más información para poder dar el siguiente paso, que es hablar con el fiscal, el asunto está en manos de la Fiscalía como bien sabe.
Maldonado asintió con la cabeza.
– Puede retirarse, -el Comisario Jefe miró hacia arriba, le parecía un buen asunto.
– Con su permiso, -Pablo se retiró tieso como un palo.
Pablo salió del despacho de Delgado y buscó a Montes, no taró en encontrarlo sentado en su mesa, absorto en la pantalla del ordenador.
– Montes, ¿puedes venir a mi despacho?
Estaba justo al lado.
Se levantó y lo siguió, una vez allí, Pablo le comentó la parte que debía contarle de lo que le había relatado al Comisario Jefe Delgado.
Por supuesto, en ninguno de los casos comentó nada acerca del aviso a las nietas de Valdivia, por eso estaban aún más extrañados de su relación con el viejo.
– ¿Qué te parece?, -le preguntó Pablo, esperando que comentara algo nuevo.
– Interesante, -se quedó un momento pensativo.
-Pero aquí hay algo raro, más bien gordo, esto no va sólo de darnos a un falsificador, aquí hay algo más.
– Yo también lo pienso, sigue con lo de las joyerías, voy a llamar a Valdivia, -Pablo cogió el móvil.
– A sus órdenes, -se levantó y se marchó con desgana, le hubiera gustado quedarse. Salió del despacho de Maldonado.
Pablo miró el móvil y marcó el teléfono que aparecía en la tarjeta.
Respondió una voz joven.
– ¿Diga?
– ¿Tomás Valdivia?
– ¿De parte de quién?
– Pablo Maldonado.
– Un momento, -se oyó un ruido, y en un susurro «el poli»
– Pablo, amigo, ¿cómo está?
– Bien, Tomás.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Me gustaría comprar ropa de mi talla, es difícil de encontrar, me han dicho que en su casa podría tener.
– Por supuesto, ¿cuándo le viene bien?, -el viejo lo había pillado a la primera.
– A última hora de la tarde, como ayer.
– Perfecto, -le respondió.
– Una cosa más, Tomás, ¿estará usted allí?, -no confiaba en que lo hubiera captado, por si acaso, lo repitió.
– Sí, me acercaré para estrecharle la mano.
– Bien, gracias.
– A usted, Tomás.
28. Pablo y Rosa. La Profecía
Tocó la pantalla del móvil para desconectar, y la luz que indicaba que la conversación había sido grabada con éxito y enviada a la central, parpadeó en la esquina superior izquierda.
Se quedó pensativo, en apenas dos días su vida se había complicado en muchos sentidos, unos más agradables otros menos, y en ese momento sintió inquietud ante la velocidad con la que se sucedían de los acontecimientos; no le gustaban las cosas tan rápidas, prefería controlarlas, y aquí solamente se tenía que dejar llevar por el cúmulo de situaciones, se sentía como una pelota de pingpong, y eso no le gustaba, aunque se sentía seguro de que estaría a la altura…, por la cuenta que me traía.
Intrigado por esa historia, introdujo su clave en el ordenador y buscó «Tomás Valdivia». En unos instantes aparecieron varios con el mismo nombre, se fue al que buscaba.
Apareció la ficha con una foto de un Tomás Valdivia más joven. Obvió la morfología, lo conocía personalmente, avanzó hasta llegar al historial.
Restó los años, y con la fecha de nacimiento, le salieron sesenta y cuatro. Aparentaba menos el puñetero.
– Viudo de María de los Dolores Tordesillas López.
– Hijos dos, Ricardo y María Dolores (Fallecida).
– Antecedentes: No tiene.
Buscó «María Dolores Valdivia Tordesillas»
Apareció la ficha de carnet de una mujer joven de apenas 20 años, morena pero muy guapa con unos ojos verdes parecidos a los de Tomás Valdivia.
– María Dolores Valdivia Tordesillas
– Nacida en Córdoba, el 17 de Febrero de 1982.
– Fallecida causas naturales (parto), 15 agosto 2.000
– Hijos: uno Rosa Lupei Valdivia.
– Antecedentes: No tiene.
Buscó Rosa Lupei Valdivia.
– Nacida el 14 Agosto de 2.000
Padres: Aurel Lupei y María Dolores Valdivia Tordesillas.
Buscó Aurel Lupei
Apareció la foto de un hombre de ojos azules, guapo, pero con las facciones duras y un aspecto carcelario.
– Aurel Lupei
– Nacido en Honedoara (Rumania)
– Estatura: 185 cm
– Ojos: Azules
– Complexión: Atlética.
– Casado con María Dolores Valdivia Tordesillas (Fallecida)
– Hijos: Rosa María Lupei Valdivia.
– Marcas: Tatuaje de lobo en brazo derecho, sin leyenda, tatuaje en brazo izquierdo, corazón con la leyenda Lola/Rosa.
– Estado: En busca y captura. Peligroso.
– Sospechoso. Asalto Joyería Hermanos Mendoza (Madrid), dos heridos. 22/11/1996
– Sospechoso: Muerte violenta de Juan Rastrojo Muñoz y Alberto Rastrojo Muñoz. 10/01/1999
Seguía una lista interminable de delitos, pero aquellos, por las fechas y los protagonistas se le quedaron en la mente.
Supo de dónde venían los ojos azules de Rosa. Y su madre muerta en el parto, una triste historia, una vida dura.
Lo que no entendía ahora, era por qué Tomás quería ayudar a Antonio Calero, otro misterio más.
Salió del despacho y se sentó al lado de Montes que continuaba con la lista de joyerías.
– Demasiadas, -le contestó Pablo con hastío.
– Sí, ¿cuántas podemos intervenir a la vez?, -le preguntó, no sabía de los medios de los que podía disponer.
– Tenemos dos agentes, Santos, yo mismo y usted, digo tú, -le respondió con cara de resignación.
– ¿Y con eso pretenden que paremos la falsificación?, -se quedó sorprendido.
– Ya sabe el lema de la policía, pocos medios, muchos resultados.
Como todos los agentes, se mostraba desesperanzado.
– ¿Tenemos información más específica de alguna joyería que tengamos la certeza de que mueve ese material? -preguntó intentando buscar más posibilidades de acierto.
– No ha habido tiempo, -abrió las manos expresando su impotencia.
– ¿Al azar?, -preguntó pensando que era más acertar que escoger.
– Sí, -afirmó Montes.
– Planchazo seguro, ¿No tenemos ningún confite?
Le extrañaba que nadie los ayudara.
– No, y no queremos que narcóticos ni criminal metan los hocicos, ellos sí tienen, pero ya sabe, es nuestro problema. Departamento nuevo, viejos problemas, -eso era lo que tenían, expresado claramente.
– Añádale nuevo Inspector, dos subinspectores adscritos a la vez…
Perfecto, era lo de siempre ¡los nuevos!
– Tenemos que ganarlo a pulso, pero…con suerte, aunque, Maldonado, me parece que la gastaste ayer toda.
Eso le decía que cualquier cosa que obtuvieran sería fruto del azar.
– Seguro que sí, -respondió con desgana.
29. Pablo y Rosa. La Profecía
– ¿Ester?, -el viejo Tomás llamó a su nuera.
– Sí, Ayo, dígame.
– Esta tarde la Rosita se queda aquí.
Cara de sorpresa de Ester.
-Ange va a ir sola a comprar, y que Rosita atienda a Pablo cuando venga. Déjalos que hablen a solas.
– Pero Ayo, no lo veo conveniente.
Ester levantó las manos.
-Es una niña, y a solas con un hombre.
– Tú vas a estar ahí.
Tomás la señaló con el dedo.
-Y no le vas a quitar ojo de encima, sin que se den cuenta, pero te lo digo con mi certeza, de que nada malo le deparará a la niña mientras ese hombre este a su lado.
– Ay Ayo que miedo, ¿qué ha visto?, -Ester se puso las manos en la cara.
– He visto a esos dos, felices, es el futuro.
El anciano intentó tranquilizarla.
-Y si te opones al futuro sólo traerás desgracias.
– Ay Ayo, que es mi niña, ¿cómo se la vamos a dejar a un payo?, que la quiero tanto como a mi hija, -Ester empezó a llorar.
– No llores mujer, ¿tú me has visto equivocarme alguna vez?, -le preguntó cogiéndole con su mano la barbilla.
– No, Ayo, -Ester agachó la cara.
– ¿Tú crees que le voy a entregar a nadie la niña de mis ojos, sin que se lo haya merecido mil veces?, -le levantó la cara y la miró a los ojos.
– No, Ayo, -Ester lo miró queriendo leer en los viejos ojos.
– Anda, belleza, tráeme un café al patio, y dile a mi hijo que venga.
Ester no las tenía todas consigo, la mujer le besó la mano.
– Bendito sea, Ayo.
– Bendita seas, Ester, -el viejo Tomás le sonrió.
Se alejó caminando hacia el patio con paso lento. Durante un momento paró, se sentía aún más viejo, durante un instante elevó los ojos al cielo, y trató de mirar con sus cansados ojos a Dios, pensó «Señor dame vida para que pueda protegerlos de lo que viene».
Se sentó, y esperó el café y a su hijo.
– ¿Qué quería usted?, Pápa, -preguntó Ricardo.
– Tengo que hablar contigo, – Tomás lo miró seriamente.
– Dígame usted, -Ricardo podía esperar cualquier cosa, extraños días.
– He estado con Antonio Calero, -Tomás puso cara de preocupación.
– Y ¿qué?, -Ricardo le pidió, moviendo la mano, que le contara.
– Un problema, está como loco.
Tomás movió la cabeza, mostrando su preocupación.
-No solo por lo de Antoñín, ahora con lo del nene, quiere correr más en ese asunto que tantos problemas nos puede traer.
– Está loco, nos va a destruir.
– El sólo ve el dinero, tenemos que cortarlo de raíz, no hay otra posibilidad.
– Pero, ¿con la Policía?
– No con la policía, con Pablo, sinceramente, hijo, hace tres días no sabía cómo parar al Calero sin que reventara todo.
– Pero si es un chaval con placa, muy grande la placa, pero es un imberbe.
– Tiene corazón, la primera vez que lo vi fue como si lo conociera y muy bien, ya sabes que hay cosas que sé y no puedo explicar, un «barrunto», como decimos, pero sé que podemos confiar en él, Ricardo, yo te pido que confíes en él, ¿lo harás?
– Pápa, usted sabe que lo que me pida, para mí, es sagrado.
– Lo sé hijo mío, y me siento orgulloso de eso.
– Pero ¿y lo de la Rosita?, -Ricardo seguía sin estar convencido.
– A ti no tengo que explicarte nada, es como tu hija, ¿no?
– Sí, Pápa, -Ricardo agachó la cabeza, asintió.
– Pero no eres su padre, ella es de aquí, y a la vez no lo es, se siente nuestra y extraña, su aspecto no es el nuestro, tú sabes que tiene muchos pretendientes.
– Y no dan más por culo porque nos conocen, -Ricardo pensó en lo dicho por su padre y se sintió mal.
– ¿Sabes hijo mío, como la llaman?
Tomás acerco su cara a la de su hijo.
– No, la llaman de muchas formas, Pápa.
Ricardo sabía algunas.
– La Joya.
30. Pablo y Rosa. La Profecía
Tomás levantó la barbilla.
– Joder, un problema.
– Nieta mía y guapa como una Virgen, con posibles, además de lista y trabajadora. Pero te hago una pregunta, ¿si la damos en casamiento a alguien?, ¿tú crees que será feliz?
Ricardo agachó la cabeza pensativo, al momento la levantó.
– No Pápa, tiene usted razón, y ¿por eso el payo?
A pesar de todo seguía sin verlo.
– No hijo mío, no es el payo, cuando vi juntos a los dos, lo sentí natural, como cuando ves que algo se completa, que no comprendes como han podido estar separados, pues eso supe en ese momento, y te lo digo hijo mío, que sentí como si una tarea estuviera hecha, y por unos instantes me pareció que me pesaban menos los hombros, sabía que Rosita nunca estaría sola e indefensa.
– Sí, Pápa, -Ricardo no lo veía, pero si su Padre lo decía era santa palabra.
– Vamos a tomar el café que se enfría y así no me gusta.
– Sí, Pápa.
Nada más quedaba por decir.
Capítulo VI
Un Huésped Inesperado
Rosita se había despertado tarde, por una vez, y no llovía, holgazaneó un rato en la cama, y cuando se aburrió, cogió la almohada y la tiró con todas las fuerzas a Ange.
Le dio en la cabeza, y se levantó de golpe.
– Son las diez, so perra, despierta, -le gritó mientras me miraba con cara asesina.
– Vete a la mierda, para un día que puedo dormir, déjame tranquila, -se puso la almohada sobre la cabeza.
Se levantó se fue a su cama y se colocó sobre sus espaldas a horcajadas.
– Arre burra, arre.
Le cantó, Ange no hizo ningún movimiento.
De pronto pegó un tirón hacia arriba que casi la tira, se despegó de ella y se dejó caer a su lado.
– Primi, déjame, -le suplicó Ange con voz de pena.
– Vamos a desayunar, que tengo mucha hambre, -Rosita puso voz de estar famélica.
– Con lo que comes no sé cómo no te pones como una foca, yo tengo que cortarme y tú te comes hasta las uñas de los pies, -Ange la odiaba por eso.
Era cierto, el Ayo siempre le decía que donde escondía lo que comía, pero siempre tenía hambre.
– Hiena, que eres una hiena, -era el reproche de una Ange que vivía una vida de dietas.
– Y tu una vacaburra, -le contestó Rosa con voz de camionera.
Se fue al cuarto de baño se aseó y se vistió, Ange seguía rumiando en la cama.
– Vete a la mierda…, vete a la mierda, -Ange sonaba como una vieja.
AL bajar, lo primero que vio, fue a Ester en la cocina.
– Buenos días tía, -Rosa le sonrió.
– Buenos días dormilona, ¿y Ange?, -le preguntó devolviéndole la sonrisa.
– Como un saco de patatas, -Rosita hinchó los carrillos.
– Tú desayuna, -y comenzó a tostar unas tostadas, le puso un café con leche.
De espaldas a ella le preguntó.
– ¿Es verdad lo del poli?, su voz sonaba a principio de interrogatorio.
– Sí, tía, -intentó decirlo lo más suave posible.
– ¿Y por qué os avisó?, -continuó su tía con el interrogatorio.
– Ni idea, tía, -contestó sin variar la voz.
– ¿Tú lo habías visto antes?, le preguntó de nuevo, el interrogatorio por lo suave continuaba.
– No, tía, -contestó como la damisela que era, y sonrió al pensarlo.
– Que raro, chungo.
Su tía Ester se preguntaba…
– Eso me pareció a mí, pero a caballo regalado no le mires el diente.
Rosita pensó que su inocencia debía de ser proclamada a todos los niveles. Continuó…
– Ummm.
Queriendo decir sí con la boca llena de café con leche.
Callaron un momento.
– Y el tío, y el Ayo, ¿dónde están?, -le preguntó a Ester.
– Después vendrán, han ido a sus cosas, -Rosita tradujo, brevemente, que no le importaba una mierda, vamos.
– ¿Que hay que hacer hoy?, -le preguntó extrañada de no ir al mercadillo.
– Me ayudáis a hacer la casa, las dos, que como tu prima no se despierte le voy a echar un cubo de agua en la cabeza.
Rosita pensó que así, sí, ya le extrañaba que estuviera sin reñir tanto rato.
– Déjala dormir yo te ayudo, -le respondió.
– ¿De verdad que no me importa?
La miró encantada.
– Que pellejo tienes, cielo, -una sonrisa de oreja a oreja de su Tía.
Planchar, barrer, la colada, mecánicamente, como si no costaran esfuerzo por su habitualidad.
Media hora más tardó en bajar Ange, su madre la tachó de todo lo malo, perra, vaga, a todo asentía Ange, porque le daba igual, y a remolque se puso a ayudar sin ninguna gana.
Pasó la mañana, llegó la hora de comer, guiso de patatas que a Ester le salía como a nadie.
Cuando estaban poniendo la mesa llegaron Ricardo y el Ayo.
El Ayo bendijo la mesa y comenzaron a comer, Rosita, como siempre, devoraba como un animal del campo.
– Hija mía, -la miró sonriendo Ester-, que saque tienes, es una alegría verte comer, todas de régimen y tú como un bicho.
– Eso le digo yo, mamá, que es un bicho de los malos, como la comadreja, -afirmó Ange con cara de enfado.
– Ja, -le respondió Rosita, haciendo un mohín con la cara a Ange, pero con la cuchara en la mano, que oveja que berrea bocado que pierde.
– ¿Ange?, -la llamó Ayo, la chica se volvió todo lo rápido que pudo.
– Sí, Ayo, -le contestó inmediatamente.
– Tienes que ir a comprarme una lista de cosas que necesito, si no las encuentras búscalas, no me vuelvas sin todas, -le ordenó el Ayo mientras ponía la servilleta en el mantel.
– Vale, Rosita, vámonos, -miró a Rosa e hizo movimiento con la cabeza de que la siguiera.
– No, Rosita no va, -le contestó el Ayo sin levantar la cabeza de la comida.
– ¿Por qué tengo que ir sola?, -Ange puso cara de enfurruñada.
– Porque Rosita se va a quedar en el almacén, tienen que organizar algo de abajo, -la voz del Ayo no admitía réplica.
– Pero Ayo, el almacén lo tengo más visto yo, -contestó Ange, a pesar de que sabía que no tenía que hacerlo.
– Ange…, -el abuelo la miró con sus viejos ojos verdes.
– Sí, Ayo, -Ange agachó la cabeza.
31. Pablo y Rosa. La Profecía
Rosita se quedó sorprendida de por qué el abuelo quería que Ange fuera sola a comprar, normalmente lo hacían todo juntas, pero si el Ayo te decía que no, era no.
Se bajó nada más comer, su tía le explicó como tenía que organizar unas prendas que habían traído esa mañana de talla súper grande la XXXL, de esas normalmente tenían pocas.
Cuando empezó a abrir las cajas vio que eran camisas originales, de marca, no piratas, se notaba al tacto. ¡Lo mismo unas que otras!, pensó, daba gusto tocarlas, además eran preciosas, de caballero.
Estaba terminando de colocar las últimas, cuando entró la tía acompañada de alguien.
El corazón le dio un brinco, Pablo estaba allí de nuevo, como si el destino también quisiera que estuvieran juntos.
Rosa lo saludó, le enseñó la ropa, y cuando se quitó la chaqueta, vio que era todo músculo, la camisa sería de su talla, seguro, pero le quedaba pequeña, le apretaba los brazos y el pecho. Se quedó embobada, apenas un segundo y gracias a Dios reaccionó rápidamente, le escogió unas cuantas prendas, y nada más dárselas, ella sabía cuáles eran las que le quedaban bien y cuáles no.
Le impidió que comprara una negra, ¡que terrible!, ¡Pablo de luto!, ni por un asomo. Las demás, salvo una, cuatro en total, le quedaban como un guante, le daban un aspecto más señorial, y mientras lo miraba al espejo, tenía que tener cuidado de que no se le cayera la baba.
Se puso triste cuando terminó, Rosita sabía que se acababa lo que se daba, pero gracias a la Virgen, lo más inesperado, la dejaron a solas con él en el patio.
Feliz como una perdiz, solía decir Ange, y así estaba ella, podían parar el mundo que su cabeza seguiría girando, estaba por primera vez a solas con él, ¿cómo sería?
Era dulce, parecía increíble en aquel pedazo de hombre, pero sólo la miraba como fascinado y cada una de sus palabras hacían que el vello se le erizara. No quería que terminara nunca, le habló sobre lo de su madre, y hacía tiempo que no sentía que ella estaba allí, pero allí estaba, como si los bendijera a ambos, como diciéndole que todo estaba bien, que todo iba a salir perfecto.
Y cuando le prometió que mientras él estuviera a su lado nunca le pasaría nada malo, supo, ¡podía jurarlo!, que pasaría el resto de su vida con él. Y fue feliz, con la felicidad de la cercanía, de que había menos soledad en su mundo, que alguien más se preocupaba por la pobre Rosita.
Otra comida en el buffet, tan sobria como siempre, escalopes de ternera con sabor a plástico, y dos huevos refritos, de postre yogur. Si seguía así, Pablo supo que era candidato a úlcera, a perder quilos, seguro, o quizás a ponerse como Montes. Gajes del oficio, tampoco en la Academia se comía regio. Ahora sí echaba de menos los guisos de madre, los olvidó en la Academia, pero las vacaciones después de la graduación, antes de incorporarse al destino, le habían malacostumbrado. Sólo se aprecia algo cuando no se tiene.
Ducha, ya con la hora sabida, pues el camino lo conocía.
Llamó a la puerta, salió Ester, no tan arreglada como la noche anterior, pero con un aspecto mejor incluso.
– Pase usted, Don Pablo, -le recibió con una sonrisa, se le iluminaba la cara, también era muy guapa.
– Pablo, por favor, -le sonrió él también.
– Venga conmigo.
Se dio la vuelta.
La siguió, cruzaron el patio, y entraron en un cuarto de la parte izquierda, al hacerlo, llegaron a una habitación bastante grande iluminada por barras de neón, allí se amontonaban cajas por todos lados, en los laterales unos colgadores de ropa, y en el centro dos mesas.
Y allí estaba Rosa, apoyada sobre la mesa colocando unas prendas mientras canturreaba alguna canción que Pablo no llegaba a adivinar.
– Rosita, mira quien ha vuelto, -le gritó con sorna, Ester.
Rosa se dio la vuelta, y se puso colorada como si tuviera fiebre.
– Buenas tardes, Don Pablo, -Pablo la observó, la cara era un poema, guapa como la que más, pero sorprendida totalmente.
– Pablo, por favor, -le sonrió, era guapa, sorprendida o no.
Preciosa de cualquier manera, el pelo cogido con una goma, una sudadera, pantalones de chándal y zapatillas, regia, y no es broma, a Rosa le sentaba bien hasta el aire que la envolvía.
– El Ayo me ha llamado y me ha dicho que le busques ropa para probar, -le explicó Ester a Rosa, se volvió hacia él y le señaló unas bolsas con camisas.
– Pablo, todo es de outlet…
– Por supuesto, ya me lo ha comentado Tomás.
Francamente le daba igual.
– Entonces, ¿sabes que no son de este año?, -le preguntó Rosita, no quería ninguna duda.
– No soy delicado, -movió la mano indicando indiferencia, estando ella le daba igual todo lo demás.
– Rosita, por favor, -puso la cara de un ángel subiendo al cielo, Pablo se derritió.
– ¿Qué talla tiene, don Pablo?, -le preguntó su diosa.
– Pablo, y una XXXL, -pudo decirlo porque lo había repetido muchas veces, en otro caso, solo se le hubiera caído la baba y se hubiera quedado en silencio.
– O más quizás, -se preguntó meneando la cabeza, posiblemente; se quedó satisfecha, y se rio.
Lo miró de arriba a abajo, se dio su tiempo.
– Sí, ¿te puedes quitar la chaqueta?, -ordenó más que pidió.
– Por supuesto, -Pablo pensó que lo que ella hubiera ordenado, él lo hubiera hecho.
– Yo no sé cómo puedes ir con chaqueta, chiquillo, te vas a asar, -le recriminó con desparpajo.
– Trabajo.
Asintió, porque la verdad, con ella Pablo sudaba como un cerdo.
– Yo creía que los que sufrían eran los delincuentes, -sonrisa picarona, baba de Pablo al suelo.
– Todos sufrimos.
Ya se había quitado la chaqueta, y lo volvió a mirar de arriba a abajo.
– Algunas XXXL no le van a venir de seguro, -lo mira de lado, sabe de qué habla.
– Bueno, enséñame lo que tienes, -le contestó Pablo con inocencia.
– De ropa, ¿no?, -respondió Rosa con toda la picardía del mundo.
32. Pablo y Rosa. La Profecía
Ahora el que se puso colorado fue Pablo.
Rosita se reía, pero de una forma que no le ofendió, sino que le hizo sonreír.
– Ya creía que no sabías reírte.
Lo miró a los ojos, ¡qué belleza!
– Pues sí, pero poco.
Pero baba si tenía Pablo y la estaba perdiendo toda.
Sacó de una bolsa de plástico una camisa de Gant. Azul con rayas blancas.
Señaló la camisa.
– Siempre rayas verticales, las horizontales con lo grande que eres te harían gordo, o colores lisos, ¿te parece bien?
Con esos ojazos mirándole por derecho, Pablo pensó que cualquiera decía que no.
– Tú mandas, -le contestó, eso lo tenía claro.
– ¡Qué bien!, ya mando a la Policía, -Rosita se río como una niña pequeña mientras aplaudía.
Ester que estaba en una esquina sólo le pidió.
– Rosita…, -la miró con semblante de enfado.
– Vale tía, es una broma, -cara de niña buena no, buenísima.
Siguió cogiendo prendas una a una, las sacaba de la bolsa, y a su parecer, sin pedirle ninguna opinión, fue descartando las que no le gustaban o las que ella creía que eran pequeñas.
– Bien, ahí hay un probador, vaya poniéndoselas, aquí tiene un espejo de cuerpo.
Le señaló unas cortinas blancas.
Le indicaba un cuartillo que se cerraba con una cortina blanca, y un espejo que estaba a su lado, cogió las prendas, cinco o seis, y se metió con ellas dentro. Sólo quitarse la que llevaba le costó trabajo, ponerse la primera el mismo trabajo, aquello estaba hecho para gente más pequeña.
Salió con la primera, la de Gant, se miró en el espejo, era bonita.
Vio cómo le observaba Rosita, se dio la vuelta.
– ¿Cómo me queda?, -preguntó Pablo sin pensar.
– Como un guante, -ella también lo miraba, perfecto, pensó Pablo.
Se volvió al probador, y se puso una Black and Boss negra, se miró en el espejo, se vio bien.
Pero por el espejo Rosita meneaba la cabeza en signo de desaprobación.
– ¿Qué pasa?, -preguntó, no sabía de qué iba.
– Esa no te la llevas, -aseguró con más rotundidad que su propia madre.
– ¿Por qué?, -le preguntó sinceramente.
– No te pega, y ya está, -la misma seguridad.
– A mí me gusta.
Tonto de él llevarle la contraria.
– Anda, mal fario, negra y tan grande pareces un enterrador.
Levantó la mano, indicándole que no le iba a hacer ningún caso.
– Vale, pues eso, lo que tú digas.
– Rosita…, -Ester de nuevo.
– Pero tía, si no queda bien, lo deja “matao”, -abrió las manos y puso cara de señalar lo evidente.
– Lo que Pablo quiera, -contestó Ester resignándose para evitar una de las interminables discusiones con Rosita.
– Pero…, -iba a responder Rosita.
– De acuerdo, me olvido de esta, -afirmó Pablo para terminar la discusión.
Y se volvió al probador, observó que Ester se acercaba a su sobrina y en voz baja le decía algo mientras que Rosita bajaba la cabeza y asentía.
Las tres o cuatro siguientes, salvo una que no pudo ponerse, obtuvieron el beneficio de la mirada de Rosita que ya no comentaba nada, pero al fijarse en el espejo, la veía asentir.
Se volvió a colocar su camisa y dejó la chaqueta sobre la mesa.
Rosita lo estaba mirando fijamente.
– ¿Todo a tu gusto?
Cara perfecta, pensó Pablo, sonrisa amplia, ojos mágicos, cualquiera dice que no.
Lo miró directamente a los ojos y asintió con la cabeza.
Pablo sintió que se le paraba el corazón cuando vio su mirada fija en él, aquellos ojos azules parecían tener la magia de parárselo, de que sólo la viera a ella. Un silencio se eternizó y ninguno de los dos apartaba los ojos del otro. Encantado por una sirena de ojos azules, como si el tiempo no pasara, como si no hubiera nada que hablar, que todo estaba dicho, como si la conociera de siempre. Nunca había sentido nada que se pareciera lo más mínimo.
– Me ha dicho Tomás que lo esperes en el patio, no tardará, ven conmigo.
Le pidió Ester acercándosele.
La siguió como en una nube, lo acompañó hasta la mesa del patio y le indicó que se sentara, lo hizo, y ella le preguntó.
– ¿Quieres algo de beber?
No dio tiempo a contestar, apareció Rosa con un vaso con hielo y un refresco de naranja.
Ester pareció sorprenderse, pero no comentó nada.
– Rosita, quédate aquí con Pablo, que yo tengo que hacer la cena.
La miró con cara de, ¡pórtate bien!
– Si me disculpas.
Le habló con confianza, y se marchó en dirección a la cocina.
– Por supuesto.
Asintió, pero no esperó su gesto, ya se había ido.
Y se alejó hacia una esquina del patio. Rosa se sentó a su lado, pero no cerca. Durante un instante se quedaron callados, ella mirando al suelo y él mirando al frente.
– Y tu prima, Ángela, ¿no está?
Le preguntó para iniciar la conversación, para Pablo con que estuviera ella, todo bien.
– El Ayo la mandó esta tarde a comprar, y me ordenó que me quedara aquí arreglando el almacén.
33. Pablo y Rosa. La Profecía
Carita de modosa, con las manos en el regazo.
– Lo que dice el Ayo, ¿es santa palabra?, -preguntó, aunque sabía la respuesta.
– Siempre, -y ella lo comentó sin la más mínima sombra de duda.
– Me cae bien tu abuelo, -afirmó Pablo, y era cierto.
– El Ayo es el mejor del mundo.
Puso una cara que hubiera deseado que se la pusiera a él.
– No lo dudo.
“Las babas, Pablo, las babas”, pensó durante unos instantes en los que creyó que era cierto.
– Ni tú, ni nadie que lo conozca.
Ya sacaba el genio.
– Y tú, ¿qué te cuentas?, -le preguntó, quería saber más de ella.
– Poco, hoy no nos han dejado ir al puesto, era en un pueblo, y la tía ni nos ha despertado, el Ayo nos pidió que nos quedáramos en casa.
Algunas veces parecía una niña pequeña.
– Os levantáis temprano, ¿no?
Pablo la miró, se derretía solo con verla.
– A las cuatro o las cinco, depende de donde vayamos.
Empezó a mover las manos, parecía que se le iban a salir.
Tenemos que montar el puesto, poner las prendas que se vean bonitas, sino no se venden, y dejarlo todo preparado para las nueve de la mañana.
– ¿Todos los días?, -preguntó Pablo extrañado.
– Si no llueve, sí.
Lo afirmó sin lugar a dudas.
– ¿Sábados y domingos?
¿Ni fin de semana iban a tener?
– Sí, son los mejores días, -asintió con la cabeza, como preguntándole a Pablo si era tonto.
– ¿Desde cuándo lo haces?
– Desde siempre, -suspiró Rosa.
– Tiene que ser agotador, -le respondió Pablo.
– Cansa, pero es muy bonito.
Rosa puso unos ojos soñadores, y Pablo vio lo que ella le estaba describiendo.
– Mientras pones el puesto ves amanecer y se te pone la carne de piel de gallina, el aire se calma, y durante un momento estás en el cielo, no en el mercadillo, y mi prima Ange, es como mi hermana, un regalo, más que una hermana, la que no tengo, pero creo que así querría a mi hermana si tuviera una.
Las babas se le caían a Pablo, pero seguía en su papel.
– ¿Y tus padres?
Se le escapó, pero ya estaba dicho.
Agachó la cabeza, e inmediatamente se arrepintió de haberle hecho la pregunta.
– Lo siento si he preguntado algo que no debía.
Se disculpó de corazón.
– No, no, no tengo padre, y mi madre se murió cuando yo vine, el único padre que conozco es al Ayo, y a mis tíos que me han criado.
Rosita agachó los ojos, y la luz se apagó.
– Lo siento.
Y lo sentía realmente.
– No, no lo sientas, es así, es la verdad.
Lo miró con ojos lánguidos.
Durante un instante Pablo sintió la necesidad de abrazarla, de protegerla, de impedir que cualquier mal momento pasara por su linda cabeza.
– Pero estoy bien, me gustaría haber conocido a mi madre, pero Dios la quería más que yo, y le doy gracias por tener al Ayo, y que me lleve a mí antes que a él.
– No digas eso, mujer, tu abuelo me parece que es de tronco de roble, como decimos en mi tierra, fuerte como un caballo.
Levantó la cara y sus ojos se fijaron en los suyos, casi perdió la cabeza.
– ¿Y tú?
Le preguntó mirándolo fijamente.
– Yo…
Pablo tardó una eternidad en poder responder a su pregunta, estaba embobado.
– ¿Lo que haces te gusta?
Se quedó esperando su respuesta, como si le importara mucho.
– Todavía no te lo puedo asegurar, llevo una semana de Inspector, pero…sí, me gusta y mucho. Me gusta proteger, no me gusta que le hagan daño a nadie.
Era la pura verdad.
– Yo desde luego me sentiría protegida por alguien como tú.
¡Que mirada!, ¡que resplandor el de sus azules ojos! Sintió la voz, “Nunca permitiría que te pasara algo malo mientras estuviera con él, y al decirlo se sintió tan seguro como del hecho de que se estaba enamorando.
Otro largo silencio incómodo.
34. Pablo y Rosa. La Profecía
Rosa le sonrió, y Pablo creyó que le estallaba la cabeza de calor, creyó que se le había subido el pavo, solo deseaba abrazarla, sin saber por qué, o sabiéndolo, que locura, se estaba escapando de cualquier tipo de control, pero, a pesar de ello, no querría estar en ningún otro sitio, el mundo se había reducido alrededor de ella, y era perfecto, nada faltaba, durante un instante se sintió feliz, la realidad desapareció, para concentrarse en la sonrisa de Rosa, perfecta, cálida, amable.
Se oyó abrirse la puerta del exterior y, como salvados por la campana ambos miraron a la entrada, apareció Valdivia con su hijo.
– Rosita, que bien acompañada te veo.
El viejo Valdivia sonrió.
– Sí, Ayo.
Agachó la cabeza, sin saber si lo que hacía era bueno o malo.
– Cuanto bueno, Pablo.
Le sonrió Tomás a él también.
Se levantó y le ofreció la mano al viejo y a su hijo.
– Espero que le hayan atendido bien mi nuera y mi nieta.
Le preguntó Tomás, sabiendo de antemano que así habría sido.
– Perfectamente, Tomás.
Sonrió Pablo.
– Niña.
Se volvió dirigiéndose a Rosita.
-Tráenos unos medios para tu tío y para mí.
Y dirigiéndose a Pablo le preguntó.
– Pablo, ¿quieres algo?
– No, gracias, ya estoy con mi refresco.
Levantó el vaso lleno de naranjada.
Estuvieron sin hablar hasta que Rosa regresó con los medios de vino (Aprendió, con el tiempo, que allí, un medio es un catavinos hasta el borde, y que sin embargo una copa es el catavinos lleno hasta la mitad).
– Ricardo y tú sois hombre de pocas palabras.
Señaló a su hijo, casi como si fuera un cumplido.
El anciano asintió con la cabeza.
– Pero me tiene que decir algo, ¿no?
Lo miró como si tuviera que sacarle las palabras con una cuchara.
Asintió de nuevo.
– Ya está hablado, en principio, bien.
Movió la cabeza.
-Pero el detenido está ahora en manos de la Fiscalía, que es la que nos puede autorizar la operación, y para poder vendérselo, tenemos que saber más.
Pablo levantó las manos, intentando expresar la complejidad de lo que pedían.
-En otro caso va a ser muy difícil conseguirlo, cauces oficiales.
– Lo entiendo, una pregunta, ¿ha quedado escrito?
La cara del anciano expresaba preocupación.
– No por mi parte.
Le respondió Pablo al viejo de buena fe, además, era cierto.
– Bien.
Pareció quedar satisfecho, no sabía por qué, era extraño, pensó que el viejo confiaba en su palabra.
Tomás sacó un paquete de tabaco, le ofreció, Pablo negó con la cabeza.
– Un vicio, pero poco.
Le explicó como disculpándose.
– Ricardo, cuéntale.
EL viejo Valdivia miró a su hijo, mientras encendía el cigarro.
– Vais a tener que mover hilos.
Afirmó Ricardo mirándolo fijamente, en ese momento se dio cuenta de que Ange le daba el aire, pero Rosita no se parecía en nada, estaba perdiendo el norte, volvió a concentrarse en lo que decía aquel hombre.
– Podéis escoger entre el fabricante o el importador.
Comentó después de una pausa.
– ¿Cuál es el más grande?, -preguntó Pablo con interés, era su primer caso.
– De largo, el importador.
Afirmó mirando al suelo.
– Vamos a ese.
Se decantó por él con total seguridad, como si ellos no lo supieran de antemano.
– Vale.
Asintió con la cabeza Ricardo.
– Portugal, -fue lo que salió de la boca del hijo de Valdivia.
– Sí, Portugal.
Afirmó el viejo Valdivia que jugaba con el humo de su cigarrillo.
– ¿Y el fabricante?, -preguntó Pablo con curiosidad.
– Lo mismo, en Portugal, además, no solo es ropa, relojes, plumas estilográficas…, cualquier cosa que se pueda falsificar.
35. Pablo y Rosa. La Profecía
Pablo fijó en él sus ojos, la mirada de Ricardo daba miedo algunas veces.
– Y, ¿viene todo para España?
Preguntó Pablo intentando obtener más datos.
– Casi todo.
Ricardo miró a su padre, como esperando la confirmación.
– ¿Y la policía portuguesa?, -preguntó Pablo de nuevo, no le parecía demasiado claro.
– O no se coscan o no se quieren coscar.
Comentó despectivamente Ricardo.
– Veo un montón de problemas.
Pablo se sentía incómodo, todo demasiado…
– ¿Lo compra o no?
Le volvió a mirar con fiereza Ricardo.
– Yo sí, veremos los de arriba, ¿y cómo lo haríamos?
Movió la cabeza hacia un lado esperando su respuesta.
– Sólo hay una forma.
Comentó Tomás de improviso.
– ¿Cuál?
Contestó Pablo esperando cualquier cosa.
– Tú vienes con nosotros
Aseveró Tomás señalándolo con un dedo.
– ¿Cómo?
Pablo echó el cuerpo hacía atrás, lo había ido moviendo hacia adelante sin darse cuenta.
– O tú vienes con nosotros…
Entrecerró los labios, aseverando que era la única forma.
-O no hacemos nada, sólo me fio de ti.
– Pero yo soy novato, no lo van a aprobar.
De eso, Pablo estaba casi seguro.
– Sólo me fio de ti.
El viejo abrió los brazos dando a entender que era la única solución.
– Tomás, solo me conoce de ayer.
A Pablo ya le estaba empezando a sonar demasiado raro.
– Cuando te vi supe que ya te conocía, que podía fiarme de ti.
Tomás le señaló con el dedo índice.
– Pero, Tomás…
Pablo puso las palmas de las manos en dirección a Tomás.
El viejo balanceó la silla.
– Es mi palabra, o así o no
Ricardo asintió con la cabeza.
– Diles a los tuyos que son más de diez conteiner de cuarenta pies al mes, ellos verán.
Siguió balanceándose, pero ahora miraba detrás de él.
-Y a ti te digo que esta gente no es buena, que se juegan mucho y arriesgan todo, no se van a parar si ven algo raro.
Estaba todo dicho, se despidió, y con un nudo en el estómago salió de aquella casa. Ahora si estaba realmente asustado.
– ¿Da usted su permiso?
Pregunta, respuesta afirmativa, entrar y otra vez tieso como un palo.
-Pase Maldonado.
El Comisario Jefe levanta la mano con indiferencia indicando a Pablo que pase.
Entró y se sentó en la silla que le señalaba, le relató, esta vez completa, toda la conversación en casa de los Valdivia.
– Vaya entrada que ha tenido, casi nadie de esta Comisaría ha estado en un asunto como el que se trae entre manos. ¿Se siente capaz?
Preguntó, dudando de su valía.
– Sí, Jefe.
No vaciló ni un instante, por ello había estado toda la noche sin dormir, aunque solo media, la otra mitad había sido Rosita.
– De acuerdo, vamos al toro.
Llamó a su secretaria.
– Roberta, ponme con los Juzgados, busca a la fiscal Lozano, Ana Lozano.
– Sí señor.
Apenas si se oyó un susurro.
Esperaron unos segundos, ninguno habló. Sonó un pitido.
– Jefe, le paso a la fiscal.
Se oyó la voz de la secretaria.
– ¿Anita?
– Comisario Delgado, que placer oírle.
– Lo mismo digo, guapa.
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Estoy aquí con uno de mis nuevos oficiales, un valioso elemento, el cual ha tenido la fortuna o la astucia de dar con un caso importante, muy importante.
– Cuénteme, Comisario.
– ¿Tiene un momento?
– Si quiere me acerco allí.
– Se lo agradezco, pero si no le importa seremos nosotros los que iremos a verla. Ahora mismo salimos. Saludos.
El Comisario Jefe cuelga el teléfono.
Se levantó, se colocó la chaqueta del uniforme, e le que le siguiera, sólo comentó.
– Que empiecen los juegos.
36. Pablo y Rosa. La Profecía
Tomaron el ascensor que los llevó al sótano, allí entraron en el coche oficial del Comisario Jefe que estaba preparado para llevarlos.
Arrancó, y durante un momento nadie habló. Cinco minutos después, cuando ya se veían los imponentes edificios del juzgado, le explicó a Maldonado.
– Va a conocer a una persona interesante, Anita Lozano…, Ana lozano, su padre fue compañero mío, ya fallecido, pero una gran persona, y ella tiene el carácter de su progenitor, sólido y moral.
Salieron del coche, pasaron el arco de detección de la entrada.
Llegaron un pasillo, el Comisario Jefe llamó a la puerta que se abrió sin esperar, Laurita, la Secretaria de Anita sonrió, lo conocía.
– Pasen, la Señora Fiscal les está esperando.
– Gracias Laurita.
Los recibió la fiscal.
– Luis.
Saludó, y sonriendo, abrazó al Comisario Jefe.
– Anita, mi bella fiscal.
– Luis, tan zalamero como siempre.
– A nadie castigan por decir la verdad, te presento a Pablo Maldonado, la nueva incorporación a mi unidad.
El Comisario Jefe señaló a la persona motivo de la visita.
Pablo estrechó la mano que le ofrecía la bella mujer, a la vez que notaba como ella lo miraba de arriba a abajo.
– Encantado, contestó Pablo, sin mover un músculo de la cara.
– Encantada, sentaros por favor.
Indicó dos sillas delante de su mesa de despacho.
– No te voy a hacer perder el tiempo, ¿tú llevas el caso de Antonio Calero?, -preguntó el Comisario Jefe, sabiendo de antemano la respuesta.
– ¿El de la ropa?, sí.
La fiscal asintió.
– La científica, ¿qué ha dicho?
El Comisario Jefe quería saber si el guion se ajustaba.
– Más falsa que un euro de plástico, -la fiscal se encogió de hombros, era evidenete el delito.
– ¿El fraude en cuanto se valora?
Eso sí era importante para calificar el delito, el Comisario esperaba la respuesta, mucho de lo que pedirían se basaba en eso.
– Alrededor de ochenta mil euros, hay que cuadrarlo a cero todavía.
La fiscal movió la mano indicando que era aproximado, que podía variar.
– ¿Vas a pedir prisión?
Era la pregunta del millón, la que podía dar al traste con lo que la cabeza del Comisario Jefe traía dentro.
– Sí y sin fianza, tiene antecedentes, y en todo caso una fianza muy alta, conocemos a los Calero, y el padre puede no querer que el niño pise la cárcel.
Parecía que la fiscal lo tenía claro.
– Anita, lo que te voy a contar no puede salir de esta sala, si cuando termine no lo ves viable, nos olvidamos de todo y nunca ha existido esta conversación, ¿estás de acuerdo?
El Comisario Jefe movió el cuerpo hacia delante para darle más importancia al momento.
– Por ser tú.
Sonrió la mujer.
– Lo sé.
Extrañamente el serio Comisario Jefe, sonrió.
– Algo gordo tienes que traer para venir aquí y con prisas.
La fiscal movió la cabeza, estaba claro.
Relató la historia a la fiscal, haciendo que Maldonado corroborara algunas de las afirmaciones que hacía.
Cuando terminó, la mujer echó la silla hacia atrás, la giró un poco de lado a lado. Se irguió de nuevo, encaró a Maldonado.
– Inspector Maldonado, ¿cuánto tiempo lleva aquí?
La fiscal lo miró fijamente.
– Llegué el domingo pasado, tomé posesión el lunes, estamos a viernes, hoy hace cinco días, Señora Fiscal.
Maldonado, impertérrito, como siempre.
– Ana, -la mujer le sonrió a Maldonado.
– Pablo, -contestó Maldonado con sonrisa forzada.
– ¿No conocías a nadie de los que hemos hablado?
Movió la cabeza negativamente.
-De ninguna manera, no sabía ni que existieran.
Pablo no dudó ni un segundo.
Se dirigió al Comisario Jefe.
– Valdivia, los Calero, ¡que completito el nuevo!, y un caso que implica la colaboración portuguesa, la retirada de cargos, la infiltración de un inspector de policía, en tres meses nos deja sin trabajo.
Comentó la Fiscal entrelazando los dedos.
El Comisario Jefe se notaba satisfecho.
– Pero, ¿es posible?, -preguntó Pablo.
– Creo que sí.
37. Pablo y Rosa. La Profecía
Dudó un momento después lo admitió la fiscal.
-El caso es importante, podemos arriesgarnos, la vista es mañana, su señoría, el Juez Palacios, no creo que ponga ninguna objeción a que por un defecto procesal el juicio quede nulo.
Ella lo dio todo por hecho.
– Sólo pido, que, si lo consigo, se me informe personalmente de los avances de la investigación.
– ¿Te parece bien, como contacto, Montes?, -preguntó Pablo.
– ¿El gordito?
Ella también lo conocía. El Comisario Jefe asintió con la cabeza.
– Por mí, perfecto, pero pienso como vosotros, mientras menos personas lo sepan, mejor. Es algo importante.
La fiscal estaba de acuerdo en eso también. Miró a Maldonado y le preguntó.
– No quiero buscadores de medallas, quiero un trabajo sólido y bien construido.
– Así será, señora fiscal.
Pablo volvía a estar serio como la muerte.
– Ana, -más sonrisa de la fiscal.
– Pablo, -también en la contestación de Pablo.
– En cuanto a su infiltración, ¿algún problema?, Pablo.
– Por mi parte, ninguno.
Aseguró Maldonado.
El Comisario Jefe apostilló.
– Creo que está preparado.
Y eso esperaba, aunque no las tenía todas consigo, de hecho, la fiscal volvió a comentar.
-Contacte con Valdivia, quede para mañana por la tarde, y siga sus instrucciones, comuníquemelas y a partir de ahí, tomaré la decisión más apropiada.
Salieron del despacho, aquello podía ser el espaldarazo definitivo para la carrera del Comisario Jefe, por otra parte, Maldonado parecía competente, y si metía la pata, bueno…, era su problema, pensaba en su caminar el Comisario Jefe.
– Maldonado, a partir de ahora, está usted asignado exclusivamente a este caso, está relevado de todos los demás, Montes estará en su misma situación.
Si la cosa salía mal, que no fuera porque lo agobió de trabajo, pensó el Comisario Jefe.
-Váyase a casa y descanse, no quiero verlo hasta el lunes.
– Señor, el sábado tengo guardia.
– Tenía, olvídese, descanse, aquí necesito a alguien con la mente totalmente clara.
Capítulo VII
Primera Misión
¿Relajarse?, sí, imposible. ¡Su primera misión! no podía evitarlo, exteriormente parecería que estaba todo controlado, pero por dentro se lo comían los nervios.
Sólo recordaría de esos momentos la tensión, no podía estar en su habitación, daba largos paseos e intentaba evitar que su mente se obsesionara con la idea de los próximos días.
El sábado llamó a Valdivia.
– ¿Quién es?
Oyó Pablo al otro lado del teléfono.
– Pablo Maldonado.
– Pablo, esperaba su llamada, ¿Cómo ha ido con lo del nene de Calero?
Preguntó Tomás con algo de impaciencia.
– Insuficiencia de pruebas, según parece, eran de outlet, caso desestimado, todo va para adelante.
Pablo no mentía, todo era verdad.
– Bien, lo vamos a hacer de la siguiente forma, coja sus cosas, unas pocas, ropa y aseo y venga esta tarde a casa, ya le comentaré.
– De acuerdo, Tomás.
Ni idea de qué iba el viejo Valdivia.
Llamó a Montes.
– Montes, soy Maldonado.
– Sí, dime.
– He contactado con Valdivia, quiere que coja mis cosas y me vaya a su casa.
– ¿Para qué?
Preguntó Montes, el hombre tenía la mosca tras de la oreja.
– No he preguntado, te iré informando acerca de lo que vaya pasando, mi móvil lleva GPS, la pistola la dejo en la armería del cuartel, ¿de acuerdo?
Tenía que confiar en él, quería que todo estuviera claro para Montes.
– Cuidado, Boss, no se fie de nadie, esto está yendo demasiado deprisa.
Quizás Montes realmente intentara protegerlo, pensó Pablo.
– A mí me lo vas a decir, correr es poco, pero es lo que hay.
– Cuídese.
– Gracias.
38. Pablo y Rosa. La Profecía
El Ayo los reunió a todos, la familia al completo, eso solo sucedía cuando algo súper importante había sucedido y debía contarlo. Rosa estaba un poco asustada, Ange también, sus bromas cesaron durante esos instantes.
– Esto que os voy a decir es algo que quizás no entenderéis el por qué, pero espero que confiéis en mí tanto como lo habéis hecho hasta ahora.
Hizo una pausa.
-No hago nada por capricho, ya lo sabéis, sois mi familia y nunca os pondría en peligro; si no fuera porque algo extraordinario va a suceder, y todo lo que a partir de ahora haga, es para que no nos perjudique lo que suceda, es serio, tendré que poner cosas donde no se esperan, realizar extraños cambios, ¿me comprendéis?
Todos callaron, Rosa no entendía nada, pero no se le habría ocurrido abrir la boca, ni a ella ni a nadie de los que estaban allí, todos tenían demasiado respeto al Ayo, no porque fuera el Ayo, sino porque su palabra era ley, y no sólo para ellos.
Les contó lo de Pablo, lo del rumano, toda la historia. Por un lado, el corazón de Rosita se llenó de alegría, pero, por otro lado, negros nubarrones cruzaban su pensamiento. ¿Un payo en casa?, no se le habría pasado por la cabeza ni en un millón de años, ¿y lo de que se hiciera pasar por rumano?, ella las pillaba al vuelo, pero aquello se le escapaba, a pesar de todo, ella pensaba en lo que decía su gente, no reniegues del cielo cuando te manda algo bueno.
¿Dejarlas a ellas solas en el puesto con un payo?, ¿por qué confiaba a ciegas el abuelo en alguien que no conocía de nada?, demasiadas preguntas y ninguna respuesta, confiaba ciegamente en el Ayo, pero aquello era difícil de comprar.
Aquella noche, ni Ange ni ella rieron, ni hicieron bromas, las dos estaban pensando en lo mismo, ¿qué pasaba?, se fueron a la cama en silencio, por lo menos a ella, le costó dormir.
Pablo casi no comió aquel día esperando los acontecimientos, así que cuando llegó a casa de Valdivia, tenía un hambre de mil demonios.
Le abrió Ester, no dijo nada, tenía la cara seria.
– Sígame.
Se dio la vuelta sin comprobar que la seguía.
Le estaba esperando Tomás en un salón muy grande, de color rojo oscuro en el que colgaban retratos en blanco y negro de personas en marcos muy antiguos. Era amplio. Un enorme sofá ocupaba casi todo un testero, solamente acompañado por una mesa de cristal que cerraba el cuadrado con dos grandes sillones. En frente del sofá un aparador antiguo recargado con más fotos familiares enmarcadas, pañitos tejidos, un antiguo equipo de música modular, un Sony, pero con años, unos cuantos discos y muchos libros, en todas partes, la única tecnología que existía era un enorme televisor de LED, justo al lado del aparador y centrado con el sofá. En una de sus butacas, estaba Tomás.
– Pablo.
– Buenas tardes, Tomás.
Pablo dejó la bolsa que traía.
– ¿Traes armas?
Le preguntó el viejo.
– No, la he dejado en la armería.
– Bien, te voy a decir la forma de hacerlo, si no estás conforme, me lo avisas y aquí no ha pasado nada, todos tan amigos.
– Te escucho.
Pablo prestó atención por la cuenta que le traía.
– A partir de ahora te llamaras Pablo Lupei, es el nombre de un primo de Rosita que murió joven en Rumania, ahora ha regresado de la tumba, así nadie podrá sospechar de tu aspecto, te has criado en el norte con unos familiares, y ahora estás aquí porque ésta familia tiene problemas.
Carraspeó.
-Todo esto es cierto, incluso la familia y los problemas, están todos en la cárcel en Nanclares de la Oca por tráfico de drogas, pero tú has nacido en España y eres español, no sabes rumano, y puedes hablar todo lo que quieras, que no te delatará tu acento ni tu aspecto.
Lo señaló de arriba abajo.
– Aquí tienes una lista de tu familia en el norte, con cosas que debes de saber de ellos, tampoco tantas. No te hagas el simpático, de hecho, te hemos puesto un mote para que tengas los menos problemas posibles, «el Callao»
Se le escapó una sonrisa al decirlo.
– Has venido para echar una mano a Ricardo y a protegerme a mí, los Ugalde los he quitado de en medio, a uno de ellos le prohibí que rondara a la Rosita y sé que anda encabronado, así que ten cuidado con ellos. ¿Estás de acuerdo?
Tomás lo miró fijamente, esperando su respuesta.
– Supongo que sí, no hay muchas opciones, ¿no?
Pablo estaba serio.
– Por desgracia, no. Sé que esto va demasiado rápido, pero es la única oportunidad que tenéis de detener al portugués.
La cara de Valdivia era seria también.
– Una pregunta, Tomás, ¿por qué realmente quiere entregar al portugués?
Sabía que le mentiría como si fuera tonto.
– Di mi palabra. Hicimos un trato.
No se creyó nada.
– ¿Hay algo más?
Negativa con la cabeza.
– ¿Seguro?
Pablo volvió a preguntarle.
– Si tú así lo crees, hijo mío.
Puso cara de resignación, de aquel pozo no iba a sacar más agua.
– Tomás, tengo que asegurarme con mis mandos de que esto es lo correcto y que tengo su aprobación para poder continuar.
Pablo no quería meter la pata, tampoco las tenía todas consigo.
– Piensa siempre lo que tienes que decir.
Miró hacia arriba.
39. Pablo y Rosa. La Profecía
– Cuenta lo que de verdad sea necesario, está el criterio del hombre para saberlo y decidirlo, no somos máquinas, míralo todo, piénsalo todo y después decide.
Lo miró.
– Pero, por favor, no seas un simple emisario, no espero eso de ti.
– Pero, Tomás, realmente ¿me puede decir que hago yo aquí?
La pregunta le salió sin pensar.
– Yo no te he elegido, tú mismo lo has hecho, todo estaba escrito.
Su cara cambió, su semblante era serio.
– Tú solamente haces lo que tienes que hacer, para seguir un guion que algo más grande que tú o yo hayamos pretendido.
– Realmente, Tomás, me tengo que dejar llevar, porque, perdóneme, no entiendo nada.
Agachó la cabeza, se sintió impotente, el viejo no le daba información.
– Lo entenderás.
Él lo afirmó con rotundidad, Pablo dudó totalmente.
– ¿Y ahora qué?
Preguntó, pero sabía que tenía que dejarse llevar por él, no había más remedio.
– Tomaremos la cena con mi familia, después dormirás en mi casa, y serás uno más de nosotros; mañana, te levantarás temprano, irás a montar el puesto, y todo seguirá su curso.
– ¿Cuánto tiempo?
Preguntó, quería sacar algo en claro.
– El que sea necesario, que no será mucho, déjate crecer el pelo y la barba, poca gente te conoce aquí, pero es necesario que a partir de ahora pases inadvertido. Es esencial.
– Bien.
El viejo se levantó pesadamente del sillón, haciéndole seguirlo por unas escaleras estrechas, llegaron a una habitación, la abrió, mostrándole un pequeño cuarto con apenas un armario, una mesita de noche y una cama de barrotes de hierro. La ventana era pequeña, como la de un trastero, posiblemente lo había sido en otros tiempos.
– Aquí vas a vivir de momento, enfrente está la habitación de mi hijo, y dos más allá las de mis nietas, el cuarto de baño lo tienes aquí al lado. Cualquier cosa que necesites sólo pídela. Te esperamos para cenar.
Cerró la puerta y se marchó, dejando a Pablo con demasiados interrogantes.
Cuando Tomás se fue, se sentó en la cama, que crujió ante su peso. Estaba abrumado, todas las dudas salieron en ese momento, pensó, ¿qué hacía allí?, iodo empezaba a sobrepasarlo, su lógica le decía que aquello no tenía sentido ninguno, por lo menos para él, ¿por qué? se preguntaba una y otra vez, y no hallaba ninguna respuesta. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer si no dejarse llevar por la situación, intentando controlarla lo máximo posible?, cosa que no había sucedido aún.
Colocó sus pocos enseres en el armario, y bajó al salón.
Estaban todos esperándole, las primas y Ester estaban colocando los platos, Tomás y Ricardo ya estaban sentados en la mesa, nadie hablaba.
– Buenas noches.
Nadie le contestó, solo Tomás, que con una mano le indicó un lugar a su derecha, la del invitado de honor, él podía asegurar que se sentía de todo menos eso, más bien un condenado a la soga, sólo la presencia de Rosa hacía que se sintiera mejor.
Casi nadie habló en toda la cena, sólo las peticiones de pasar un plato y algo más, a pesar de que tenía un hambre de mil demonios no comió apenas nada, se le había cerrado el estómago.
Se disculpó y subió a su nueva habitación, donde pronto se quedó dormido. Pasó la noche inquieto, despertándose a cada poco, esperando con ansia que el nuevo día comenzara.
Capítulo VIII
El Callao
Cuando Rosa lo vio sentado en la mesa comiendo, apenas intentándolo, también a ella se le quitaron las ganas, estaba preocupada por lo que les había contado el Ayo, pero, por otro lado, feliz de que él estuviera allí, aunque pareciera sombrío, estaba allí, y eso era lo que necesitaba con todo su corazón, tenerlo cerca, nada más pedía.
No se habló en la cena, se fueron a la cama todos muy rápido, incluso Ange no abrió la boca.
Rosa se sentía preocupada pero feliz por tenerlo cerca, en ese instante un doloroso pensamiento cruzó su cabeza, ¿qué pasaría cuando todo terminara?, se iría, y le dolió el alma, por un instante se lo imaginó, y se sintió más sola de lo que se había sentido en toda su vida, las lágrimas se escaparon de sus ojos, y su vientre se contrajo como si le clavaran un cuchillo, apenas si pudo dormir esa noche.
Al día siguiente se sentía atenazada por el mismo dolor, y cada vez que lo veía, ese mismo dolor volvía con más fuerza, casi no podía acercarse a él. Hablarle le dolía y no podía hacer nada por evitarlo.
Para más, apareció el maldito Calero, maldita sea su fea estampa, y se fue a por Pablo, pero su Pablo lo paró, con dos cojones, y se volvió a sentir tranquila, y feliz, incluso cuando ese cafre estaba intentando provocarlo, nada malo le pasaría mientras su Pablo, su Callao estuviera allí.
40. Pablo y Rosa. La Profecía
Pablo sintió unos golpes en la puerta, y se incorporó sin saber dónde realmente estaba, la noche había sido dura, y poco antes había cogido el sueño profundo, tardó en darse cuenta de donde estaba.
– Pablo, arriba.
Era la voz de Ricardo.
Aún era de noche, miró el móvil que se cargaba en la mesilla de noche, las cinco de la mañana, buena hora. Se desperezó todo lo grande que era, abrió la puerta y miró el pasillo, no había nadie, aprovechó para entrar al cuarto de baño y asearse, no se le ocurrió afeitarse, siguiendo las instrucciones de Tomás, y en ese momento se preguntó, ¿porque seguía casi ciegamente las instrucciones del Ayo?, pero este pensamiento sólo duro un instante. Se vistió y bajó a la cocina.
Ya estaban todos sentados en la mesa, se les veía cara de cansados, posiblemente habrían pasado una noche pesada como el mismo, y tampoco tenía que gustarles la situación. Se tomó el café sin decir palabra después de desear buenos días, y perdió la vergüenza, el hambre le podía, y empezó a destrozar una tostada tras otra, había muchas, pero más hambre tenía en aquel momento, llevaría cuatro, cuando al ir a coger otra se encontró con la mano de Rosa que intentaba también coger la última que quedaba, los dos se miraron y retiraron la mano.
– Cógela.
Pablo le pidió a Rosa.
– No, -negó Rosa-, cógela tú.
Lo miró con la perdición de sus ojos azules.
– Por favor.
Pablo insistió embobado con su mirada.
– Dejaros de tonterías.
Se oyó a Ester.
-Estoy haciendo más-, ya tenemos otro lobo comiendo, como si no tuviéramos bastante con Rosita.
– Sí.
Exclamó en voz alta Ange.
-Dos con saque, que Dios nos ayude, vamos tener que comer como los pavos para poder coger algo con estos dos al lado, porque de Pablo se entiende, ¿pero de la canija rubia?
Y miró a Rosita como si fuera una alimaña.
Rosa le devolvió la mirada, y le contestó.
– Lo que estoy pensando ahora te lo voy a decir luego.
La chica arrugó el labio.
– Qué miedo, qué miedo.
Replicó Ange levantando las manos, y rio en voz alta.
Ricardo la miró un instante y Ange calló como si hubiera pasado un ángel.
Habló Tomás.
– Todos habéis escuchado lo que tenía que deciros, ahora quiero que os portéis de acuerdo con lo que os he dicho, Pablo.
Lo miró fijamente.
– Tú cuidarás de mis nietas y las ayudarás en todo, habla lo menos posible, y escucha y aprende de todo, pon los oídos en lo que se habla, hazte con lo que puedas, de cómo somos…
Agachó la cabeza.
-Te va a hacer falta.
– De acuerdo, Tomás.
Contestó, por Rosa haría lo que fuera…, por Ange, también.
– Ponte estas gafas.
Le pidió Ricardo, acercándole un par de ellas.
-Y vístete con esta camisa, y unas zapatillas de deporte, nadie de nosotros viste como tú cuando está vendiendo.
Miró las gafas, no eran precisamente su estilo, azules polarizadas, y la camisa sin mangas, sin hombreras, lo más hortera que había visto en su vida, pero posiblemente nadie pensaría que era policía con esa facha.
Subió y se cambió, cuando bajó de nuevo se levantaron de la mesa, él los siguió. Abrieron el almacén, después una puerta que se comunicaba, en la que estaba aparcada la vieja furgoneta, la abrieron, y le indicaron que ayudara a meter las cajas que le iban dando en el vehículo, donde ya se había metido Ange, que las iba colocando, no pesaban nada, y en un momento estuvo cargado.
Tomás que había permanecido observándolo todo, les comentó.
– A partir de ahora eres para todos «el Callao».
Lo señaló con el bastón.
– Vale.
Respondió, los demás asintieron de una forma u otra.
Se acercó a Pablo y le habló en voz baja.
– Llama a tus jefes, pero hazlo donde nadie te pueda escuchar, a partir de ahora, cuántas menos cosas extrañas hagas, mejor, y borra del teléfono la agenda, que cualquiera que lo pueda coger no pueda deducir que hay nada extraño.
– De acuerdo.
– Pues al tajo.
Ordenó Tomás.
41. Pablo y Rosa. La Profecía
– Callao, tú vas a llevar la furgo, y me sigues a mí, os ayudaré a montar para que aprendas, y estate pendiente, mañana lo harás solo.
Ricardo no admitía réplica.
Se lo ponían duro, además no era capaz de deducir lo que pensaba Ricardo, a él sí que no lo había visto sonreír desde que lo había conocido.
Se montó en el asiento del conductor y arrancó el destartalado motor de gasoil, que sorprendentemente sonó bien, dejó que se calentara, y mientras, las dos primas se sentaron sin decir palabra, se notaba además que estaban cansadas.
Ester abrió la puerta del garaje, y con todas las dificultades del mundo pudo sacar la furgoneta en aquella angosta calle, parecía que iba a rozarla si no estaba pendiente. Sorprendentemente, la furgoneta iba como una seda, y podía tener más de veinte años, el aspecto engañaba.
Ricardo en un Citroën Xara los esperaba al final de la calle, lo siguió por las tortuosas calles hasta que salieron directamente a la antigua carretera General, cerca del Cuartel de la Policía de la Ribera, lo miró casi con cariño, y volvió a seguir a Ricardo por la amplia Avenida. Salieron a la Autovía, y poco después volvieron a entrar en la ciudad, iban al Mercadillo del Sector Sur, allí cerraban al tráfico la calle y montaban los puestos.
Ricardo paró el coche, y Pablo se colocó a su lado siguiendo las indicaciones que le daba.
Nadie había abierto la boca en todo el trayecto.
– Callao, saca los hierros.
Orden imperativa.
– Sí, Tío.
Contestó obediente.
Sacó los largueros metálicos, poniéndolos en el suelo, se acercó, y le fue indicando mientras le ayudaba, qué hacer con ellos, no era complicado, todo estaba muy estudiado, vería mañana, cuando estuviera solo.
Se acercó una vieja matrona morena, ya entrada en años, también tenía que haber sido muy guapa de joven, pero que ahora, lucía el aspecto de una gitana clásica, como de película.
– Ricardito, ¿quién es el mozo?
Preguntó la mujer poniendo los brazos en jarra.
– Pablo «el Callao», de la familia del Padre de la Rosita, que viene para echarnos una mano y dejar su tierra, que hace mucho frio, Dolores. Él va a acompañar también a mi Pápa.
Le contestó Ricardo con familiaridad.
– Otro gitanito rubio como la Rosita, ya no sabes quién es gitano y quién no. Pero mu apañado el chavea.
Afirmó la señora mirándome.
– Ya veremos, Doña Dolores, que el tiempo nos lo dirá, que es un favor el que le hacemos, a ver si responde.
Ricardo movió la cabeza de un lado a otro en señal de duda.
– La familia, Ricardito, que algunas veces ayuda y otras pesa.
La señora movió la cabeza afirmando con gestos lo que había dicho.
– Pero es familia.
Ricardo abrió los brazos.
– Eso es sagrado. Os dejo, que tengo a los nenes montando y no me fio ni un pelo, nos vemos, Callao.
La señora se marchó, moviendo con ampulosidad sus grandes caderas.
Pablo asintió con la cabeza, tenía miedo de abrir la boca. Con su pinta de hortera se sentía incómodo, pero al mirarse en el espejo que acababan de poner las primas, no se reconoció, y eso le tranquilizó.
Mientras habían estado pendientes de la visita, las primas habían montado unos percheros largos.
Rosa lo llamó.
– Callao, échanos una mano.
Ellas estaban colgando en el perchero las prendas, ayudadas por unos extensores de hierro, después las acercaban hasta dejarlas colgadas, se acercó cogió una y la colocó sin ayuda de ningún artilugio.
-Qué alegría.
Rio Ange.
-Ya me gustaría a mí colgarlas así, a partir de ahora ya sé quién va colgar las prendas.
Afirmó Ange con guasa, Rosita no abría la boca y casi ni lo miraba, él por su parte, sin darse cuenta, hacía lo mismo.
En apenas una hora estaba todo colocado, las prendas en estado de revista, ordenadas por marca unas sobre otras, los vestidos y cazadoras colgadas en los percheros.
Ange lo llamó.
– Mira.
Y le indicó que se acercara a la furgoneta.
– ¿Ves esas cajas?
Asintió.
Le fue indicando cada caja por marcas, por tallas, por colores. Se quedó con lo que pudo, tenía buena memoria, pero aquello era un montón de información, Pablo esperaba retener lo máximo, para que no fuera pesado para ellas tenerlo allí.
– ¿Y tu padre?
Le pregunté a Ange.
– Ya se ha ido, mi padre, ahora lo ves, ahora no lo ves, pero haz algo chungo y aparece por arte de magia, te lo digo por experiencia.
La chica se lo aseguró con cara de resignación.
42. Pablo y Rosa. La Profecía
Rosa estaba a su lado terminando de colocar unas prendas, y entonces se dio cuenta, aparte de lo bonita que era, lo pequeña y frágil que parecía, apenas si le llegaba al esternón, y como mucho pesaría cincuenta kilos, pero allí estaba, a las ocho de la mañana, sin una gota de pintura y bella como una diosa.
Rosa se dio cuenta de que la estaba mirando y se alejó a la otra punta del puesto, haciéndose la ocupada.
– Chocho.
Su prima se acercó.
– ¿Qué te pasa?, -le preguntó-, que estás mustia.
Algún día se acostumbraría al lenguaje de Ange, y lo que no sabía, también al de Rosa.
– Olvídame, -le contestó Rosa poniendo cara de esaboría.
– Callao, habla algo.
Lo miró y con los ojos le animó a que lo hiciera.
Ya le habían perdido el respeto, pero era algo que ya esperaba.
– ¿Qué quieres que diga?
Preguntó con su simpatía natural.
– Tú di algo, verás cómo le cambia la cara.
Le pidió Ange con sorna.
– ¿Quieres algo Rosita?
Le preguntó inocentemente.
– Que me dejéis tranquila.
Les echó una mirada de odio.
– Hoy está “pa” que le den, déjala Pablo.
Ange se volvió y siguió ordenando prendas.
Ya se veían personas, que todavía, en pequeño número, se acercaban al puesto y miraban lo expuesto.
– Voy a llamar por teléfono, estoy allí en la torre de electricidad, si queréis algo hacedme una señal, yo os veré desde allí.
Les señaló con la mano el sitio.
– Vale.
Comentó con indiferencia Ange, Rosa ni levantó la cabeza.
Pablo se alejó, llamó por teléfono al Comisario Jefe, y le explicó lo que había sucedido, le pidió instrucciones.
– Extraño, Maldonado, muy extraño, ¿cuál es su opinión?
– Ninguna, Señor, me dejo llevar.
– ¿Riesgo?
Volvió a preguntar el Comisario.
– De momento ninguno, todos me tratan bien, pero no puedo indicarle el propósito real de esto.
Contaba la verdad.
– Bien, páseme un mensaje de texto con los datos de su nueva identidad, y le proporcionaremos los documentos necesarios.
– Gracias, señor.
Terminó la comunicación, ¿algo aclarado? para él, no, tendría que seguir.
Mientras se acercaba al puesto un tipo de su edad se acercaba también.
Le oí decir, «las más guapas del mercadillo».
Era un muchacho menudo, bien vestido, con una pequeña perilla y cara de ratón. Se puso en el camino del tipo, delante de las primas.
– ¿Qué haces, gorila?
Le preguntó de malos modos.
Se quedó quieto, poniéndose aún más frente a él.
– Pablo, que es amigo.
Lo intentó calmar Ange.
Se echó a un lado.
– Paquito, que bueno verte, -le saludó Ange-, ¿ya has montado?
– Casi he terminado, está mi hermano rematando. ¿Quién es este?
Preguntó el muchacho señalándolo con mala actitud.
– Pablo, el primo de Rosita.
Le contestó Ange con una sonrisa.
– ¿Y el armario habla?
Volvió a preguntar el muchacho con la misma chulería.
– ¿Guasa?, -le respondió Pablo con mal talante.
– Oju, tu sí que tienes guasa.
Le contestó el muchacho con media sonrisa.
– Déjalo Paquito, no quieras problemas con Pablo, es el acompañante del Ayo, ha venido para eso y para enfriarse un poco.
Le advirtió Ange.
– ¿Enfriarse?
Preguntó el tal Paquito con cara de extrañeza.
– La Pestañí.
– Francisco Cortés, el Paquito.
Se presentó y le ofreció la mano.
Se la apretó bien apretada.
– Pablo Lupei, el Callao.
– Joder con el primo, ¿Qué comes?
Le preguntó el tal Paquito.
– Es mi primo, el de «Don Simón»
43. Pablo y Rosa. La Profecía
Le contestó Ange riéndose.
– Y tú, Joyita, estarás contenta de tener aquí a tu primo.
Se guaseó dirigiéndose a Rosita.
– Sí.
Le contestó Rosa sin levantar la cabeza.
– ¿Qué le pasa a la Rosita?
Preguntó Paquito.
– Sus cosas, seguro que tiene sus cosas.
Le indicó Ange haciendo girar la mano.
– Vale.
Contestó con indiferencia Paquito.
– Me piro, y tú
Se dirigía a él.
-A ver si nos tomamos unas cervezas.
– Cuando quieras.
Le respondió Pablo con voz seria.
Se alejó.
– Es un buen muchacho, el Paquito, trabajador y buena gente, pero tiene la boca muy grande, no lo asustes.
Le pidió Ange acercando su cara a su oído.
– Bien, -le aseguró que se portaría bien.
– Ange, -le pregunto Pablo.
Dudó unos instantes.
– ¿Por qué le dicen a Rosita la Joyita?
– La llaman la Joya.
Lo corrigió.
– Y ¿por qué?
Volvió a preguntar, estaba realmente muy interesado.
– ¿Hace falta que te lo diga?, porque se le cae la cara de guapa, ¿miento?
Le puso cara de «¿eres tonto?»
– No.
Pablo asintió.
– Yo ya me había dado cuenta de que tú también te habías dado cuenta.
Y Ange se rio con ganas.
Pillado.
– Tiene más pretendientes que ninguna muchacha que conozca.
Volvió a acercar su boca a su oído.
-No sé si sabes, que con nuestra edad para nosotros es normal estar ya casadas, e incluso con niños, pero el abuelo ha puesto una advertencia acerca de nosotras, nadie se puede acercar sin su permiso, y él no lo da, de ninguna de las maneras, y aquí nos tienes viejas y solteras, y sin nada a la vista.
– No lo sabía.
Después descubriría que era cierto.
– Pues así es, y mucho tiene que confiar el Ayo para dejarte aquí solo con nosotras.
Lo miró queriendo que le confiara algo, pero él sabía lo mismo que ellas o menos.
– Pero, si esto está lleno de gente.
Dijo sin picardía, realmente lo pensaba.
– Tú no nos conoces, mañana estarán todos preguntándose quién eres, que estás aquí en el puesto solo con las dos nietas de Tomás Valdivia.
Ange asentía con la cabeza mientras doblaba prendas y más prendas.
– ¿Por qué tanto interés?
Le preguntó.
– Tomás Valdivia, ¿tú no sabes aún quien es el Ayo?
Ange puso cara de, ¿tú no eres de aquí?, ¿verdad?
– Me lo imagino.
Pablo no quería parecer más ignorante.
– No, no te lo imaginas, si mi Ayo dice algo, no se pregunta nada más, termina la conversación. Ya lo irás viendo. Todo el mundo lo respeta.
Levantó orgullosamente la cara, como si fuera una verdad no escrita.
– Pues con lo guapas que sois, tiene que tener peso Tomás, para que no se acerque ningún muchacho.
Se lo dijo de corazón.
– Picarón, tu solo tienes ojos para la de la esquina.
Y sonrió señalando a Rosa.
Creyó que se había puesto colorado, o lo sintió así.
– ¿Te crees que no te he “calao” desde el primer momento?, lo que me extraña es que el Ayo permita que estés con nosotras, mejor dicho, con Rosita.
Calló.
– No digas nada, hijo mío.
Ange se alejó de él, acercándose a Rosita, ayudándola a colocar prendas que ya estaban bien colocadas.
45. Pablo y Rosa. La Profecía
Calero asintió con la cabeza.
– Gracias, a lo que mande.
Pablo le respondió con el mismo tono de voz.
– Eso está mejor.
Sonrió otra vez con desprecio.
– ¿Con que rumano?
Preguntó de nuevo.
– No, Don Antonio, español, mis padres eran rumanos, yo nací aquí.
Lo miró fijamente a los ojos.
– ¿Y que estabas con los Horcajo?
Me interrogó.
– Sí.
Le contestó, se estaba cansando.
– ¿Dónde están ahora?
– En Nanclares de la Oca (Prisión)
Respondió Pablo, imaginando que quizás lo comprobaría.
– ¿Feo?
Volvió a preguntar Calero.
– Muy feo.
Asintió sin mover un músculo de la cara.
– Lo siento, te digo lo mismo, si necesitas algo me lo dices a mí o a mis nenes.
– Gracias, Don Antonio, lo haré.
– Abur.
Y se marchó.
– Hijo de p….
Lo maldijo Rosita por lo bajo.
– ¿Qué pasa Rosa?
Estaba muy enfadada.
– Ese hijo de p… quería apalabrarme con uno de sus hijos, cuando el Ayo se lo prohibió, intentó que uno de los Ugalde también lo hiciera, y el abuelo respondió también que no, lo que lo colocó en una situación comprometida.
– ¿Apalabrada?
Peguntó, un lenguaje nuevo en un mundo desconocido.
– Prometerme para casarme, antes me tiro por el agujero de un pozo, son todos mala gente.
– ¿Quiénes son esos Ugalde?
Volvió a preguntarle realmente interesado.
– Dos hermanos, fueron legionarios, y son malos como la quina, protegían, o eso decían, al abuelo, hasta que has llegado tú, eso los ha encabronado más, eso y el hecho de que estés con nosotras, los tiene en sal. Ten cuidado con ellos, el abuelo iba obligado porque lo han amenazado, pero ahora está más tranquilo sabiendo que estás tú aquí, porque le conté al Ayo que me habías prometido que nada nos pasaría mientras estuvieras con nosotras, ¿es verdad?
– Sí.
Contestó sin pensar, ambos sabían que era totalmente cierto.
– Hay, Rosita tiene toda la razón, mala gente ándate al ojo, y al cabrón del Calero lo mismo, odia al Ayo con todas sus fuerzas, quiere ser como él, ocupar su lugar, pero no le llega ni a la suela de los zapatos.
Aseguró Ange.
Recogieron y volvieron a casa de Tomás.
Comieron como animales, sobre todo Rosa y él, le encantaba verla hacerlo, ¿dónde lo echaba?, parecía imposible que tan poca cosa pudiera albergar tanto apetito.
Terminaron y subieron, cada uno a su habitación a hacer la siesta, Pablo no estaba acostumbrado a dormir después de comer, pero aquel día lo agradeció, estaba realmente cansado.
Durmió hasta las siete de la tarde, casi tres horas, como un bendito. Se levantó aturdido, como un zombi, y tardó un buen rato en volver a la realidad.
Se lavó la cara, y bajó.
Le esperaban Tomás y Ricardo, ninguna de las mujeres estaba allí.
– Ahora te íbamos a llamar, necesitamos que nos acompañes, además tengo que pedirte un favor.
Le indicó Tomás.
Salieron de la casa, no hablaron hasta que llevaban unos minutos caminando por las estrechas calles.
– Pablo.
Le habló Tomás.
– Dime, Tomás.
– Ayo Tomás.
Apostilló Ricardo.
– Acostúmbrate, y yo, tío Ricardo.
– De acuerdo, -asintió.
– No sé si conoces que a mi nieta Rosa están intentándomela casar con gente que no la merece.
– Algo me han dicho las niñas.
Contestó Pablo asintiendo con la cabeza.
– Con lo que hablan te lo habrán contado todo, ¿no?
Aseguró Ricardo.
– Sí.
Y sonrió por lo bajo.
– ¿Rosita?
Le preguntó sabiendo la respuesta.
– Sí.
Sonrió.
46. Pablo y Rosa. La Profecía
– Este favor que te voy a pedir, es algo personal, no tiene que ver nada con lo nuestro, pero durante este tiempo necesito protegerla de cualquiera que mal la quiera.
Tomás habló seriamente.
– Pídame usted.
Sabiendo que si era para proteger a Rosita su respuesta iba a ser afirmativa.
– Quiero que durante este tiempo que estés con nosotros, te apalabres con ella, así la dejarán tranquila, cuando todo esto acabe, cada mochuelo a su olivo, y de lo hecho, olvidado, ¿te importaría hacerme ese favor?
Lo miró esperando la respuesta.
– Considérelo hecho.
Feliz. Se sintió feliz.
– Por supuesto, eso no supone ningún derecho sobre Rosita, estamos hablando como personas honestas, ¿no Pablo?
Le preguntó seriamente Ricardo.
– Se lo prometo.
Y lo miró a los ojos.
– Me basta tú promesa, la quiero con toda mi alma, y no me perdonaría que hubiera algún malentendido.
Aseguró Ricardo.
– La tienes.
-Ningún malentendido habrá, -le prometió Pablo con todo su corazón.
– Te lo agradezco.
Y el viejo también sabía que lo que afirmaba Pablo era cierto.
Algo muy gordo estaba pasando, el viejo estaba protegiendo sus fichas, y ahora que veía al Calero, no entendía como Valdivia lo protegía.
– Todo hablado y justo a tiempo, ésta es la casa.
Señaló Ricardo.
Llamó a una aldaba e inmediatamente una señora mayor abrió.
– Ay, Señor Tomás, Dios se lo pague que haya venido.
Y cogiéndole la mano se la besó.
Les indicó que pasaran y la siguieran, era una casa muy antigua, y al contrario que la de Tomás, se veían signos de pobreza.
Llegaron a un ajado salón donde los esperaban de pie varias personas, una mujer que sólo lloraba, un señor muy mayor, que parecía muy castigado por la vida, de delgado asustaba, se le marcaban los hoyos de las mandíbulas, y unos niños, tres, limpios, aunque no muy bien vestidos. El hombre mayor se acercó a Tomás.
– Ay, Señor Tomás, Dios le bendiga por venir a esta humilde su casa.
Se acercó y también le besó la mano.
– Antonio, siéntate.
Le pidió el Ayo con autoridad.
La mujer más joven, bien parecida, aunque con bastante sobrepeso se acercó y le besó la mano.
– Este es mi hijo Ricardo, al que conocéis, y este es un primo de mi Rosita, Pablo.
Lo presentó Tomás.
Todos lo miraron con respeto, el Ayo era algo serio.
Se estrechamos las manos, y se sentaron alrededor de una vieja mesa.
– Dime, Antonio, ¿qué ha pasado?
– Mi Lorenzo que lo ha cogió la Pestañí, y no tenemos ni para abogado, y mire usted el panorama, tres churumbeles que apenas si levantan un palmo del suelo, ¿cómo vamos a sobrevivir?
– Vamos a ver, Antonio cálmate.
Tomás le ofreció un pañuelo al viejo, al que se le habían escapado dos enormes lágrimas.
– Por el abogado no te preocupes, Céspedes irá a verlo mañana, ya he hablado con él, me ha informado de que dos años seguro, quizás algo más.
Continuó hablando Tomás.
– Ay Dios mío.
Exclamó la señora mayor, mientras que sollozos entrecortados salían de su pecho.
– ¡Mi niño!
Casi gritaba.
– Aurorita.
Le recordó Ricardo.
– Ya le avisamos a tu nene que se estuviera quieto.
– Pero los niños tienen que comer, ellos no tienen la culpa.
Le rogó a Tomás el señor mayor.
– Pan para hoy y hambre para mañana, ya lo hubiéramos solucionado de alguna manera.
Afirmó Ricardo.
-Pero el cogió la calle de en medio, y ahora estamos aquí.
– Bueno, el problema ya llegó.
Comentó Tomás.
-Y lo importante es solucionarlo, dile a tu nene que se coma lo que tenga que comerse, que esté tranquilo.
Continuó Tomás.
– ¿Tengo vuestra palabra de que lo convenceréis para que cuando salga, tenga claro que hará lo que yo diga?
– Si no, lo mato.
Aseguró el señor mayor.
– La Caja de los Alivios está abierta.
Afirmó Tomás.
48. Pablo y Rosa. La Profecía
Le preguntó Tomás a Rosa mirándola fijamente.
Agachó la cabeza.
– Lo que tú digas, Ayo.
– ¿Sin quebrar tu voluntad?
Seguía mirándola con cara seria.
– No, Ayo.
Rosa continuaba con la cabeza agachada.
– Así sea.
Concluyó Tomás.
-Por el bien de todos.
– Pablo.
Y lo miró fijamente.
– A ti te doy la obligación de proteger a Rosita de cualquiera, sea quien sea.
– Así lo haré, Ayo Tomás.
Prometió el también.
– Vamos a cenar.
Tomás concluyó la conversación.
Otra noche de mal dormir, la vida lo llevaba por senderos desconocidos y no por ello menos deseados.
Con la boca abierta, así la dejó el Ayo, podía esperar cualquier cosa, menos aquello. ¡Ella, apalabrada con el padre de sus hijos! El sueño era realidad, pero esa era su virtud, creyendo a pies juntillas, convertir lo imposible en realidad.
Ange chilló como una perra.
– Ay Rosita, ya te falta menos, apalabrá.
Puso las manos como si rezara, levantó la vista al techo.
– Déjame.
Rosita le pegó un empujón.
– ¿Y obligá?, por mis cojones.
Ange le devolvió el empujón.
– Estás como una cabra.
Rosa dio la vuelta y se quedó mirando el techo.
– Pues tú te estás poniendo gorda de lo a gusto que estás.
Le hizo mueca Ange inflando los carrillos.
– Ni a soñar que me hubiera echado.
Y Rosa sabía que era verdad.
– Te compro tu ángel de la guarda.
Ange acercó su cara a la de ella, la miró fijamente.
– ¿Y yo te lo voy a vender?, ¿ahora que está funcionando como un reloj?
– ¿Sabrás que sólo es un engaño?, -le preguntó Ange con cara de pena.
– Te juro que se convertirá en realidad.
Y Rosita tenía la certeza absoluta.
– Por cómo te mira el payo, yo casi lo aseguraría, y conociéndote, más. -aseguró Ange también con la misma certeza.
– Pero, -continuó hablando-, ¿qué te ha pasado esta mañana que casi no has abierto la boca?
– ¿Y si se va?, ¿y si me lo quitan?, me muero, mil veces me muero.
Rosa sintió que se le encogía el corazón.
– No pienses en eso, lo tienes aquí, y apalabrado, ¿no es más de lo que hubieras imaginado?
Ange le puso la mano en la cara.
– Sí.
Le respondió bajando la mirada, estaba triste.
– Pues disfruta. Todo se acaba.
Aseguró Ange, mirándola a los ojos.
– Esto no.
Le salió del alma porque lo creía a pies juntillas.
Tomás movió el catavinos despacio, con la mirada fija en el cristal.
– Ricardo, hijo mío, se van poniendo las cosas en su sitio.
– Me asombra Pápa, ¿qué es lo que está haciendo?
– Las sombras se acercan y hay que resguardar lo que más queremos para que no se lo lleve el tornado de maldad que se avecina.
-Me asusta, Pápa.
-Yo también lo estoy.
Tomás levantó la vista, había hablado, aunque le pesara, la verdad.
49. Pablo y Rosa. La Profecía
Capítulo IX
Siempre Rosa
Apalabrado, pensó Pablo, no la conocía ni de una semana, pero daría algo porque fuera de verdad, no se la podía sacar de la cabeza; si se le acercaba mil veces, mil dolores de estómago, si le hablaba mil veces, mil veces que oía a los ángeles, creyó que el sur lo había embrujado.
Intentó por todos los medios salir de la situación, hacerse el frio, pensar con lógica, decir que lo que le sucedía era una tontería, y algo dentro de él se reía, como diciendo que ni mil voluntades suyas podrían ni difuminarla. Se enfadó porque no puede quitársela de la cabeza, pero a la vez era feliz de que su fulgor siguiera poseyéndolo, si ella desapareciera, quizás el vacío que dejara le sería insoportable.
Su escala de valores estaba variando, en primer lugar, aparecía ella, después ella, y siguiendo, ella, lo demás se perdía cómo si no fuera real, cómo si lo único importante, sólido, auténtico, fuera su presencia. Pidió a dios que le ayudara a conseguir su amor, a estar con ella, no deseaba nada más, nada más anhelaba, ya ni se reconocía, Pablo el buldócer, de perrillo faldero, pero feliz.
Otro día más, cinco de la mañana, cargar y un atisbo de su mirada, y «sorpresa» su sonrisa en una mirada fugaz, ahora sí había salido el sol.
Llama por teléfono al Comisario.
Comenta lo que ha pasado con la visita de Tomás, omite todo lo relacionado al apalabramiento, ya habrá tiempo de justificarse si fuera necesario.
– Maldonado, he hablado con la fiscal y nos apoya totalmente, se la está jugando, confiamos en usted, ya sabe, la cabeza fría.
– Sí señor.
– Montes será su sombra.
Le repite el Comisario, que también se juega algo.
– Pero muy de lejos, aquí se enteran hasta de lo que no pasa, y a Montes seguro que lo conocen, no quiero que se estropee la operación.
Una pausa, después, continúa hablando.
– Usted no se preocupe, mañana tendremos preparados sus nuevos documentos, ya le indicaremos como recogerlos sin riesgo.
– ¿Alguna orden más?, señor.
– No, continúe con la misión.
Cumplido, una cosa menos, vía casi libre.
Volvió a marcar.
– ¿Mamá?
– Ay, Pablito, ¿dónde estás?
Dos metros y seguía llamándole Pablito, peor era lo de su hermana, Irenita, y pensó “que se joda”, desde el cariño, pero que se joda.
– He salido a tomarme un café, y he aprovechado para llamarte.
Mentir a una madre para que no se preocupe no es pecado.
– ¿Cómo te va?, -le pregunta, ignorante de lo que sucede.
– Haciendo papeleo, mamá, parezco un oficinista, no un policía.
Siguen las mentiras, es la ley de los hijos.
– Los papeles no pegan tiros.
– Entonces me habría hecho oficinista.
– ¿Te tratan bien?
– Son gente agradable, es el sur, mamá, son más abiertos que en casa.
– Sí, ¿pero la comida?
Vuelve a insistir su madre, sabe que es un tragón.
– De muerte, mamá, me voy a poner redondo.
– Lo que me alegro.
– Dale un beso a nuestro médico favorito, a mi puñetero padre.
– Cuídate, Pablito.
– Adiós, Mamá.
Se incorporó a la marea humana, el mercadillo se caía de gente y aún era martes.
Pablo pensó que algún día le preguntaría cuanto sacaban al día, porque allí se ganaba dinero.
Poco a poco se fue relajando el tránsito hasta que casi nadie deambulaba por el albero del Mercadillo.
Ange gritó con todas sus fuerzas.
– Dolores, venga usted “paca”.
– ¡Ay niña! que me vas a matar de un infarto, voy.
Contestó Dolores con cara de cansancio.
– Vas a serla primera en saberlo, la Rosita se ha apalabrado, -le cotillea al oído Ange, después la coge de los hombros y la sacude.
– ¡Ay mi reina!
Exclama la señora dando un abrazo de oso a Rosita que miraba todavía un poco sorprendida.
– ¿Quién es el afortunado que se lleva la Joya?
La señora mira a todos lados intentando adivinarlo.
– El Callao, el primi, que se nos la lleva, que lo tenían “mu” callao.
Le zampó dos besos con otro abrazo de mamá osa.
– Y encima éste no te va a marear charlando, pero que guapo y buen mozo, vais a tener los niños más bonitos del mundo.
Un segundo después estaba gritando nombres, que no daba ni tiempo a entenderlos, y en el siguiente segundo, la mayoría de los tenderetes se despoblaron, toda la marabunta fue al puesto de Tomás.
Dos mil besos, dos mil abrazos, dos mil felicitaciones, ADN de toda la ciudad; no supo cómo salió cerveza, botellas de vino, y antes de que se diera cuenta, se había formado un corrillo alrededor de ellos, como si estuvieran exponiéndolos a Rosita y a él, todos dándoles parabienes, y deseándoles fortuna e hijos varones. Hasta las cinco estuvieron allí, ni Rosita ni él bebieron, pero Ange si, se puso graciosa, no borracha, pero si alegre, estaba contenta, después de tantas inquietudes, un momento de alegría se agradecía.
Y esa tarde en casa, «que todavía no es la pedía, pero es motivo de alegría», gritaba Ange como loca, si alguien no se lo creía, al ver a Ange lo aceptaría como verdadero.
50. Pablo y Rosa. La Profecía
Llegaron a casa, allí los esperaba un triste bocadillo, Ester y dos mujeres que se presentaron como primas estaban en la cocina preparando toda clase de guisos, los congeladores llenos y primas que no conocía, le sonreían mientras dejaban la casa como el jaspe.
– Te quiero ver arreglado, que ésta tarde va a venir aquí la marabunta, la nieta del Tomás por fin se ha apalabrado.
Le ordenó Ester señalándolo con un cucharón.
– S,í tía.
Pablo se lo prometió, incluso le dedicó una sonrisa.
Se comió el bocadillo frente a Rosita y parecía una competición de lobos, desaparecieron en un momento, y los dos se miraron y sonrieron, los dos sabían.
Subieron todos a arreglarse, él lo poco que podía, dado lo escaso de su vestuario, pero oyó golpes en la puerta, era Ricardo.
– Toma, Rosita lo ha cogido para ti.
Le entregó algo de ropa y unos zapatos.
Como un guante, una camisa azul con doble botón, de las que no le gustaban, pero que le quedaba muy bien, unos pantalones azules clásicos y zapatos con cordón, todos, no de su estilo, pero sí de su talla.
Cuando bajaba se oía la aldaba repiquetear alegremente, y voces en tono alto deseaban buenas tardes y otras agradecían.
En apenas dos horas habían transformado el patio en un salón de recepciones, seis mesas ocupaban casi todo el espacio, solo una esquina permanecía libre.
En las mesas de todo, jamón, caña de lomo, langostinos, botellas de vino, copas, como por arte de magia habían transformado el tranquilo patio, en un lugar de recepción y fiesta.
Se sintió un poco nervioso, pero sin saber por qué, o sabiéndolo, se sintió feliz.
Llegó Tomás, y empezó a saludar a gente, le requirió levantando el brazo y Pablo se acercó.
– Este es el afortunado, Pablo, un hombre de bien.
El Ayo se dirigió a todos levantando la voz.
Enhorabuenas y enhorabuenas.
Se sentaron a comer, los que pudieron, la mitad se quedó de pie picoteando y bebiendo, todo eran brindis y buenos deseos.
Apareció el lobo, Calero, y con sus hijos, Antoñín incluido.
Esperaba que la incipiente barba lo despistara junto con la falta de chaqueta y gafas de sol, en otro caso todo se iría al garete.
– Enhorabuena, Tomás.
Calero le dio la mano al Ayo.
– Ya era hora de que aprobaras a alguien, me extrañaba que trajeras un extraño, pero ahora me lo explico.
Le dio la mano a Pablo, y sus hijos lo felicitaron los tres, ninguno dio muestras de reconocerlo.
En ese momento oyó unos silbidos, y voces de guapa, guapa.
Por la escalera bajaba su reina, con un traje rojo entallado con unos detalles negros, el pelo recogido en una trenza romana, la cosa más bonita que Pablo había visto en su vida.
Cincuenta mujeres se le echaron encima, dándole besos y parabienes, la ocultaron de su vista durante un momento, la arrastraron hasta el triángulo del patio que había quedado libre, se acercó Tomás y lo llamó haciendo señas con el brazo.
Durante un instante, todos callaron, Tomás cogió a su nieta de la mano, cogió la suya, y las juntó, diciendo.
– Doy permiso a este hombre, al que tomo a partir de ahora como mi hijo, para que corteje seriamente a mi nieta Rosa, con el propósito de casarse en de aquí a tres meses. Que todos lo oigan y que sepan que Pablo será el compañero de Rosa y Rosa la compañera de Pablo.
Se oyó.
– Dale un beso esaborío.
Pablo miró a Tomás.
Aprobó con la cabeza.
La cogió por el talle, ni la miró y la levantó hasta acercarla a su cara, entonces la admiró y la besó, ella le respondió y le echó los brazos alrededor del cuello y fue el momento más cálido de su vida, no podía separarse, quería que ese momento durara para siempre, y en un segundo, una eternidad, se acabó. La bajó, y lo único que oía eran silbidos y palmas, golpes en la espalda para todos, abrazos de gente que no conocía, carmín de todos los colores.
Aquello se descontroló desde su punto de vista. Pero no desde el punto de vista de ellos.
En la esquina que había quedado libre, como por arte de magia, apareció una guitarra, alguien cantando y otros bailando, todos tocando las palmas.
Excitante y extraño para él, pero cálido y hermoso. Iba con la tibieza de la noche, cuerpos que sudaban, cante, baile, algo instintivo surgía en el interior sin darse cuenta, algo primitivo le hacía seguir el ritmo con el pie, y casi animarme a tocar las palmas, pero a tanto no se atrevía.
El tiempo pasaba, de pronto paró, y dos muchachos se acercaron y a pesar de su oposición lo levantaron arrastrándole hasta donde estaba aquel improvisado escenario.
Gracias a Dios se acercó Ricardo, y negando con la cabeza, lo cogió del brazo y lo llevó al lado de Tomás, se acercó a Rosita y Ángela y les señaló el escenario.
Y comenzaron a bailar. Después supo que Rosa solo podría bailar conmigo, nunca con otro hombre a partir de ese momento.
Pura magia, dos bailarinas consumadas, que habían bailado juntas cientos de veces, en una noche donde la brisa empezaba a acariciar los sudorosos cuerpos, por arte de magia todo el mundo calló, y solo se oía la guitarra, el cantaor, y aquellos cuerpos moviéndose al unisonó.
Es rubia como los trigos a la salía del sol
A la salía del sol
Es rubia como los trigos
A la salía del sol
Tiene los ojos azules
Como el romero la flor
Como el romero la flor
Cuando la vió el Rey de España
Don Alfonso de Borbón
Como un novio enamorao
Le ha dao su corazón
Que bien parece
Doña Victoria Eugenia
Que bien parece
Doña Victoria Eugenia
Y Alfonso XIII
Cartas iban y venían desde Londres a Madrid
Desde Londres a Madrid
Cartas iban y venían
Desde Londres a Madrid
Yo estoy loco vida mía
Lo mismo que tú por mí
Lo mismo que tú por mí
En el Palacio de Oriente
Todo es risa juvenil
Doña Cristina sonríe
Viendo al hijo tan feliz
Que bien parece
Doña Victoria Eugenia
Que bien parece
Doña Victoria Eugenia
Y Alfonso XIII
El 31 era de Mayo, bajo un sol primaveral
Bajo un sol primaveral
El 31 era de Mayo
Bajo un sol primaveral
Y era un asta de alegría
San Jerónimo El Real
San Jerónimo El Real
La novia ha entrao en el templo
Con graciosa majestad
De Castillos y Leones
Era su manto nupcial
Doña Victoria
Es la reina más guapa
Doña Victoria
Es la reina más guapa
Que vió la historia
Cuando vuelven de la boda, y ya en la Calle Mayor
Y ya en la Calle Mayor
Cuando vuelven de la boda
Y ya en la Calle Mayor
Una bomba entre las flores
Le han tirao desde un balcón
Le han tirao desde un balcón
El traje blanco de novia
La sangre lo salpicó
Pero Victoria sonríe
A Alfonsito de Borbón
Y se estremece
Viendo vivir a su reina
Y se estremece
Viendo vivir a su reina
Alfonso XIII
“Y es rubia como los trigos y a la salía del sol…”
51. Pablo y Rosa. La Profecía
Se levantó al terminar y aplaudió con todas sus fuerzas, Rosa se alejó del escenario, se acercó a él, se agarró a su cintura y se dejó caer bajo su brazo. Se cerró el círculo. Para siempre, y ella lo supo, como él ya lo sabía. La noche era perfecta, sólo ella estaba allí, y él con ella.
Tomás al lado de ellos miró de reojo, Pablo lo vio, y sonrió, lo miró y asintió.
Se irguió en la silla y se echó hacia atrás como si el mundo pesara un poco menos.
Cuando terminó la fiesta y fueron cada uno a su dormitorio, sabían que no habría distancia que los separara, que a pesar de todo y de todos, seguirían juntos, pasara lo que pasara.
Cuando llegó a la cama se dejó caer sin desvestir, se puso boca arriba, cruzó los brazos y miró al techo, completo y feliz, y durmió como un niño que sabía que en dos horas estaría en planta otra vez, pero que no le importaba lo más mínimo.
Capítulo X
Siempre Pablo
Destrozaditas, como dirían ellas, llegaron Ange y Rosita; su prima la agarró nada más cruzar la puerta del dormitorio, y empezó a dar saltos como una loca.
– Que beso, de película, yo quiero uno así.
– Primi, te lo dije, me quiere.
Rosita la agarró de los brazos y la sacudió.
– Me lo creo.
Asintió con la cabeza Ange, ella también lo había visto.
– Por Dios, que beso, “mojaita” entera estaba, en la gloria.
– No es pa menos.
Volvió a asentir Ange.
– Y él me quiere como yo lo quiero. Esto es pa los restos.
Rosita sonreía como una niña pequeña.
– En una semana, Primi, de película, pero ten cuidado que los hombres…
Le advirtió Ange poniendo cara seria.
– Este no, y el Ayo me ha dado la bendición que lo he visto mirar a Pablo y sonreír.
– Habrá sido por otra cosa, ¿el Ayo?
Preguntó Ange con cara de no creérselo.
– Sí Primi, lo que yo he visto es la verdad, estaba segura.
Se echaron en la cama, vestidas y todo, y se quedaron dormidas y felices, abrazadas como niñas pequeñas.
Le despertó la claridad del día, pensó que, seguro que no eran las cinco de la mañana, miró el móvil, le informó de que eran las once y no le habían despertado. Se sobresaltó, pero oyó voces en la casa y se tranquilizó.
Fue a asearse y tropezó con Ricardo.
– Dormilón…
Se rio mientras pasaba.
– ¿Hoy que…?
Quiso contestar Pablo.
– Qué malas son, ¿no te dijeron que los miércoles descansamos?
Se le notaba la guasa en la voz.
– No.
Y sin darse cuenta puso cara de tonto, y el muy cabrito se fue sonriendo.
Bajó con una ropa menos hortera que la de diario.
Todos ya habían desayunado, se sirvió un café y cogió un par de donuts de un frasco de cristal.
Apareció Ester.
– El señorito ya se ha levantado, -sonrió con sorna.
– Sí, buenos días.
– ¿Que te pareció lo de ayer?
Le preguntó Ester levantando la barbilla.
– No lo había visto en mi vida, pero genial.
– Ni lo volverás a ver.
Ester miró hacia otro lado, indicándole que todo era de mentira.
– Podría ser.
Pablo le puso cara de que eso podía no ser así, no sabía por qué contestó eso, pero Ester le respondió.
– Vaya con el Callao, cada vez que habla tira un quicio. Termina, que tienes que ir con las niñas a comprar.
Secretario para todo. Pensó.
Alguien lo agarró por el cuello.
– Primo que nos vamos.
Era Ange.
– Termina de una vez.
– Vale,
Contestó. En la puerta los esperaba Rosita.
– ¿Has dormido bien?
Rosita le dedicó una sonrisa que le iluminó el día.
– Como un niño.
– ¿Cagado y con hambre?
Le sonrió. Pablo hizo lo mismo, casi estúpidamente, o eso pensó.
– No mujer, muy a gusto.
Todavía no le pillaba el aire a la guasa que tenían allí.
52. Pablo y Rosa. La Profecía
– Vámonos, y lo cogió de la mano.
Ange se enganchó del brazo, y así fue escoltado el resto del camino hasta el supermercado.
– No te lo vayas a creer, pero sería raro estar apalabrados e ir cada uno por su lado, además necesitas a la carabina colgada del brazo, como los cazadores.
Le explicó Ange.
– Sin problema.
Les contestó con una media sonrisa.
– Tampoco sois tan feas, no quiero perder categoría.
– ¿Con qué con guasa?
Rio Ange.
-Hoy lo único que tienes bueno es la compañía, -y rieron con la risa clara de la inocencia.
Leche, salchichas, longaniza, especias, kétchup….
¡Vamos, una alegría!, mareado le tenían, y que no paraban de hablar
-Chocho, mira…
Le comentaba una a la otra.
-Eso es un mojón, el bueno es este.
Y señalaba otro producto.
-Pero éste es más barato.
Se contestaban.
-Pero no le gusta al Ayo, a Ricardo….
A quien fuera. Y una parada.
– Mira Pablo.
Lo presentaba Rosita.
-Esta, Doña tal la de tal y tal, éste es mi novio Pablo, sí, queremos casarnos para octubre, por la iglesia y de blanco que somos gitanas….
Y él como un burro, moviendo un carrito sobrecargado, que se iba para todos lados.
A la una terminaron y pagaron la compra. Sin decir nada se sentó en una silla de un bar de fuera del supermercado, ellas seguían hablando.
– Hasta luego.
Las despidió levantando la mano.
– Pero mira que eres flojo.
Ange se paró y se quedó mirándolo con cara de desaprobación.
– ¿Enséñame los callos de llevar el carrito?
Le pidió Pablo.
Se rieron y se sentaron cada una a un lado.
– Como Cristo.
Pablo se quejó con un resoplido.
Me miraron las dos, extrañadas.
– No me miréis, con mala gente a cada lado.
Abrió los brazos todo lo grande que era.
– Me parto, me troncho, que gracioso.
Le contestó Ange con un mohín y haciendo cómo que se cortaba por la mitad y a lo largo, con un cuchillo imaginario.
– Nos ha salido simpático.
Comentó Rosita a su prima.
Vino el camarero y encargaron refrescos.
Con sorna, Ange preguntó.
– Y ¿cuántos vais a tener?
– Por los menos tres.
Contestó siguiéndole la broma a Ange.
Rosita lo cogió de la mano, y mirándolo fijamente, con sus ojos mágicos, le afirmó.
– Cinco.
Solo contestó.
– Vale.
– Pues vaya navidades de regalos con cinco sobrinos.
Rio Ángela.
– Ve buscando dineros Primi, que te lo digo con tiempo.
Y rieron las dos, él también sonrió.
– Da gusto oíros reír.
Se sintió bien al verlas alegres.
53. Pablo y Rosa. La Profecía
– ¿A saber dónde has estado tú?, que tan poco has oído reír. -le respondió Rosita moviendo la cabeza.
– Un año de formación en Valladolid como policía, prácticas en Galicia, oposición y formación a subinspectores, prácticas en el Bierzo, oposición a inspector con vuelta para formación en Valladolid, total, cuatro años y medio. Cursos todos los que quieras, estudiar, estudiar y estudiar.
– Que vida más triste, -contestó con pena Ange.
– Yo la escogí, no puedo quejarme, -le respondió Pablo con sinceridad.
– ¿Tu padre es también de la Pestañí?
– ¿La Pestañí?, -preguntó Pablo extrañado.
– Poli.
Aclaró Ange.
– No, es médico y mi madre profesora en un instituto.
– ¿Tienes hermanos?
Preguntó Rosa.
– Una que te la regalo, a mí me decís el Callao, me gustaría saber que diríais de mi hermana.
– ¿Tan fea es?
Apostilló Rosa.
– ¿Irene?, qué va, pero tiene un carácter de tres pares de narices. Es mayor que yo y esa sí que no tiene novio, ni lo va a tener, como no cambie.
– ¿De verdad?
Se sorprendió Ange.
– Te lo juro, además es Inspectora de Hacienda, imagínate.
– Lagarto, lagarto.
Exclamó Rosa, poniendo los dedos en cuernos y tocando la madera de la silla.
– Pues va a ser tu cuñada.
Aseguró Ange con una pícara sonrisa.
– Quita, quita, malange, -le contestó Rosita.
Estaba disfrutando realmente del momento, cuando vio acercarse a un muchacho de tez cetrina que se movía con prisa.
Se levantó como si fuera un resorte, y se interpuso en el camino del chico.
– ¿Qué quieres, payo?
Y le dio un empujón.
Lo cogió del pecho y cuándo estaba a punto de estrellarlo contra la mesa Ange gritó.
– ¡Pablo, déjalo!, es mi novio.
La miró, y al ver su cara lo soltó.
El muchacho se intentó acercar a Ange, sujetó a Ange con una mano y con la otra al chico.
– Hijo p.…, suéltame.
– Lárgate.
Le advirtió con cara de pocos amigos.
– Que es mi novia, tío.
Le aseguró mirándole con ojos asesinos.
– Cuándo me lo diga Tío Tomás.
Lo miró con el semblante serio, mientras que Ange lloraba.
Una mano se posó en el hombro del chico, le dio la vuelta, era Ricardo.
– Te he dicho una y otra vez que no te acerques a mi hija. Como te vuelva a ver rondándola te reviento.
Y lo dijo de veras.
El chaval se fue alejando con una cara de enfado terrible.
– No soy bastante para tu hija, cabrón, y al hijo p… ese.
Señaló a Pablo.
-Le voy a sacar las tripas, cabrones, hijos de p….
Salió corriendo y se marchó.
Ange lloraba desconsoladamente, apoyada en el respaldar de la silla.
– ¿De verdad, eso quieres para el resto de tu vida?, ese desgraciado, -le preguntó Ricardo, señalando el lugar por donde el muchacho se había marchado.
– Pápa, yo lo quiero.
Lloraba Ange.
– ¿No te habrá hecho nada de lo que tengas que avergonzarnos?
Ricardo acercó su cara a la de su hija.
– No Pápa, te lo juro.
Ange lloraba cada vez con más dolor.
– A partir de ahora solo sales con Pablo y la Rosita, y tu Callao, gracias, con dos cojones.
– De nada, Tío.
Se marcharon con Ricardo, que había ido con el coche para ayudarles con lo que habían comprado.
54. Pablo y Rosa. La Profecía
Nada se habló hasta llegar a la casa, cuando aparcó el coche, Ange salió corriendo a su cuarto en un mar de lágrimas. Rosa intentó ir detrás de ella.
– Déjala sola, que recapacite, -le pidió Ricardo a Rosa.
Rosa continuó descargando bolsas con Pablo, mientras se acercaban a la cocina que estaba al lado, se oyó a Ester decir.
– ¿Qué ha pasado?, Ricardo.
Preguntaba Ester.
– El mierda del Yayi, que estaba intentando rondar a la Ange.
Se llevó las manos a la cara.
– ¿No le habrá hecho nada a mi niña?
– No, Pablo lo tenía sujeto por el pecho como un muñeco.
Sonrió Ricardo con satisfacción.
– Gracias Pablo, hijo eres una bendición, otra que te debo.
Y le zampó dos besos y un abrazo, mientras lloraba compungida.
– ¿Qué es lo que pasa?, si puedo preguntar, no quiero entrometerme.
Ricardo se volvió y le explicó.
– Ese hijo de p… lleva tiempo rondando a mi Ange, ya ha macado a una niña muy buena, y no voy a dejar que haga lo mismo con la mía, además es un chatarrero.
– ¿Macar, chatarrero?
Preguntó Pablo, que no se enteraba de nada.
Rosita le contestó.
– Pablo, macar es deshonrar, y llamamos chatarreros a los que viven de robar aquí y allá, y dan mal nombre a su raza y su familia.
– ¿Con eso quiere mi Ange entrar en mi casa?, -preguntó Ricardo, mientras abrazaba a Ester que seguía llorando.
– Pablo, -Ricardo lo miró.
-Mi mujer y yo te pedimos que cuides de Ange como si fuera Rosita, no dejes que ningún sinvergüenza se le acerque.
– Así lo he hecho y sabes que lo haré.
No se podía notar duda en su voz, era lo que sabía que debía hacer.
– Cuanta razón tenía el Ayo, eres una bendición, Dios te ha traído a casa para que nos protejas. Bendito seas, hijo mío.
Le agradeció Ester.
Rosa lo cogió de la mano y lo llevó a la mesa, acercó su cara a la de él, habló muy bajito, sentí su aliento en mi cara.
– Llevo tiempo diciéndole que el Yayi ese no es bueno para ella, pero no me hace caso, nada más salimos de aquí lo llamó, menos mal que llegó tarde y apareció el tío Ricardo, si no, no sé lo que hubiera pasado…
– Pues que se hubiera llevado un buen par de hostias.
Le aseguró con tranquilidad.
– ¿Y si saca la navaja?, -le preguntó con cara de miedo.
– Se la come, tan seguro como me llamo Pablo.
Pablo no tenía duda de ello. Rosa le apretó la mano y le sonrió.
Aquella vez fue en la que Don Quijote recibió el mayor premio.
Cenaron, y Ange no bajó, Rosa cuando terminó, subió, él se quedó un momento más.
Tomás que no había hablado en toda la cena, le comentó.
– Otra vez más gracias, mucho estás haciendo por esta familia.
– No es nada, Tío Tomás.
– Si tú lo dices, pero cuídate del Yayi, la familia es un poquito… rencorosa.
Y movió la cabeza con preocupación.
– No me asusta.
Era cierto, pensó que era solo un chiquillo con mala leche.
– Ahora también tienes que cuidar a Ange.
Volvió a repetirle Ricardo.
– No es problema.
Pablo volvió a confirmárselo.
– Con permiso, -se despidió de Ricardo.
Se levantó y se fue a la cama.
Esperó a que todos estuvieran durmiendo, y cuando confirmó que así era, bajó al salón, comprobó que cualquiera que quisiera salir de la casa tendría que pasar por allí, incluso para ir a la cochera o para salir a la calle.
Fue a la cocina, cogió el tarro de los garbanzos y tomó un buen puñado.
Los esparció entre la mesa y el sofá, a lo largo, cuidando que no quedara ningún lugar que estuviera libre de ellos.
Se echó en el sofá, entrecerrando la ventana, para que la oscuridad fuera total, pues aquella noche había una luna clara, y cansado, se dispuso a dormir.
55. Pablo y Rosa. La Profecía
Cayó redondo; para él habían pasado instantes, cuando oyó.
– ¡Mierda!
Encendió la luz, y allí estaba Ange, sentada de culo y clavándose allí los garbanzos.
– ¿Vas muy lejos?
Le preguntó Pablo.
– Puto madero, me cago en tus muertos.
Le maldijo con una cara de demonio.
– Vale.
Le ordenó.
-Dame el móvil.
Movió los dedos de la mano para que se lo entregara.
– Una mierda pa ti.
– Ange…
– ¿Y yo que creía que eras buena gente?, puto madero.
Ange con mirada asesina.
– O me lo das por las buenas o te lo quito por las malas.
Y volvió a agitar los dedos.
– Toma, hijo p….
Y le tiró un móvil sin tener que insistir más, era uno de alta gama, ese no era, seguro.
– El otro, Ange.
– ¿Qué de otro?
Le contestó como si no supiera de que hablaba.
– Con el que llamas a tu prenda, tú de tonta no tienes ni un pelo, has engañado hasta a Rosita.
– Que yo no tengo ningún móvil, hijo p….
Otra mirada asesina de Ange.
Se levantó, cogí la mochila que llevaba y que estaba en el suelo.
– ¿Te gustan las bragas de las niñas, poli marrano?
Puso cara de asco.
Efectivamente, sacó ropa interior y entre ella, un móvil pequeño de prepago.
Lo cogió y se lo enseñó.
– Es curioso lo que se encuentra en la mochila de una mujer.
Lo abrió y lo partió, después lo pisoteó.
– Asqueroso, cabrón.
Ange se puso a berrear.
Habían causado algo de ruido, pero no mucho, a pesar de ello, bajó por las escaleras Ricardo.
– ¿Qué pasa?
Pablo le dio una patada a la mochila, pero claro, los garbanzos no pudo quitarlos.
– Nada, Tío Ricardo, Ange que ha bajado a por agua y al verme aquí se ha asustado.
Bajó unos escalones más y al verla vestida de calle se le cambió la cara.
– Pero, ¿tú qué quieres, deshonrarnos y matarnos de dolor a todos?, mala hija.
Desencajado cogió a Ange con todas sus fuerzas y levantó la mano para golpearla, Pablo le sujetó el brazo, le costó trabajo, pero impidió que la golpeara.
– Ricardo, así no se arregla nada.
Lo miró con cara de furia.
– Déjame que le voy a dejar la cara que nadie la va a querer.
– No puedo dejar que hagas eso, mañana te arrepentirías.
La soltó de un movimiento arrojándola contra el sofá, él le solté el brazo, sabiendo que el peor momento había pasado.
Se acercó a ella, y poniéndose a centímetros de su cara, le preguntó.
– Prométeme que no vas a hacer ninguna tontería de nuevo.
Con la cara llena de lágrimas no acertaba a contestarle.
La zamarreó.
– Prométemelo.
Le repitió Pablo.
– Síííí.
Contestó entre sollozos y con la cara llena de lágrimas.
Durante esos instantes que apenas si habían sido un par de minutos, la escalera se había poblado con el resto de los habitantes de la casa, que contemplaban asombrados lo que sucedía.
Rosita y el abuelo miraban sorprendidos el espectáculo.
Rosita bajó, lo miró con ojos como de no entender nada y se llevó a su prima que lloraba entre jipíos.
Ester bajó y lo abrazó, diciendo.
– Mi ángel, mi ángel, nos hubiéramos muerto de vergüenza y de dolor.
Ricardo le puso la mano en el hombro, y le agradeció lo que había conseguido.
-Ve a dormir y descansa, que te lo has ganado.
56. Pablo y Rosa. La Profecía
Y subió a echar la llave al cuarto de las niñas.
Se tumbó al suelo y allí durmió, trabando con su cuerpo la salida del dormitorio.
Con toda la calma del mundo cogió el móvil de Ange, comprobó que no estaba protegido, y se bajó un programa troyano, lo instaló, y le introdujo el número de su teléfono, comprobó que quedaba invisible. Tomó su móvil, puso el suyo en su programa de rastreo, e inmediatamente parpadeó una luz roja que indicaba la posición del teléfono que había pinchado, salía al lado de la de su posicionamiento. Funcionaba. Por si acaso.
Volvió a colocar el teléfono de Ange en su mochila. Se dejó caer de nuevo en el sofá y se quedó frito.
Capítulo XI
La Trampa
La de San Quintín, la que se había liado, con lo bien que empezó todo, pensó Rosa, que si lo de los niños, las miradas, y llega el gilipollas del Yayi…, lo hubiera matado ella, pero Pablo, ¡cómo lo manejó!, como un muñeco, y menos mal que llegó tío Ricardo, sino se hubiera liado aún más parda. Temió la salida del Yayi, con la mala folla que tenía él y su familia.
Y después, la imbécil de Ange intentando escaparse. Ya cuando volvieron, empezó a meterse de gordo con Pablo, y ahí la paró, ¡hasta ahí podíamos llegar¡, el pobre Pablo, que lo único que ha hecho desde que estaba allí eran cosas buenas. Se mosqueó, pues que se mosquee, pero de Pablo solo podía hablar mal ella y no lo hacía.
Lo que faltaba para el remate del tomate, la escapada, ¿en qué cabeza cabe?, ¿qué esperaba?, ¿que el Yayi se casara con ella?, desvirgada y averigua donde acabaría, con el rabo entre las piernas volviendo, pidiendo perdón con la vergüenza, o perdía, o de p… en cualquier agujero, porque la familia del Yayi sabía que son unos auténticos hijos de p….
Menos mal que su Pablo estaba al quite, ¡que listo es cuando quiere!, la cazó como un conejo, ¿y lo del móvil?, así se explicaba ahora como se conectaba con el Yayi, a ella se la pegó bien pegá, pero a su Pablo, no, ni muchísimo menos, es que es listo, y guapo… y se lo comía, pero cuando se casaran, ni un momento antes. Ella lo sabía y creyó que el también, no lo creía, lo afirmaba con la seguridad de haberle mirado a esos ojos verdes y no ver nada más que amor.
Ahí estaba la susodicha, roncando, hartita de dormir después de haber llorado más que María Magdalena, y ella allí estaba, velándola, que se desveló, y con la preocupación no se puede dormir.
– Hija de la gran p….
Jueves, y ya apalabrado, y si eso es en una semana, en un mes…, sonrió Pablo, no sabía cuánto era en serio, cuanto era broma, pero cómo Rosa quisiera, él querría, no sabía lo que le pasaba, pero estaba coladísimo, había tenido tonterías con nenas, como cualquiera, pero esto era totalmente diferente, era algo físico, se quedaba sin respiración, le dolía el estómago, sólo pensaba en ella, era como si se hubiera enganchado a una droga, no podía estar lejos de ella, su cabeza lo intenta poner todo en su sitio, pero el corazón no la dejaba, y ganaba el corazón por goleada. ¿Qué podía a hacer?, “lo que sea, será”, pensó, pero creía que sería lo que él quisiera y él, la quería a ella.
El día de hoy estaba siendo un poco espeso, apenas dos palabras con Rosa, y si las miradas mataran, estaría muerto mil veces, Ange estaba fina, pero fina, seguro que no le ladra, porque la prima le habrá leído la cartilla, si no, conocería ya, todo el espeso vocabulario de Ange.
Llamada.
– Buenos días, Señor.
– Ayer no nos contactó.
Al Comisario se le oía enfadado.
– No me fue posible, era el día libre de la familia Valdivia.
Que fue como para tranquilizarse, no mentía.
– Ya hablaremos de eso, ¿o cree que somos idiotas?
– No, señor.
Supuso que lo habían pillado, no esperaba menos.
– ¿Algún problema?
– No, señor.
– ¿Alguna novedad?
Vuelve a insistir, si no lo saben…
– No, señor.
– Bien, manténganos informados, le paso con Montes.
– Hola, Boss.
Oye su voz con algo de guasa.
– Hola, Montes, dime.
– La documentación está lista, junto con algunos datos de interés, y un móvil.
– De acuerdo, ¿cómo me lo entrega?
– Intente salir, tuerza a la derecha y siga todo recto, verá en una esquina un estanco, enfrente, justo a la derecha, al lado de la señal de stop, hay un bareto pequeño, los Infantes, entre y pregunte por Paquito Flores, siga al dueño, y me encontrará.
– ¿Le parece bien sobre las nueve, nueve y media?
Pregunta Montes, solo un escueto “si”
– Allí le espero.
Responde Montes, finalizando la comunicación.
Cuelga, el día continuo plácidamente, si quitaba las voces de las primas, el público, el movimiento de cajas y el sudor, que le hacían oler como un animalito del campo. Lo de siempre. Algo bueno, Rosita pasaba, lo miraba y sonreía, de vez en cuando le ponía los labios en forma de beso, y ella sonreía más, haciendo lo mismo.
De vez en cuando pasaba algún conocido de las primas y decía lo de «que buena pareja», «que seáis felices», y cosas similares, Rosita tenía unas palabras para todos, el parecía el Papa, un saludo, un estrechar manos, y pare usted de contar.
Aquel día el moreno daba de lo lindo, cuando comió, se bebió un litro de gazpacho casi de un tirón.
Todos lo miraron extrañados.
– ¿Qué?
Preguntó Pablo que no sabía el por qué.
– Madre del amor hermoso, antes le compro un traje con charreteras que tenerlo otra vez en casa.
Afirmó Ester. Fue la tónica general, salvo Ange que le echaba miradas venenosas.