-Buenos días.
-Sí, ¿que desea?
Víctor mira el gastado telefonillo, en el botón del cual existe ADN para destrozar un equipo de test, y sonríe con resignación.
– ¿Nieves Arredondo García?
-Sí, ¿que desea?, – ahora la voz está cansada.
– ¿Podría hablar con ella?
-Soy yo, dígame.
-Soy Víctor Hugo Elizalde De Castañeda
Silencio.
– ¿Y? ….
-Era sobre un asunto referente a su abuelo.
– ¿Mi abuelo?
-Sí, señorita.
-Mi abuelo murió hace mucho tiempo.
-El dieciséis de Agosto, hace justo veinte años.
Silencio.
– ¿Y qué?
– ¿Podría salir?
Silencio.
-Un momento.
Nieves se atusa el pelo, ayer sábado fue la leche, y aun no se ha duchado, ¿qué parte de que es domingo a las nueve de la mañana no ha entendido el subnormal del telefonillo?
Chándal, playeras, y goma en el pelo, olor a alcohol, a cansancio, y “todavía no me he duchado”
-Va, va, – grita como queriendo indicarle al del telefonillo que no llame más.
Tropieza con las losetas levantadas del exiguo jardín, que apenas si son dos ramas muertas, y de su boca sale el improperio.
-Me cago en sus muertos.
Abre la puerta.
Y mira.
Grande, muy grande, cara cuadrada, ojos grises, mirada decidida, guapo, pero más masculino que otra cosa, y cuerpo de adonis de gimnasio.
Y encima sonríe.
Víctor mira a la muchacha, descuidada, poco rastro de higiene, olor a alcohol, estudia los pies, las sandalias apenas ocultan unos miembros abandonados, con el esmalte medio descascarillado, cara normal, ojos con unas bolsas importantes, noche de marcha, y sin darse cuenta sonríe, no es guapa, no es fea, es… obligación.
– ¿Que desea?
La voz es fuerte, demasiado, casi masculina.
– ¿Nieves Arredondo García?
-Sí, pesado, ¿vende algo?
Víctor sonríe, ¡las cosas que trae la vida!, y se resigna.
– ¿Nieves Arredondo García?
-Sí, – la mujer agacha la cabeza y se dispone a cerrar la puerta.
-Necesito hablar con usted, ¿puedo pasar?
La mujer lo mira.
-No, no puede.
– ¿Le importaría dedicarme unos minutos?, – se gira y señala un bar -, allí mismo, procuraré ser breve.
-Espere sentado, – la mujer cierra la puerta.
Víctor se sienta en los veladores, aun frescos a esa hora del día, y pide un zumo, que además es de bote, amargo como la tuera.
La casa está medio derruida, las tejas como si fueran las teclas de un piano listo para destruir, humedades por todos lados en un lugar donde no abunda el agua, y de pintura… inexistente, y se pregunta cómo se puede vivir así, se encoge de hombros, y pide un café con la esperanza de que sea algo de mejor sabor que el zumo de polvos, pero vana esperanza, el café glorifica al zumo.
Mira alrededor, pisos de protección oficial, de los antiguos, mil veces reformados, a cada cual peor, gente trabajadora, mezclada con gente que no trabajará nunca, jardines olvidados envueltos en plásticos por descomponer, y papeles que quieren volar, pero que las ramas, secas y duras, se lo impiden agarrándose a ellos.
Un ruido, y una mujer sin arreglar, ni siquiera con la cara lavada, que se sienta, llevando en la mano un café.
-Me dices…
Víctor la mira, y respira hondo, sacrificio es el lema de su familia, algunas veces es difícil de llevar.
-Señorita…
-Nieves, – le interrumpe la mujer.
-Señorita, – repite Víctor.
-Cansino.
-Señorita, ¿me permite continuar?
La mujer lo mira con los labios en la taza, y se encoge de hombros.
-Señorita, – repite por enésima vez -, soy Víctor Hugo Elizalde De Castañeda…
– ¿Y eso que?, – no deja hablar a nadie -, ¿dan algo por tener mucha tontería en los apellidos?
Víctor respira hondo, lo que hay que hacer por… y vuelve a menear la cabeza.
– ¿Puede dejarme hablar unos minutos?
La muchacha lo mira, se encoge de hombros, será gilipollas.
-Como quería decirle, he venido, – se guarda lo de en contra de su voluntad -, a cerciorarme de que se encuentra en buenas condiciones, y de que no le falta nada que necesite.
La chica lo mira y sonríe.
-Que eres, ¿Papá Noel?
-No señorita, pero mi abuelo…
– ¿Un viejo verde?
Víctor se pone serio como la muerte.
-Señorita, con mi abuelo, ni una puta broma.
La mujer se echa hacia atrás, se ha asustado, ¿está loco el canijo largo?
El hombre se tranquiliza.
-Como le decía, mi abuelo, tenía una deuda con el suyo.
-Se ha equivocado, ¿qué coño de deuda?
-Si me dejara terminar, se podría enterar.
-Termine de una vez.
-Bien, como intentaba decirle, su abuelo y el mío lucharon juntos…
-Ahora una de romanos, – sonríe -, siga, siga…
-Y su abuelo salvó la vida del mío.
-Venga ya… ¿Cuándo fue eso?
-Hoy, hace exactamente, veinte años.
La mujer lo mira.
-No me jodas…
-Ni pagando, señorita, – sonríe el largo.
-Que cerdo… – se va a levantar, pero una mano de hierro la sujeta.
-Terminemos de una vez, tengo más ganas de dejarla que usted de no verme.
-No creo.
-No apostemos, señorita, lo último, – Víctor lo silabea en un tono de asco que no deja duda.
La mujer se sienta, pide una cola, el tipo que se acerca mira con cara agresiva a Víctor, que no le presta la más mínima atención.
-Como le comentaba, eso creó una deuda de mi familia hacia la suya, de hecho; por lo que debo de cerciórame que nada falta a la familia de Don Francisco Arredondo Fernández, sargento de infantería.
-Vaya historia.
Lo mira con cara de asco, al fin una sonrisa con sorna.
– ¿Tengo algo que creerme?
-Todo, yo nunca miento.
La muchacha sonríe.
-Señorita no sé en qué mundo se ha criado, pero en el mío, la mentira no es una opción.
Vuelve a sonreír.
-Vaya milonga que me has contado, ¿para ligar hace falta tanta historia?
-Señorita, no me acercaría a usted, ni, aunque estuviera liada en billetes de quinientos euros.
-Hijo de puta.
-No señorita, conozco a mi madre, no es buena gente, pero no se vende por dinero.
Silencio.
-No sé nada de lo que me cuenta.
– ¿Puede llamar a su padre?
Nieves saca el teléfono, su puñetero padre…
Marca el número, y lo pone en manos libres.
-Si…
-Padre, estoy en manos libres con un tipo raro.
– ¿Tipo raro?
Nieves mira a Víctor.
-Buenos días, soy Víctor Hugo Elizalde De Castañeda, ¿Don Francisco Arredondo?
-Sí, ¿qué quiere?
-Soy el nieto del General Elizalde.
Silencio.
-Sí, ¿qué coño quiere?
-Cerciorarme de que viven bien.
– ¿Ahora?, no fueron ni al entierro de mi padre.
-Caballero, mi abuelo estaba en cama, convaleciente de las heridas, mi padre muriendo de cáncer, y yo tenía cinco años.
Silencio.
-Todos los años con mi abuelo, al que recogeré cuando termine de hablar con su hija, iremos a la tumba de su padre, y colocaremos una corona, cosa que hacemos todos los años sin faltar uno solo.
Silencio.
-Durante veinte años, hemos intentado asegurar su estabilidad económica, como bien sabe, pues usted mismo retira las cantidades que estima oportunas, y no nos hemos puesto en contacto con su familia, porque lo ha impedido cada vez que lo hemos intentado.
Silencio.
-Padre, ¿es cierto?
Silencio.
-Sí, si es cierto. Lo del entierro de mi padre, lo desconocía, aparecieron muchos militares, pero por el que murió, no.
– ¿Sabe cuántas veces intentó mi abuelo, contactar con ustedes?
-En ese tiempo me marché a Alemania.
-Hasta allí fue mi abuelo.
-Nieves, fue cuando murió Mamá, una historia de locura.
-Entonces, padre, ¿lo que cuenta el jamelgo este es cierto?
-Sí, Nieves, si, lo que habla el nieto del Coronel es cierto, tu abuelo le salvó la vida al suyo.
Víctor asiente.
– ¿Ahora qué?, – pregunta Nieves -, ¿Me vas a llevar contigo y hacerme una mujer honrada?, – ríe casi en una carcajada.
-Si así lo desea, así será.
La chica lo mira de arriba abajo.
– ¿Tu eres gilipollas?
-No señorita, soy alférez del Grupo de Operaciones Especiales.
– ¿De la GOE?
-Sí, señorita.
– ¿Y qué?
-Nada.
– ¿Te vas a casar conmigo?, – sigue la broma Nieves.
-Si señorita, si es su voluntad.
-Anda, que no eres… – lo mira y sonríe -, que tonto.
Víctor hace tiempo que ha colocado la cara de piedra, la de las guardias, la de los improperios de los mandos, la del tiempo de castigo, la que parece que no le importa nada, pendiente de todo, pero sin mover un solo músculo.
– ¿Y ahora?, – continua la muchacha que lo mira sonriendo.
-Recogeré a mi abuelo, iremos a la tumba del suyo, a presentar nuestros respetos, y si así lo desea, puede acompañarnos.
Nieves lo mira, parece un recortable de soldadito, sonríe, y decide seguirle el juego.
-Vale.
El muchacho se levanta, mira el reloj.
-Señorita, dentro de una hora y media, exactamente, pasaremos a recogerla.
Inclina la cabeza y se marcha, lo que tenía que hacer, se ha hecho, lo que debía de decir, se ha dicho, piensa unos segundos, y cree que es todo lo que tenía que hacer, no mira atrás.
Nieves lo observa, “vaya imbécil”, piensa, ¿quién se cree que es?