CAPÍTULO IV. Descubrimientos

Una hora después o así, pasó una Citroën C15, que con un horrible sonido de frenos paró al lado suyo.

– ¿Para Córdoba?, le preguntó un hombre mayor.

Gonzalo se levantó, se acercó a la ventanilla.

-Se me ha cascado la moto, y tengo que ir a por recambios.

-Te acerco, chaval.

El viejo le pegaba al coche como si fuera Fitipaldi, se conocía la carretera al dedillo y con el poco tráfico que circulaba tomaba las curvas rectas.

Lo dejó en la entrada de Córdoba, lejos de casa, pero ya podía controlar, sabía dónde estaba, no eran treinta kilómetros, eran calles con gente y civilización, que en este poco tiempo los había echado de menos; quizás así, con la gente se sentía más protegido, no lo sabía, pero se sintió mejor.

Miró los bares, y pensó de nuevo en el hambre que tenía, el estómago gritaba como si fuera un animal independiente de él mismo, como si tuviera vida propia y lo amenazara continuamente, casi le dolía.

Comenzó a andar cansinamente, no tenía fuerzas para mucho más, el ajetreo de lo acontecido le estaba pasando factura y se volvía a sentir cansado, mareado y la cabeza le daba vueltas, no encontraba explicación para lo sucedido, sentía las tres piedras en el interior de su bolsillo y su cabeza giraba como una peonza, como si todo fuera un mal sueño, habían intentado matarle, se había encontrado tres bolitas mágicas, ¿Qué coño pasaba?, y no le encontraba explicación.

A apenas quinientos metros de su casa, se sentó, estaba agotado, aparte no tenía claro que tuviera que llegar allí, alguien podía esperarle, pensó con esperanza que sus asesinos creían que estaba muerto, pensó que estaba paranoico, intentó quitárselo de la cabeza, pero la tenía como un bombo.

Miró el reloj del Ayuntamiento, apenas eran las doce de la mañana, y aun no tenía decidido qué hacer, pensó en pasar por la Boutique donde trabajaba Isa y contárselo, pero ¿lo creería?, él mismo no estaba convencido del todo, era una puta locura, y si él, teniendo la prueba, no lo terminaba de creer, ¿cómo lo creerían los demás?, pensarían que se había vuelto loco.

Estaba pensando en esto, cuando oyó una voz entrecortada.

-Colega, dame algo.

Levantó la cabeza y vio a un tipo de apenas unos años más que él, borracho como una cuba y apestando como un bicho, parecía medio tonto.

-Olvídame, -le espetó de malos modos Gonzalo, no tenía la cabeza para tonterías, jugaba con la piedra verde intentando hallarle algo de razón a todo lo que le había pasado, sobre todo a las putas piedras.

-Tío, dame algo, -volvió a insistir el mendigo, acercándosele aún más.

-Coño que me dejes, -y Gonzalo le dio un golpe suave en la mano para que lo dejara en paz.

Agachó la cabeza para seguir pensado en lo pasado e intentar hallarle una explicación que por más vueltas que daba no hallaba.

-Dios, como huelo, como un cerdo.

Miró de nuevo al mendigo, era el mismo pero la voz le había cambiado.

El indigente miró a Gonzalo.

-¿Qué coño me has hecho? -le preguntó con cara de asombro.

-¿Yo?, olvídame tío.

El silencio reinó durante unos instantes.

El mendigo se sentó a su lado, hedía a perros muertos, Gonzalo iba a decirle la más grande.

-Oye, ¿qué me has hecho?, me miro pero no soy yo, ¿qué ha pasado?, soy yo, pero no lo soy, puedo pensar con claridad.

El mendigo tiró la botella de vino peleón que llevaba a unos setos.

-Dios, ¿qué he hecho con mi vida?, -se lamentó el mendigo llorando.

Tocó de nuevo a Gonzalo. Lo agarró del brazo, y con ojos limpios, le preguntó de nuevo.

-¿Qué me has hecho?, tú has sido, ¿qué me has hecho?

Gonzalo pegó un tirón liberándose con dificultad del agarrón, el mendigo le había cogido el brazo con fuerza.

-Coño que me olvides, -le respondió Gonzalo, estaba empezando a cabrearse.

Gonzalo se levantó, ya solo pensaba en irse a su casa, el mendigo le estaba poniendo nervioso.

Miró hacia atrás, el individuo lo seguía, pero con paso firme, parecía que la borrachera continua que llevaba le había desaparecido.

-Oye, -escuchó tras de sí- tengo que ir contigo, me has hecho algo, pienso demasiado, me duele, ayúdame, sé que puedes ayudar, tú me has hecho algo, no sé qué me has hecho pero algo me has hecho, por favor.

Gonzalo se volvió a pesar del hedor del tipo.

-¿Qué piensas que te he hecho?

-Me has tocado, y toda mi cabeza parece que va estallar, ahora sé y comprendo lo que estoy haciendo aquí, lo que ha pasado con mi vida, soy consciente de ello, ayúdame, la cabeza me va a reventar, ayúdame, tú puedes ayudarme, lo sé.

-¿Cómo quieres que te ayude?, yo no te conozco de nada, joder, bastantes problemas tengo yo, para poder ayudarte.

-Por favor, ya no soy yo, algo me ha pasado cuando me has tocado, puedo pensar con claridad, de mi boca salen palabras que antes me costaba comprender, sé que soy un mendigo, y ahora mismo me doy asco, ayúdame.

-¿Qué quieres?, -le dijo Gonzalo, que se le empezaban a poner los pelos de punta, otra cosa más que no comprendía, joder vaya día, pensó.

-¿Tienes ropa que te sobre?, esta hiede mucho, ¿puedes ayudarme?

Gonzalo lo miró de arriba abajo, el mendigo encorvado se erguía ante él, había cambiado, lo miraba de frente con ojos limpios, y le rogaba que le ayudara, a él casi nadie le había ayudado nunca, y sin saber por qué, le respondió.

-Ven conmigo a mi casa, pero a la primera tontería te pego dos hostias, ¿vale?

El mendigo asintió dispuesto a seguirlo.

Gonzalo siguió andando, mientras la miserable compañía se acompasaba a su paso, no sabía por qué lo hacía, y el mendigo lo seguía inexorablemente, “veremos a ver qué pasa con el tipo este”, “es que me meto en unas que te cagas”, pensó.

Abrió la cancela de la puerta, menos mal que no había nadie, hubiera sido extraña la compañía a pesar de que él tampoco era el Director de un Banco, pero el mendigo cantaba demasiado.

Abrió la puerta de su mínima casa.

-Dúchate y quítate esa ropa, veré a ver si encuentro algo para que te pongas, pero por Dios quítate la mierda que tienes encima, y le señaló el pequeño cuarto de baño.

Gonzalo se sentó en el ajado sillón de cuero de su casa, estaba cansado, no tenía fuerzas ni para alcanzar el frigorífico, pero sacó las piedras, durante un segundo pensó “y si”, saco la piedra azul y toco el sillón, éste empezó a vibrar, notó el cosquilleo, apenas treinta segundos después, el sillón lucía como en sus mejores tiempos, volvió a verlo pero no a creerlo, “la hostia”, pensó.

Pasó un buen rato, la ducha había dejado de sonar, pero el tipo seguía en el cuarto de baño.

-Eh tú, -le gritó- sal ya del baño, hostia.

-Un momento, -se oyó la voz viniendo de allí.

Gonzalo se levantó y fue a su armario, cogió unos vaqueros raídos y una camiseta, las dos viejas como el hambre, las tocó con la piedra azul, aquello se transformó en algo nuevo y brillante, hasta la etiqueta de cuero ya casi desaparecida cogió sus colores y se volvía a leer “Wrangler”, “coño, esto es la hostia”, y sonrió, aunque no se lo creyera, pasaba.

Abrió la puerta del cuarto de baño, y le tiró la ropa dentro,

-Esto es lo que tengo, si no te viene bien, te jodes.

Nada se oyó dentro del baño, se volvió a sentar en el sofá, apenas despierto unos segundos después, estaba reventado y hambriento.

Al poco se abrió la puerta del baño, y apareció algo para lo que no estaba preparado, el mendigo había desaparecido, lo que salía de allí era un hombre mayor que él, pero afeitado y de buena pinta, la ropa le estaba un poco grande, pero lucía afeitado y con una sonrisa de oreja a oreja.

-Lo siento, pero he utilizado tu maquinilla, lo necesitaba, perdona.

El tipo se acercó a él, y se sentó en el sillón, se había echado colonia de la suya, era de la de tres euros el bote, pero olía bien, y daba gusto verlo, sobre todo a él, nadie que lo hubiera visto horas antes diría que era la misma persona.

-Lázaro Rojas, -y el mendigo le ofreció la mano.

Gonzalo lo miró sorprendido, el tipo hablaba mejor que él, el acento no era andaluz, terminaba las palabras, le extendió la mano.

-Gonzalo, -le dijo mientras la estrechaba.

-No sé lo que me ha pasado, pero sé que eres tú el que lo ha hecho, gracias, -le habló mientras le apretaba la mano hasta causarle daño.

-Mira tío, yo no sé de qué va esto, así que a mí no me des las gracias, leche, que lo que tú digas, pero que yo no tengo nada que ver, le contestó intentando quitárselo de encima.

-Sí, eres tú, lo sé, y sé que en la única persona que puedo confiar es en ti, pídeme lo que quieras, ahora puedo pensar claro, sé que tú eres “él”.

Gonzalo retiró la mano como si le quemara.

-Coño, tío, que estás zumbado, yo soy Gonzalo, nada más.

-Bien, lo que tú digas, pero sé que eres tú el que me ha hecho que piense con más claridad que en toda mi vida.

-¿Claridad?, -le pregunto Gonzalo.

-No he perdido la memoria, pero ahora soy consciente de todo lo que he hecho en mi vida, de la vida que he llevado, del dolor causado, he ido de mal en peor, y ahora es cuando me doy cuenta, gracias por hacerme verlo, no sé lo que me has hecho, pero soy otro.

-Lo que tú digas, -le siguió la corriente Gonzalo- voy a ducharme, si no has hecho el cuarto de baño mierda, no te molestes en robar, no hay nada, así que ahora nos vemos.

Gonzalo se marchó al cuarto de baño con la muda que le quedaba, cuando entró, vio el cuarto de baño recogido, la ropa del vagabundo estaba en una bolsa de basura negra.

Abrió la llave de paso y dejó que el agua corriera por su cuerpo intentando comprender como tanto le había pasado en tan poco tiempo.

Lázaro se dejó caer sobre el sofá, su mente tenía un brillo que nunca había tenido, nadie le hablaba, nadie le decía lo que tenía que hacer, se sintió libre, pero de pronto su mente se oscureció, recorrió su infancia en los centros de reinserción, sus internamientos en los frenopáticos, las peleas, las golpizas, las violaciones, todo un mundo de terror le invadió, pero ya no tenía miedo, sólo asco, y se sintió fuerte, no sabía lo que le había hecho el hombre que estaba en el cuarto de baño, pero le debía la más grande, y se la pagaría, como fuese y cuando fuese, él a partir de ese momento protegería a Gonzalo con su vida si fuese necesario, no es que lo pensara, es que se había convertido en una necesidad, casi una obsesión.

Gonzalo salió de la ducha, se sentía mejor, solo eran unos vaqueros pero lucían como nuevos y siempre eran mejor que la ropa de faena, aunque ésta también fuera nueva, miró al tipo del sofá, “joder que cosas me pasan”, pensó.

-Vámonos a comer algo, -le señaló a Lázaro.

No tardó ni un segundo el tipo en levantarse, Gonzalo cogió diez euros de los dieciocho más o menos que le quedaban, le pareció bien compartirlo con aquel desgraciado que seguro que tenía tanta hambre como él.

Cerró la casa, Lázaro le seguía como un perro.

Llegaron a lo de Antonio, a los Ultramarinos.

-Gonzalo, te dejaste el bocata, -le indicó Antonio nada más verlo.

-Lo sé Antonio, ¿me lo has guardado?

Antonio asintió con la cabeza.

-Dámelo y ponle a éste, -y señaló a Lázaro-, otro, por favor.

Apenas cinco minutos después ambos comían sentados en la gradilla los bocadillos con ansia.

-Joder qué bueno está, -decía Lázaro- ahora esto sabe mejor.

La gente pasaba y los miraba como lo que eran, unos muertos de hambre.

Gonzalo se levantó.

-Antonio, ponnos dos más de chorizo, -ni le preguntó a Lázaro, los pobres no pueden escoger.

Lázaro que estaba terminando el bocadillo asintió con la cabeza.

Tardaron un buen rato en acabar la comida, cuando terminaron, Gonzalo se levantó, y fue a pagar.

-Antonio dime cuanto es, y dame dos cigarritos, y me los cobras.

Antonio abrió un paquete, le dio dos cigarros a Gonzalo.

-Estos son regalo de la casa, y dame cinco euros.

Gonzalo le dio el billete de diez, Antonio le devolvió desde el mostrador el cambio de cinco.

-Gracias Antonio, te debo otra más.

Antonio sonrió, no solo subvencionaba a Gonzalo, era el apoyo de los tiesos, sin él más de uno se hubiera pasado sin comer mucho tiempo, no le iban bien las cosas, pero hacía lo que tenía que hacer.

Gonzalo se sentó de nuevo al lado de Lázaro, le ofreció un cigarro, este lo cogió, él se lo encendió con un mechero que había cogido del mostrador.

Le dio una calada al cigarro y le supo a gloria, hacía más de una semana que no probaba uno, el fumar era un vicio caro, demasiado caro para él.

-¿Y tú que hacías?, -le preguntó Gonzalo a Lázaro.

-En toda mi puta vida he hecho nada, de un sitio a otro, siempre me han considerado medio subnormal, oía voces, siempre he sido un auténtico hijo de puta, he hecho verdaderas animaladas, ahora me doy cuenta y me siento mal, nunca me había sentido así, pero también me las han dado de todos los colores, casas de acogida, tutelar de menores, frenopáticos, corrientes en la cabeza, palizas, golpes para regalar, no sé cómo lo he soportado, pero bueno, ahora lo veo, y te lo agradezco.

Gonzalo apuró el cigarro, y pensó “ahora qué”, y se quedó ahí, no tenía ni la más puñetera idea.

De pronto se le encendió la bombilla.

-¿Tú conoces algún sitio donde tiren cosas, o donde podamos coger cosas que estén bien?

-Yo he llevado hierros a un sitio en los polígonos, y  he visto muchas cosas buenas que tiran como hierro y muchas son antiguas.

-¿Está lejos?, -pregunto Gonzalo.

-Sí, pero andando se llega.

-Vale, vamos, espero que valgan menos que cinco euros. Y miró el billete que le quedaba.

Eran las cuatro de la tarde cuando llegaron a la chatarrería, sí que estaba lejos.

Los dejaron pasar, allí había de toda clase de aparatos listos para destruir, las máquinas los machacaban, y enormes camiones eran cargados con la chatarra.

Continuamente llegaban furgonetas viejas, sobre todo conducidas por rumanos que traían de todo, fruto de su continuo vagar por la ciudad cogiendo todo tipo de enseres viejos.

Estuvo viendo un rato largo lo que allí estaba antes de pasar para destruir, no había nada interesante, en una de las llegadas vio la furgoneta de unos rumanos, estos descargaban trastos viejos, entre ellos tres máquinas de escribir muy antiguas pero lo mismo de destrozadas, se le ocurrió algo.

Se acercó al rumano.

-Oye, ¿cuánto quieres por las tres máquinas de escribir?.

-Diez euros -le respondió el rumano con cara de pillo.

-Te van a dar uno por las tres como mucho, te doy cinco, es lo que tengo, -le aseguró Gonzalo, y era cierto.

El rumano se paró a pensar un rato. Le extendió la mano, Gonzalo la apretó, le dio los cinco euros, y llamo a Lázaro.

-¿Qué vamos a hacer con esto?, -preguntó Lázaro- están hechas polvo, por esto no nos dan nada.

-Tú coge dos y nos vamos.

-Vale -dijo Lázaro agarrando las máquinas y sin comprender nada.

-¿Pesan?, eh Lázaro, -le preguntó Gonzalo.

Salieron de la chatarrería y se fueron hacia el centro de la ciudad, más de una hora andando les costó llegar a la parte antigua. Subieron de nuevo a su casa.

-Mételas en mi dormitorio, y quédate aquí.

Gonzalo una vez que hubo salido Lázaro, colocó las tres máquinas delante de él, la verdad es que estaban destrozadas, les faltaban pedazos, los tipos doblados, y apenas si quedaba algo de las serigrafías originales, pero eran antiguas, muy antiguas, cogió un destornillador y les quito algo de la suciedad que tenían encima, eran una Vasanta de tres caracteres por tipo, una Underwood y una Olivetti, todas eran de carro normal, y las tres estaban en las últimas.

Sacó la piedra azul, y tocó a la Vasanta, esta vibró, y empezó a recomponerse, a la vez vio como el destornillador, la pata de la cama y la máquina que tenía al lado comenzaban a disgregarse un poco, y como pequeños puntitos de metal salían de estos tres e iban a la Vasanta que poco a poco cogía forma.

Retiró las otras máquinas de escribir, y poco a poco, la pata de la cama se quedó en la mitad de lo que era, y el destornillador apenas si tenía metal, pensó que si necesitaban metal para recomponerse, lo cogerían de algún lado, y esto lo pensó como si fuera lo más normal del mundo, estaba perdiendo la olla.

Pero a los diez minutos la Vasanta estaba impecable. Se levantó había pensado algo más, en el salón en los cajones de los muebles, tenía toda clase de artilugios, fue al salón, Lázaro lo miró como preguntando, Gonzalo no le hizo ni caso, cogió una bolsa, y fue echando todo lo que encontró, un transistor viejo, unos cascos, clavos, alcayatas, un teclado viejo, y mil cosas más que encontró tiradas en los cajones y que sabía que no servirían al final para nada, fue a la pequeña cocina, y cogió las cucharas viejas, tenedores, cuchillos, un pomo viejo, casi no podía levantar la bolsa por miedo a que se rompiera de la cantidad de cosas que allí había.

La arrastró con cuidado al dormitorio, y cerca de las máquinas lo dejó caer todo en un confuso montón, saco la piedra roja y la acerco a la pila de materiales, en apenas diez segundos, un montón de algo parecido a arena era lo que quedaba de todo ello, pero era arena oscura, la tocó de nuevo y la dejo caer, era como gravilla de hierro, o de metal, pero muy fina.

Cogió la piedra azul de nuevo y puso la Underwood al lado del montón de gravilla, se puso la piedra azul en la mano y la tocó, con más rapidez que antes la maquina empezó a coger su forma original, mientras hilillos del material del montón pasaban a la máquina que se retorcía buscando las líneas que alguna vez fueron rectas o curvas perfectas, cinco minutos después la Underwood brillaba como una moneda nueva de euro.

Repitió la operación con la Olivetti, sucedió lo mismo, pero cuando terminó, del montón apenas si quedaba la mitad, y el color que predominaba era más claro, supuso que era del plástico, que no habían necesitado las máquinas para recomponerse.

Ahora tenía que darse prisa, cogió dos de las máquinas y se las dio a Lázaro, este las miró con ojos de incredulidad.

-No preguntes, -le pidió- ya te contaré, cogió la máquina de escribir que faltaba y salieron de la casa.

Apenas un par de calles más arriba estaba un anticuario, era uno de los más grandes de la ciudad, y tenía toda clase de artilugios antiguos, de todas las edades y tipos.

El hombre era viejo y gruñón, lo conocía, había dejado allí un par de cosas antiguas que había cogido de alguna excavación hecha por su cuenta, no le había preguntado por su procedencia, le había pagado poco, pero menos preguntas había hecho.

-¿Qué traéis?, -les preguntó el tipo.

Gonzalo agradeció el frio del aire acondicionado, ya casi sentía normal el calor asfixiante de la calle.

-Unas máquinas de escribir que me ha dejado un tío mío que las coleccionaba, son las mejores que tenía.

Lázaro las había colocado encima del mostrador.

El viejo se acercó, las miro y las volvió a mirar, le dio cincuenta vueltas, las levantó, tocó mil veces las teclas y funcionaban como un reloj.

-¿Qué queréis por ellas?, -le pregunto a Lázaro.

-Estas van con carnet, -respondió Gonzalo, poniendo el DNI encima del mostrador, como diciéndole que eran legales, que no iba a permitir un precio de risa por ellas.

-¿Cuánto nos das?, -preguntó Gonzalo al viejo.

-Uhm… -dudó el viejo unos instantes- doscientos euros.

-Eso no lo vale ni una, sonrió Gonzalo, que no era tonto. Están perfectas, casi no se han usado, y la Vasanta, para un coleccionista, es la leche, hay pocas y están mal las que hay.

-Pues yo más de trescientos cincuenta no os puedo dar.

-Lázaro, coge las máquinas que nos vamos, -le pidió Gonzalo a Lázaro.

-Espera, -lo paró el viejo- vamos a hablar.

-Por ese precio que nos das, ni locos, ¿cuál quieres por trescientos?, la Vasanta, no, esa es más cara.

-¿Cual es un buen precio para ti?, -dijo el viejo hablándole a Gonzalo.

-De mil, no bajamos ni un euro, si lo quieres bien, si no, nos vamos, y tenemos más cosas que te podemos traer, todas están nuevas, mi tío coleccionaba cosas increíbles, y las cuidaba que no veas.

-De acuerdo -asintió el tipo- llevándose el carnet de Gonzalo a sacarle una fotocopia.

Cuando volvió, fue dejando los billetes de cincuenta euros en el mostrador, Gonzalo los contó dos veces.

-Bien Jefe, -sonrió Gonzalo- la semana que viene, dentro de unos días, vendremos con más cosas, ya me vas diciendo.

-Traedme cosas como éstas y haremos trato, seguro. Les prometió el viejo enseñando unos dientes amarillos.

-Vale Jefe, -le respondió Gonzalo- trátanos bien, que seguro que hacemos negocios.

Cuando salieron de la tienda, Lázaro le preguntó a Gonzalo.

-¿Explícame que ha pasado?

-No te puedo explicar, pero cojo cosas viejas y consigo cosas nuevas, no me preguntes como, pero lo hago.

-¿Cómo hiciste conmigo? -preguntó Lázaro con los ojos muy abiertos.

-Eso creo, -asintió Gonzalo- pero no me preguntes como.

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