Pablo y Rosa. La Profecía.

(Completo, en Publicación)

Todo lo publicado día a día.

Un libro simple, el primero escrito después de tantos años, pero que engancha, espero que os guste.

PABLO Y ROSA. LA PROFECÍA

Pedro Casiano González Cuevas

Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada

Edmund Burke

Capítulo I

El Mercadillo

Como si fuera un polluelo fuera del nido, así se sentía; recién salido de la Academia de la Policía en Ávila, y, por si fuera poco, a un mercadillo de los que no iba ni su abuela, mira el reloj, son las once, y hace calor como si estuvieran en la antesala del infierno, cuando sean las dos de la mañana, ¿Qué van a dejar, brasas ardiendo?

Como era de esperar, los primeros casos que le dan son de pequeña importancia, no esperaba más, está verde, verde como una lechuga, pero satisfecho con lo conseguido, destino en una ciudad, no la más importante, pero sí de más de cuatrocientos mil habitantes, todo un logro, y le da gracias a los cielos de que haya podido estudiar derecho, y de que sirva para algo, aunque sea para algo tan farragoso, con tantas lagunas, y tan difuso, “Delitos contra la Propiedad Intelectual”, porque para eso está ahí, Marcas, Patentes, y está seguro que la única forma en la que va a sacar la pistola es para limpiarla.

Mira a derecha e izquierda, casi todo es falso, o por lo menos lo parece, pero la única forma de detener a alguien es a instancia de parte, lo que significa que solo el propietario de la marca puede denunciarlo, entonces, si pueden actuar, todos los demás, pueden pasearse con las prendas en las manos y silbando, nadie hará nada, y se le llena la barriga de gatos, realizar muchas veces el trabajo que podrían hacer solo con una redada…, pero si son las cosas.

Por supuesto, sabe que por muy bien que lo hagan, si hoy quitan uno, o dos, o trescientos, los sitios como en el que se encuentra, al poco tiempo volverán a ser ocupados de nuevo por tenderetes, en los que tarde o temprano la mercancía será la misma o similar, y solo pueden detener a uno, es lo que hay, donde manda patrón no manda marinero.

Suspira, o respira fuerte, cualesquiera de las dos valen, ambas son para manifestar la frustración y el calor; a su alrededor, más de quinientos puestos que se colocan en docenas de hileras, en una maraña que solo se puede entender… piensa, que solo lo pueden saber ellos, los que los colocan, y además, lleno de gente, que parece que regalan las cosas, ¡con el calor que hace!, si él tuviera que comprar, no iría allí ni loco.

Se coloca en la sombra, al sol imposible, parece un infiernillo, la temperatura es constante en que sube o eso parece, en un cuerpo que no está acostumbrado, mira y remira, ofrecen de todo; en la que ve primera, desde zapatillas deportivas a ganchillos del pelo, pasando por todo lo que quedaría entremedias.

La vista interminable, otra calle, encurtidos, siguiente, ropa de todos los colores y formas, pepinillos en vinagre, y aceitunas, al lado, en la siguiente, bolsos, lencería de andar por casa, y otra fila más y otra, para volverse loco, y gente, tanta gente que parece una marea, cientos de posibles clientes por todos lados; hay los que solo miran, pero la mayoría llevan las bolsas blancas de mala calidad del mercadillo, y por supuesto a paso de tortuga, sin poder pararse, porque en su lentitud, incluso así, se los llevaría la marabunta humana.

Estudia todo, allí al fondo, la enorme portada de la Feria de Mayo, que reposa bajo al sol, y supone que esta momificada, hasta la próxima feria, en ese lugar nadie aguanta el sol sin dejar el pellejo en el camino.

Albero, desde una punta a otra, como si fuera obligatorio, árboles pequeños, que algún día, si los riegan en abundancia, quizás den sombra…algún día.

Fuentes, muchas, por suerte, todas con colas, que el calor, por muy acostumbrado que se esté a él, al final se lleva toda la humedad que tengas.

Y la mente divaga hacia su tierra, sonríe al pensar que, en aquella, no necesitaría ponerse al abrigo de una sombra, y en esta agostera, te sobra hasta el pelo.

Con tristeza, piensa, ¡quiero volver a mi puñetera tierra!, y el mismo se contesta, “no te quedan años, chaval”

Con disimulo baja la cabeza, está sudando como un cerdo, se duchó, desodorante, mil cosas, pero…, algo que no se puede remediar…huele, no demasiado, pero si, huele, ¿y la cabeza?, como un maldito bombo.

La botella martirizada, casi muerta, bebe un largo trago del agua, caliente como si fueran meados, y se acaba, la mira, se ha bebido en media mañana lo que en su tierra le duraría dos días.

Ve a sus compañeros, lo están pasando peor, uno de ellos, Montes, puede pesar ciento treinta kilos recién levantado. Allí lo ve, otra ronda más comienza.

Montes se mueve bien a pesar de sus kilos, es alto, con barriga, ya luce canas, de unos cuarenta años, y la chaqueta le sienta como un tiro.

Intenta parecer algo más atlético de lo que es, se machaca en el gimnasio, pero no consigue nada, resopla aquí, resopla cuando anda, resopla cuando está en el gimnasio, no es hombre de persecuciones.

Santos es distinto, delgado como un lebrel, con cara de hurón, moreno y repeinado, casi no habla, prefiere a Montes.

Lo cierto es que no conoce a ninguno de los dos, apenas un par de días; Santos es más reservado, tiene pinta de chulo de playa, el pelo un poco largo con caracolillos, y una cara que parece saber más que el diablo. Ambos tienen más tiros pegados que la bandera del tercio.

No sabe si han mandado a alguien para que los controle, no sería la primera vez, hay que hacer como que esto es importante, fabricar, inventar si es necesario un maravilloso informe, y mañana más.

             Y entre tanto, los gritos, «que me lo quitan de las manos», «lo mejor que puedas encontrar». Esta ciudad parece el fin del mundo, ahora se da cuenta de cómo echa de menos el frio.

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Aquí hablan en otro tono, todo se hace a gritos, todo el mundo se conoce, se paran en el gentío y la marea humana se detiene, remolonea un momento y sigue.

Apenas si lleva aquí una semana, y no ha pasado más calor en su vida, pero es lo que hay, primer destino, y a hacerlo bien, no queda otro remedio.

Le ha echado el ojo a uno de los puestecillos, mira y remira, como si estuviera decidiendo comprar, y certifica que lo que hay allí son polos del cocodrilo a cinco euros, no hace falta tener dos carreras para saber que no son originales, y de outlet[1], por mucho que hayan apretado en la compra de los desclasificados, tampoco.

Lleva dando vueltas toda la mañana; por aburrimiento, por lo que sea, se fija en la colocación de los puestecillos, parecen puestos al azar, pero si te fijas un poco, piensa, son producto de la sabiduría que da el estar años y años haciendo lo mismo, mira uno de los medianos, ni grande ni pequeño, ropa colgada de perchas altas, casi sobre el armazón que conforma la estructura del puesto, abajo, cuatro puertas sobre trípodes, y sobre ellas, de forma militar, en grupos, las prendas, como si fueran a una inspección de fin de semana, todo colocado exquisitamente, tanto para comodidad del que vende, como para contacto visual con el cliente.

Sin darse cuenta, o dándosela, sin prestar atención, pero prestándola, continúa controlando el puestecillo, no está solo, lo atienden dos chicas muy jóvenes, que pregonan a voz en grito las bondades de los artículos. Sonríe al pensar en el arte que tienen, casi no levantan un palmo del suelo, y salen a vender, qué desparpajo. Ellas dos solas, atienden a cinco, a ocho clientes, y los llevan al trote, y le venden el artículo a cada uno.

No puede quitar la vista del pequeño puesto, son dos bellezas. Una rubia, la otra morena. Se ha colocado en una esquina, justificando que tiene mejor perspectiva, que controla mejor, lo que sea, pero el puesto se convierte en el centro de cualquiera de los movimientos, de las miradas, aunque sea de reojo.

 Las mira de nuevo, una y otra vez, sin querer, queriendo, parecen dos polos opuestos, una asemeja a una belleza Griega, y la otra a una Diosa Nórdica, ambas vestidas con ropa cómoda y deportiva, lo mejor para no acabar con los pies reventados, lo sabe por experiencia.

Mira a la morena, tiene unos ojos verdes y soñadores que no le caben en la cara, están pintados con un rabillo exagerado, quizás no da cuenta de que no es necesario resaltarlos para que destaquen; una faz muy bella, con unos carnosos labios, y una barbilla partida y bonita; sonríe continuamente y se le ilumina la cara.

Pero la rubia es un ideal, facciones perfectas, boca como dibujada, ni carnosa ni seca, unos hoyuelos se le forman cuando ríe, y lo hace a menudo. Un cuerpo delgado, un pecho pequeño y firme, una figura hermosa con un talle de avispa, la piel clara, pero dorada por el sol del sur.

Una serie de bondades que crean un conjunto hermoso, imposible de describir, y lo que más impresiona, lo que salta a la vista, son esos ojos azules, unos ojos que ningún pintor del Renacimiento podría haberlos traído al mundo, un color fuerte, dibujado, nítido, pupilas definidas, remarcadas en ese indescriptible color de piel, ojos profundos y bellos como el mar. No quiere mirarlos, y no puedo apartar la vista de ellos. Pequeñita y hermosa, como el mejor perfume del mundo.

Zapatillas de deporte, y un chándal, ¿habrá cosa más difícil de llevar con clase que eso?, pues delante de él tiene la respuesta, parecen las princesas de un anuncio de ropa deportiva cara, como si se los hubieran confeccionado a su cuerpo, pespunte a pespunte, como si hubieran tenido todo el tiempo del mundo.

             No se siente bien con la idea de que quizás tenga que detenerlas, ¿tan jóvenes?, algo primitivo, que va más allá de su entendimiento le pide que no lo haga, es como cuando vas a hacer algo que es correcto, pero que no quieres, que es superior a ti, y tener ese sentimiento en sí mismo, que es inflexible, es algo extraño, inconcebible, no lo comprende, no lo había sentido nunca antes.

Si tuviera que hacerlo, espera que esta detención no pase de una pequeña sanción, en otro caso van a conocer el Tribunal de Menores, y eso les puede joder la vida, pero es lo que hay, nunca debe de sentir afinidad con los infractores de la ley.

A pesar de todo, realmente, le dan pena, mucha pena, demasiada pena, como si metiera en una jaula a dos bellas aves del paraíso, jóvenes, casi niñas… y Pablo piensa que se le va la pinza, se tiene que parar. ¡Puto sur! El calor, seguro.

             No han visto acercarse a nadie en toda la mañana, apenas si alguna caja de ropa, y con tan poco, no se atreve a hacer una detención, sería el hazmerreír de la Comisaría. Mira a ver si hay alguna furgoneta o indicio de más cajas, pero no, lo que puede pillar está en los tableros que hacen de mostradores de los puestos.


[1] Un outlet es un espacio comercial especializado en la venta de productos de temporadas pasadas o de excedentes de producción a precios inferiores al habitual.

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Se sobresalta, Montes lo ha cogido del brazo, no ha notado como se acercaba, “esto no es propio de un buen policía”, pensó.

-Inspector, hay material en la otra esquina, olvide usted el puesto este, que podemos hacer una buena detención en el otro lado.

– Vamos, -Pablo salió de la abstracción, volvía a ser el Policía entrenado.

– Dime, ¿hay mucho?, -Pablo continuó hablando mientras estudiaba a Montes, interrogándolo con la mirada.

-Un buen lote, -Montes sonrió con satisfacción.

– Bien, – asintió con la cabeza.

Se acercaron como si fueran a comprar algo, apartando gente que lo manoseaba todo, que los miraban con caras asesinas, pero eso era así allí, orden ninguno, “incivilizados” pensó, y como si fuera uno más de la turba gritó alto, tan alto, como para que pudieran escucharlo en el bullicio del mercadillo.

– ¿Cuánto por el Gant?, -preguntó al muchacho del puestecillo, haciéndose el interesado.

– Once euros, y es lo mejor que hay aquí, ropa «güena«, «güena», -le contestó un gitano menudo, bien vestido, moreno y de nariz ganchuda, poniendo la mejor de sus sonrisas.

– Gracias, -le respondió Pablo, y pasó de largo como si no le interesara.

Se vuelve a Montes y ordena.

– Llama a Santos, vamos a proceder.

– ¿Nos esperamos un momento?, -le respondió Montes con cara de asombro.

– ¿Para qué?, has visto la furgoneta, hay un montón de cajas, ¿no?, -la cara de Pablo no dejaba ninguna duda.

– Sí, Inspector, -Montes abrió los brazos, como preguntando.

– Pero, podemos esperar a ver si traen más.

– La avaricia rompe el saco, llama a Santos y vamos al lío, -le contestó.

La conversación se terminaba, que para algo era el que mandaba… por primera vez.

             Montes se alejó en dirección a Santos.

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Capítulo II

Ojos Azules

La chica llevaba un tiempo observando al payo, grande como un caballo, un metro noventa le calculó a ojo, unas espaldas de camionero, y se le caía la cara de guapo, como un Di Caprio “jarto” de esteroides; a pesar de eso, a la vez transmitía ternura; la miraba continuamente, bueno a ella o a su prima, y no creía que fuera por la guapura. Eso la mosqueó, daba muchas vueltas, si hubiera sido él solo, bien, pero otros dos tipos también lo hacían y no compraban nada.

Tenía fama de observadora, de que no se le escapaba nada, y tenía que serlo para comer todos los días, sobre todo para personas como ellos. El grandote tampoco le quitaba el ojo de encima, estaba encantada; a pesar de todo, sentía en su interior que algo no iba como tenía que ir.

Tomó el móvil, llamó.

– ¿Tío Ricardo?

-Dime, Rosita.

-No traigas la furgoneta con el material hasta que te llame de nuevo, algo me huele a fritanga.

-De acuerdo.

Su tío, le hacía caso normalmente, Rosa no hablaba por hablar, quizás se equivocara, pero mejor prevenir que curar.

Siguió observándolo con el rabillo del ojo, mientras pregonaba las excelencias de su ropa, que apenas si quedaba, su Tío no se iba a acercar al puesto mientras no lo llamara de nuevo. Gracias a Dios.

             Suspiró, un hombre así le gustaría a ella, pero si era policía, inalcanzable, y si no lo era, peor, además, le sacaría por lo menos siete u ocho años.  No le importaba, entre los suyos era normal la diferencia de edad, de hecho, su prima y ella iban tarde en casarse, sin embargo, sabía que los payos tienen otras costumbres, posiblemente tendría novia o estaría casado. “Que desperdicio de hombre”, pensó.

Sonrió pensando “pájaros que me rondan por la cabeza, nada más, estoy tonta, seguro que ya mismo me viene “el tío de América”[1], así estoy, loca “perdía”.

             A pesar de todo, seguía observándolo entre los travesaños del armazón del puesto, y sin saber por qué, no podía apartar los ojos de él. El tipo no la perdía de vista, escondido tras las gafas de sol. A pesar de que se movía mucho, siempre estaba a su vista, ella bajaba la cabeza y cuando la levantaba o se volvía, allí estaba mirándola.

Su prima seguía pregonando a voces «que me lo quitan de las manos”, “de calidad y el más barato del Mercado”, ignorante de la situación y por supuesto de sus pensamientos.

Apenas si la oía, pero de pronto le gritó, ¡Rosa!, de un bocinazo que casi la deja sorda.

– ¿Qué coño quieres?, -le contestó con cara de mala leche.

– El tuyo, “chocho”, -la miró con cara de «espabilá».

-Tráeme los niquis del cocodrilo.

             Así era Angelita, la boca de un camionero y el corazón de un ángel. Aunque ella tampoco era muda.

             Se fue a darle lo que pedía, cogió una caja con Chemise la Coste, rojos de la talla 60; al volver se encontró a bocajarro con el guapo de dos metros. Pensó que, si se le ponía delante, tan grande como era, seguro que no le daba el sol hasta que se moviera.

             Se quedó con la boca abierta. En ese momento se volvió hacia ellas.

– Largaros de aquí ahora mismo, -el hombre se empinó, pensó Rosa que parecía un poster el hijo de p….

-Rapidito.

– ¿Que chamullas?, Payo, -Ange se le enfrentó con los brazos en jarras.

– Payo y Policía, -repitió acercándose más a ellas.

-Largo.

Dio la vuelta y se marchó, Angelita que lo había oído se puso nerviosa y le mandó.

– Chocho, -puso cara de espanto.

-Corre, – le indicó con espanto a Rosa.

– No corras tanto, -respondió con sorna Rosita.

Rosa miró con cara de picarona observando al que se iba.

-Que acabas de conocer al padre de mis hijos.

Ella misma se sorprendió de la fortaleza de su afirmación, de cómo le había salido sin pensarlo siquiera.

– Vete a la mierda, Primi.

Ange empezó a mover los brazos de arriba abajo.

-Recoge, que me veo en el calabozo.

             Ella casi no recordaría lo que sucedió después, todo mecánico, lo hecho mil veces, todo igual, pero mucho más rápido.

             Desmontaron en apenas diez minutos, y se quedaron allí paradas, como tontas, esperando a que cualquiera de su familia llegara y las sacara de allí.

Solo se miraban la una a la otra, ninguna de las dos abrió la boca, cosa realmente extraña, pues siempre charlaban como cotorras. Estaban asustadas, pero ninguna quería parecerlo.


[1] La regla o menstruación.

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Pablo, sin saber por qué, se alejó de su objetivo y se acercó al puesto de las chicas, las que le daban pena. Sin saber que le impulsó a hacerlo.

             Entró por la parte trasera del puesto, pasando entre la parafernalia de hierros y unos mostradores de madera. Se acercó a una de ellas, a la rubia de los ojos de muñeca de porcelana, y cogiéndola del brazo, hizo que lo mirara.

Durante apenas un segundo se quedó estupefacto, a unos metros de distancia era bella, pero de cerca se dio cuenta de que era la perfección de mujer hecha carne, la niña más bonita que había visto en su vida, ¡esos ojos azules!, Dios, pensó, y le volvieron a quitar el aliento, se quedó impresionado.

– Largaros de aquí ahora mismo, -puso cara de tipo duro.

-Rapidito.

– ¿Que chamullas?, payo, que me sueltes.

Ojos Azules puso cara de gata enfadada al responderle, mostrando un semblante más adorable si podía ser, una belleza que no parecía de este mundo, sintió un nudo en el estómago.

– Payo y Policía, -volvió a repetirle empinándose para parecer aún más grande,

-Largo.

Volvió a ser el policía. Ya estaba cada cosa en su sitio.

El muchacho gitano los miró con unos ojos que parecían platos, y apenas si logró articular un «yo…»

             Santos ya cubría la puerta de la furgoneta, y Montes apartando a la gente que estaba moviéndose cerca del puesto. Se acercó al muchacho.

– ¡Documentación!, -le ordenó Pablo con la voz más grave que tenía.

             El muchacho titubeó.

– Dame la documentación, pero despacio, -exigió moviendo los dedos, pidiendo rapidez.

             El chico sacó una ajada cartera, y abriéndola cogió un DNI.

             Se lo entregó.

– Antonio Calero, -se paró a leer el nombre unos instantes, después lo miró durante unos instantes.

– ¿Este eres tú?, -preguntó.

– Sí, señor Policía.

La cara del muchacho estaba descompuesta, quizás no fuera la primera vez, pero era joven, demasiado joven.

– De acuerdo, -Pablo le señaló un punto concreto-, ponte en esa esquina y no te muevas, -miró a Santos-, dime que hay en las cajas.

Pablo se las indicó con el dedo.

– ¿Y tú que tienes, Montes?, -Pablo se volvió hacia él-, no dejes que la gente se arremoline.

Apenas llevaban cinco minutos esperando, cuando se montó un follón de narices, a Antoñín de los Caleros, lo habían «ligao» y de gordo, en ese momento se imaginó Rosa a su futuro marido leyéndole la cartilla chunga al Antoñín.

             Llegó la furgoneta con su tío Ricardo, se bajó rápido, miró el percal y oliéndose algo preguntó.

– ¿Cómo habéis desmontado tan rápido?, -preguntó mirándolas con sorpresa.

– Pápa que nos ha “avisao” un madero.

Ange miró a su padre con cara de angustia.

– ¿Un madero?, -Ricardo puso de cara de no creérselo.

– Uno “mu” grande, Pápa.

Ange movía la cabeza de arriba a abajo rápidamente, aseverándolo.

– Vámonos, -Ricardo movió la mano para que aligeraran-, ya recogeré el otro coche.

– Y tú, ¿cómo lo sabías? -su tío se volvió hacia Rosa, ¿Por qué el madero os ha avisado?

– Tito, que ya estaba mosquea, -Rosa puso cara de penita abriendo los brazos-, ¿tres tíos dando vueltas sin comprar nada?

– Desde luego eres un bicho, -le respondió su tío.

Ricardo miró a Ange y la señaló con ambas manos.

– Angelita, a ver si aprendes de tu prima que es una vieja “achicá”

– ¡Pápa!, -Ange agachó la cabeza enfadada y triste de que su padre la menospreciara.

– Vámonos, -Ricardo movió el brazo con rapidez, señalando la furgoneta.

Pablo y Rosa. La Profecía. 6

Todo se estaba convirtiendo en un circo, el personal se aproximaba desde todos los lugares para ver qué sucedía, y todos los de los puestos adyacentes los miraban con ojos de confusión y sorpresa. Estaba claro que ya era imposible evitar que la noticia no circulara por todos los puestos.

– Montes, -llamó al ver el tumulto de gente-, contacta con la Central y que nos manden un par de agentes.

– Que manden más, Inspector, -abrió los brazos indicando que era mucho lo aprehendido.

-Aquí hay material en cantidad, -comentó Santos en voz alta.

– Bien, Antonio, -Pablo le acercó la cara al sospechoso-, ¿qué me tienes que contar de todo esto?, es ropa falsificada.

– No, señor Policía, -el chico agachó la cabeza evitando su mirada-, son restos de serie que compramos cuando se acaba la temporada, -continuó hablando.

– Eso se lo vas a tener que explicar a los de la científica, que en cinco minutos van a saber de qué va todo esto, -Pablo levantó la cabeza y se dirigió a Santos.

– Santos, ponle la pareja.

La cara del muchacho cambiaba por momentos, aunque demasiado joven, se recompuso, a pesar de que parecía no estar acostumbrado a este tipo de situaciones. No le pasaría gran cosa, pero en ese momento supuso que se imaginaría lo peor del mundo. Multa o una pequeña pena, no pisaría la cárcel, y a seguir haciéndolo, seguro. Montes lo llevó a una esquina alejado de ellos, el muchacho agachó la cabeza como si el peso del mundo le hubiera caído encima.

– Bueno, vamos a ver qué es lo hay aquí, -dejó al muchacho con Santos.

             Se acercó a la furgoneta, que estaba llena hasta el techo de cajas, cogió una y la abrió de un tirón.

–  Vaya, -sacó una a una las prendas de la caja.

-Aquí hay ropa para vestir a un regimiento de pijos, -se volvió a ellos con cara de satisfacción.

             Calculó que en aquella caja que tenía abierta, habría perfectamente unas cincuenta camisas, que, multiplicado por el número de cajas, haría la bonita cantidad de mil quinientas o dos mil camisas, no estaba mal.

             “El día no está perdido”, pensó Pablo.

             Como cualquiera podía imaginar, en los puestos de alrededor no quedaba casi nadie, los de ropa desparecían casi como por arte de magia, sólo eran los paseantes los que quedaban allí, el resto, los de los otros puestos, estaban recogidos o recogiendo, ya nada más se podía hacer, seguro que la actuación de la policía se sabía en todo el Mercadillo, por muy grande que este fuese.

             Lo demás, normal, llegaron los agentes, apartaron a la gente, que por otro lado se había cansado de ver que no sucedía nada. Llegó la Judicial y se llevó las cajas, más tarde, vino una grúa y se llevó la furgoneta y las demás prendas y accesorios que se hallaban a su alrededor.

Ricardo arrancó la furgoneta sin acelerar mientras estuvo en el mercadillo, al salir a la Avenida subió la velocidad hasta meterse en las estrechas calles del centro antiguo para llegar a casa.

– ¿Han cogido al Antoñín?, -preguntó Ricardo, tenía cara de preocupación.

– Si Tito, -asintió Rosa con la cabeza.

– Pues iba bien cargado, -un schhh se le salió de la boca-, era el primero que tenía la ropa de todos nosotros.

Puso cara de inquietud.

-Verás cuando el Antonio padre se entere, continuó hablando como para sí mismo.

Ricardo siguió por el dédalo de calles como Fittipaldi, era un buen conductor, estaba nervioso y se conocía aquello de miles de veces.

             Entró en la pequeña calleja donde estaba la casa, se bajó rápido y les ordenó a las chicas.

– “Ustes pa arriba”

Levantó el brazo, y con el dedo les señaló la puerta de casa.

– Si Tito, -contestó Rosa, sabía que tenía que obedecer, y salieron las dos pitando al portal de la casa de Ricardo.

             Porque Rosa, vivía con su tío Ricardo en aquella casa antigua y enorme, perdida entre las bonitas callejas de la anciana ciudad, entre el suelo empedrado, entre paredes encaladas de blanco, donde saltaban los pocos coches que podían entrar, y donde nada se podía decir ni vivir en intimidad.

             La casa tenía más de cuatrocientos metros de solar, pero, como en toda casa vieja del casco antiguo, apenas si tenía quince o veinte metros de fachada, que daba a la calleja empedrada y estrecha en la que apenas pasaba la furgoneta.

             Al exterior una pared encalada, una puerta cerrada, y detrás una celosía, como todas las del barrio, cerradas al exterior, sin indicar nada de lo que dentro se guardaba.

En el interior, todo se ampliaba; como si se tratara de magia, se abría y mostraba un gran patio, también encalado, pero solo desde los azulejos hacia arriba, y colgando de las paredes una pléyade de macetas, difíciles de cuidar, pero agradecidas cuando el buen tiempo llegaba. Cuando florecían, llenaban el ambiente de mil aromas, de mil colores, y todo, hasta el cielo, parecía decorado para que luciera más bello.

El cielo, el más azul del mundo, de justicia, de calor, pero a la vez embriagador y necesario para el sur, lo que no entendería alguien de más al norte, donde siempre se nubla, allí, en el sur, un día nublado y cambia el carácter, nunca entenderían como se puede tener alegría cuando el sol está oculto siempre.

Limoneros, en cada casa, de la tierra, de maceta, luneros, coloridos, siempre naciendo de ellos, y cuando sus flores salen, hasta empalaga el olor, porque incluso en el más crudo invierno, en ese lugar, los limoneros luneros, florecen.

Pablo y Rosa. La Profecía. 7

Las calles antiguas, olvidadas en las nuevas, pero con la necesaria la lógica del calor terrible del tórrido verano, que nunca llegue el sol al suelo, así por la noche, cuando más se necesita, corre un poco de fresquito, del bendito fresquito, y alegra la vida.

Cuando su abuelo la compró, hace “mil y quinientos” años, había sido casa de vecinos, llena de recovecos, pasillos y cocinas, destartalada y casi caída, y como gente que trabaja pero que solo para comer recoge; posteriormente, a fuerza de trabajo propio, en treinta, cuarenta años, que no lo sabía, paredilla a paredilla, se reformó cien y una veces, y a pesar de todo conservaba ese aire que tuvo.

Ahora, de la familia quedaba en el enorme caserón, el bendito abuelo Tomás, tío Ricardo, la tía, la prima, y por supuesto ella, que, aunque era chiquitilla, también contaba.

Al ser tan grande aquella casa, y disponer de sitio, en la planta baja se separó una parte, que hacía las veces de almacén, conectado a la pequeña cochera, en la que apretado y abollándose con dificultades entraba un pequeño coche.  De esa habitación cargaban las cajas para la faena de todos los días.

Se comunicaba el almacén con una habitación más grande, que, a falta de más medios, se dejó blanca de cal, para aparecer más amplia. Cuatro mesas, y todo lleno de estanterías, y allí, en los espejos, colocados en la pared, se miraban los clientes, y en los probadores se cambiaban, aquellos, que sin querer el lio del mercadillo, o porque querían “otro” tipo de prendas, por las tardes allí llegaban.

Ambas chicas, como si estuvieran poseídas, no pararon, tomaron las escaleras como si las persiguiera el diablo, saltando de dos en dos los escalones, subían a la segunda planta, abrieron la habitación y saltaron como locas sobre la cama, después, más tranquilas, miraron al techo como si fuera lo más interesante del mundo, mientras recuperaban el aliento.

La casa grande, la madre de Ange las llamaba continuamente tontas, y lo decía porque las primas dormían juntas, a pesar de que casi no se podían mover en las estrechas dimensiones de las camas, y más cuando cinco años antes, hicieron en la habitación un cuarto de baño, se enrocaron en que querían seguir juntas cuando en la casa había habitaciones de sobra, pero siempre habían estado así, sin distanciarse, y ambas decían, que no las separarían ni con agua caliente.

Los muebles pegados a la pared, cargados como si fueran burros, peluches, baratijas de cualquier tiempo, de cualquier edad, todas importantes, todas necesarias, su tía siempre rezongaba clamando que parecía el portal de un zapatero, de tan cargado como estaba, a ellas les encantaba, parecía que dominaban cualquier tiempo de su vida.

¿Y de qué color sería?, ¡Vaya pregunta!, se rieron ambas cuando se la hicieron, eran señoritas, rosa fuerte, que no falte, contestaron. Su pequeño equipo de música, de los de barato, y lo mejor, la ventana, con un poyete en el que podían hablar ambas sentadas a la vez, Y Rosa le decía a Ange, que, si seguía echando culo, sería difícil que pudieran continuar haciéndolo.

Las noches de Córdoba, cuando la luna parecía que era suya, que le pertenecía, fuera de los ruidos de la calle, solo alguna voz que se perdía en las callejas, lo demás, silencio y belleza, salvo que tuvieras al lado a dos cotillas como ellas que no se callaban ni debajo de agua.

– Que pasada tía, -susurró Ange poniendo los ojos como platos.

– De las de película, follón y tío bueno que viene a salvarnos.

Rosita la miró como interrogándola apoyándose en el codo.

– ¿Te fijaste si tenía anillo en el dedo?

– Tú eres gilipollas, -respondió Ange dándose la vuelta en la cama, después se giró y miró a la ventana.

-Desde luego tienes cosas de bombero, yo me he acojonado, -abrió los brazos empujándola.

– ¿Y tú me preguntas si me he fijado en el anillo del poli?, si casi me meo encima.

– Pero mira que es guapo el poli, -Rosa miraba al techo y se lo imaginaba.

– “Pa” ti la burra, -Ange juntó las manos pidiendo clemencia.

– Es que me he “enamorao”, -respondió con cara de ilusión Rosita.

– Ya, de un abuelo, que puesto de rodillas es el doble de alto que tú.

Ange se volvió, le puso la cara al lado y le preguntó.

– ¿Cuánto mides, Rosita?, sin tacones.

– Un metro sesenta, -mintió completamente.

– Pues el pavo ese, si no llega a los dos metros es que le falta gomina en el pelo.

Ange levantó el brazo y dobló la mano indicando una altura exagerada.

– ¿Te has fijado de qué color tenía los ojos?, -volvió a preguntarle Rosa.

– Pues mira.

Asintió con la cabeza.

-Me he “quedao” con el color.

– Sí… dime…, -preguntó Rosa, mirándola con expectación.

– Gilipollas, verdes, -Ange le soltó una colleja.

– ¿Verdes?, -preguntó de nuevo Rosita, a pesar de que le había dolido.

– Sí gilipollas, las gafas de sol que llevaba, -Ange se descojonó.

-Mira que eres tonta.

– Ja ja, me parto y me troncho, -Rosa puso cara de asco.

-Vete a la mierda.

– Vete tú, -le contestó la Primi con la misma cara que ella tenía.

– imbécil.

– Yo también te quiero, -Rosa le puso los labios apretados, lanzándole un beso.

8. Pablo y Rosa. La Profecía

             Empezaron a reírse como si no lo hubieran hecho miles de veces; cualquier cosa, cuando estaban solas después del trabajo, siempre les hacía gracia.

– Ange, yo quiero ese hombre.

Rosa se puso seria.

-No me gustan los gilis como el Yayi, que a ti te tiene loca, y es lo más tonto del universo, que además parece un niño chico.

             El famoso Yayi era un hijo de p… de los grandes.

– Y tú que te crees, ¿que eres diferente?, -le preguntó Ange con cara de sabelotodo-, además, al Yayi se le cae la cara de guapo.

– Y de gilipollas, y de golfo, -Rosa la miró con cara de gata enfurruñada.

-Que tienes más cuernos que la percha un marqués, -Rosa la miró a los ojos.

– Pues como yo me entere, -a Ange le salió una cara de mala de serie venezolana.

-Se los corto.

– Pues ve afilando el cuchillo, -Rosa movió la cabeza con pena, sabía que era de verdad.

             Y volvieron a reírse, olvidando cualquier cosa que hubiera pasado ese día.

Se llevaron al muchacho detenido, y Montes, Santos y Maldonado, se montaron en el coche para Comisaría, el automóvil hervía como si hubiera estado aparcado en el infierno. El aire acondicionado echaba aún más fuego a su interior, una tortura, Pablo no imaginaba cómo los cordobeses podían soportarlo.

– Vamos a tardar más en el papeleo que en la detención, -comentó Montes mientras conducía.

– Ese es nuestro trabajo, más ordenador que calle, -Santos puso cara de resignación.

-Pero, Inspector, para ser su primer día en la calle no está mal.

– Vamos, esto era un juego de niños, -respondió Pablo-, tenéis en barbecho (sin detenciones) tres meses el mercadillo, me lo habéis puesto en bandeja, podíais haberlo hecho en cualquier momento. A mí me viene bien que haya coincidido con mí incorporación, pero poco mérito el mío, era fácil encontrar a alguien vendiendo ropa falsificada, no eran ladrones de banco ni secuestradores.

– Tampoco nos vamos a encontrar mucho de eso aquí, esta es una ciudad tranquila, -apostilló Santos.

– ¿Cuánto tiempo lleváis aquí destinados?, -preguntó Pablo a ambos.

– Yo llevo catorce años, nacido y criado aquí, conozco toda España, tengo un chico que nació en Valladolid, y la chica en Bárbate, -Montes levantó las manos al cielo, soltando el volante.

-Pero al final he vuelto a mi tierra.

– Pues yo llevo cinco, lo mismo que Montes, -comentó Santos-, también soy de aquí, casado con una cordobesa, y hasta que no volví a mi tierra no paró de amargarme la vida.

Santos movió la cabeza.

-Pero por mí está bien, y usted, Inspector, ¿de dónde es?

– De novecientos kilómetros más arriba, de Santander, y mi primer destino es en Julio a una de las ciudades más calurosas del país, pero bueno, espero poder soportar este infernal clima, todavía no estoy hecho a esto.

– ¿Una de las ciudades más calurosas?

Montes se rio a carcajadas.

-No, la más calurosa, espere a que llegue agosto, entonces si va a saber lo que es calor.

– Además me toca ese mes, -suspiró Pablo con resignación, -no tengo derecho a vacaciones aún, pero bueno, todo se andará.

– No es un mal destino, -Montes asentía como queriendo creérselo.

-Aquí se vive bien, tranquilo, y la Comisaría es bastante normal, yo he estado en algunas que son un infierno, en esta, se puede vivir.

Pablo apenas si llevaba cuatro días en Córdoba, había aterrizado directamente de las vacaciones de Graduación, ñas cuales había pasado en casa de sus padres. Saltó de veinticinco grados a más de cuarenta, de la costa del norte, a la costa de la bellota, como decían allí.

             Miró el enorme edificio de la Comisaría de Córdoba mientras se acercaban a él. Un gran cuadrado en medio de dos bellos Parques en el centro de la ciudad. Un bloque de color azul. Como único signo de identificación ondeaba una gran Bandera española, y unas letras pequeñas con su denominación. A sus alrededores flores y árboles, parecía no ser un lugar para detenciones y malas vivencias.

9. Pablo y Rosa. La Profecía

             Poco a poco se iba haciendo a la estructura, la entrada al sótano, donde estaban las cocheras de las unidades, sobre todo las de camuflaje, las escalinatas blancas protegidas las veinticuatro horas por dos policías. Cinco plantas de Oficinas. Mandos en la quinta, Administración en la cuarta, Estupefacientes en la tercera, la que partía el bacalao, y Delitos Violentos en la segunda con delitos comunes, y la suya, la primera, donde le habían asignado a Marcas, Patentes y Delitos contra la Propiedad Intelectual.

Los Telecos, se hallaban en las oficinas al lado de las de Patentes y marcas, y les decían los niños del Hospicio, porque casi nunca salían. Ellos, sí.

             En la planta de entrada, el arco de detección, recepción, y los despachos generales de Administración, abajo, dos plantas de sótanos. Dos ascensores comunicaban todas las plantas. Todo limpio a pesar de que se notaba que se había construido hacía ya un tiempo, todo estándar, algunos cuadros adornaban las paredes de los pasillos, despachos y más despachos con puertas con la parte de superior de cristal, el resto de madera, y cientos de nombres serigrafiados sobre los cristales una y mil veces.

             Cuando se incorporó, llevaba remodelada apenas dos años, y lucía bien en general, incluso los calabozos no tenían el aspecto que solían tener, que normalmente era bastante peor, y lo sabía de primera mano.

Su despacho se encontraba en la primera planta, unos catorce o quince metros de superficie, color blanco, con la decoración estándar, mesa de despacho, dos sillas, archivadores, un ordenador, y por supuesto la foto del Rey Felipe VI, pensó que era la primera vez que disfrutaba de un despacho sólo para él, se sintió estúpidamente importante, al momento se rio de sí mismo.

Como motivo central, una ventana de buen tamaño, alta y cubierta con una cortina de las de láminas, que daba a la estrecha calle de la trasera del edificio. Apenas se veía un Estanco, y justo en la otra punta, se vislumbraba algo de verde de los jardines del Conde de Vallellano.

Aun se notaban los cercos de los cuadros que el anterior inspector había colocado, por lo visto estuvo muchos años allí, y se notaba su olor, o un olor que no era el suyo, y lo mejor no es que se hubiera muerto, es que se había jubilado, aburrido, pero señal de tranquilidad, lo que no sabía si le gustaba o no.

             A la derecha saliendo de su despacho se encontraba la mesa del que se suponía que sería su ayudante, pero que aún no se lo habían asignado. Más allá se extendían las de los Subinspectores y más lejos, las de los agentes.

Todo era nuevo, hasta su unidad, antes estaba en otro edificio en Córdoba, ahora lo inauguraba él como una sección fija e independiente, la nueva Cenicienta de la Comisaría, “se coge lo que te dan, y es lo que hay”, pensó.

             Justo al lado tenía al Inspector Raya de Falsificaciones, de unos cuarenta años, perro viejo, delgado, y siempre inmaculado, educado como un Marqués y solícito a cualquier petición.

             Las mesas de Santos y Montes se hallaban justo enfrente de la puerta de su despacho, colocadas de tal forma que se veían el uno al otro. Se llevaban bien, pero imaginó, por su comportamiento, que no eran amigos.

              En cuanto a los mandos generales, apenas si los conocía, cuando se incorporó días atrás, se los presentaron formalmente. La planta quinta, era el sancta sanctórum de la Jerarquía de la Comisaría, allí solo se subía en caso de ser llamado, o cuando realmente era necesario comunicar algo importante, todo esto después de pasar por el filtro de las Secretarias, auténticos tigres que guardaban los despachos de Jefatura como si de ello dependieran sus vidas.

             Jerárquicamente hubiera tenido que depender de un Inspector Jefe, que a la vez hubiera dependido de un Comisario, pero en su caso, al hacerse cargo de un Departamento nuevo, dependía directamente del Comisario Jefe, el Comisario Jefe Delgado, que a su vez sólo dependía del Inspector General, máximo órgano jerárquico de la Policía en Córdoba. Como comentaba en plan de broma Montes «Un problema envuelto para regalo», pues por un lado le venía bien no supeditarse a tanta gente, aunque a la vez, lo dejaba demasiado visible en caso de que existiera algún problema.

El Comisario Jefe Delgado le cayó bien, un tipo delgado como su apellido, alto, con una barba canosa muy recortada, muy educado y afable, siempre impecable, vistiera traje de calle o uniforme, tenía unos ojos grises que a sus más de cincuenta años te taladraban. De pocas palabras, apenas si le había dado la bienvenida por la incorporación a la Comisaría, le hizo sobre todo advertencias, y le dejó en manos de Montes «un buen elemento», en sus propias palabras.

             Y allí estaba en su primer destino, Patentes y Marcas, nada de glamour por supuesto, de arrestos espectaculares nada, sólo pateo de calle, y mucho ordenador, preguntas a los de Comunicaciones, y papel para pelar de árboles el Amazonas.

No le importaba en absoluto, lo único que quería era empezar. Después de tantos años en la Academia, de prácticas en distintos lugares, deseaba poder hacer algo para lo que se sabía preparado, ya llegarían encomiendas mejores, si así lo merecía.

Nada personal sobre la mesa, ni papeles siquiera, ya se llenaría algún día, supuso, no tenía nada que colocar, pero se veía vacío, más que vacío, sin alma, quizás compraría una maceta, porque no era hombre cariñoso, y ni fotos familiares tenía para colocar, cosas de ser un búho.

Y lo primero que le viene, es algo que normalmente realizan los locales. Las redadas en los mercadillos eran cosas suyas, cuando se pasaban con las falsificaciones hacían una y se calmaba todo durante un tiempo, después a la carga de nuevo, pero esto era diferente.

             El Propietario de una marca había denunciado en concreto la venta en la ciudad de falsificaciones de sus prendas, por supuesto, el dueño era extranjero, lógicamente lo habían realizado sus abogados. Se procedió a realizar una vigilancia, de hecho, ya llevaban casi tres meses, y en el informe aparecían tres puestos de interés en el mercadillo, y el que habían intervenido era el que parecía tener más afluencia de clientes, los otros dos eran más pequeños, y por supuesto uno de ellos era el de las chicas que avisó, y durante un momento trató de saber que le había sucedido en la cabeza, como se le había ido, tanto como para avisarlas, ¡en su primer servicio!, sacudió la cabeza, pensó que estaba imbécil, y pidió que no le volviera a suceder, el deber es el deber.

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