
Luis sale de la casa, está mejor ordenada, Visi le pega con las dos manos, la mierda no ha desaparecido, es imposible, pero parece retirarse, no en desbandada, que es fuerte, pero sí que poco a poco da la impresión de que algún día podrá ser vencida, y sonríe; mira al cielo, es un buen día, es sábado, el sábado, quiere verlo y el día acompaña, se ha arreglado un poco, no le gusta ir como es él en día de descanso, cree que lo ve, sigue siendo un cristiano imbécil de los que dicen que no creen en dios, y se encomiendan a él con nada que el día comienza.
Gafas de sol, no es verano, pero el Lorenzo castiga con la intensidad que solo un andaluz puede sentir, ni los maldita madre de los moros saben lo que es el sol del sur, y vuelve a sonreír, ya está con la cantinela de que…
Lo ve, mueve la cabeza, esa cabeza con una boca que sonríe.
– ¿Qué coño haces aquí?, Anatoly.
-Lo de siempre, Don Luis, es sábado, -toca el reloj-, lo pone aquí, ¿o se le ha olvidado, y viene pronto, como si quisiera escaparse?
-No, no me escapo, pero la carrera me la cobras.
-Sí, y cara, como las putas, súbase, Don Luis, que cuando lleguemos, lo mismo está abierto.
Luis sube.
– ¿Has dejado de fumar?, Anatoly.
Con la desvergüenza del que las ha pasado de todos los colores, el ucraniano responde.
-Sí que es un día magnífico, ¿ve que palabras?, la Maruja me jura, que mis tacos son los de un camionero con dos mil kilómetros que venga de Francia, ya mismo nadie sabrá que no nací aquí.
Dos metros, rubio de miedo, con unos ojos azules que hablan de hielo, y la cara de eslavo que no es la del rubio español, seguro que cuela, eso sí, con la mujer y con los niños más bonitos que se puedan imaginar.
Antes de darse cuenta, está en el cementerio, lo están abriendo, siempre está abierto, pero de par en par, desde temprano en la mañana.
-Ve, todo a punto Don Luis, perfecto, la hora bien.
Luis lo mira y sonríe, sale del coche y se encamina hacia el cementerio, mientras Anatoly, se persigna al revés, como buen ortodoxo, y enciende un cigarro, como los niños malos de los colegios, que esperan a que el profesor se haya marchado, quizás hasta sabe mejor, seguro.
Apenas el pasillo, la iglesia, más bien capilla, a la derecha, al frente, el patio principal, primer pasillo de tumbas, allí, la primera en la esquina, “Familia Junquito”, y ve, como mil veces ha visto, los nombres que aparecen en el panteón, desde el primero, que no era Monforte, que era del primer apellido de la ciudad, Junquito, hasta…, que se pierde en los últimos siglos de la ciudad, pero el viene a ver al último, “Ernesto Monforte Lemos”, y suspira, quita las pocas hojas que el viento ha llevado de cercanías, pero lejanas, en el patio todo son cipreses de los viejos, que habrá que arrancar, pues, hay algunos, que queriendo llegar al cielo, levantan el suelo.
– ¿Qué pasa?, viejo, ¿cómo estás?
-Aquí me ves, -mira alrededor-, de nuevo aquí, como todos los sábados primeros de mes, salvo el pasado, que tuve que…, ya sabes, operar fuera, y los viajes que salen de las enfermedades no tienen conciencia de las fechas.
Saca de entre la chaqueta una barra, es algo que se descompone en una silla de caza, de las de una pata, que se llevan en cualquier sitio, pero que para un aguardo son lo mejor que se ha inventado; coloca en la lápida central, algo que parece, que es, un cenicero, y enciende un cigarrillo.
-Lo que es la vida, ni los médicos, padre, podemos escapar de los vicios humanos, el tabaco, -mira el cigarro-, es malo, pero en la vida todo es malo, salvo lo que nos gusta más, que suele ser peor.
Mira de nuevo al cielo, ni una sola nube.
-Este mes ha sido de los gordos, me ha subido la ratio de mortalidad, ya sabes, que se me mueren cada vez más, que soy un médico torpe, o quizás no, ni lo sé, ni me importa, que cuando llegan están en las ultimas, soy como la última bala, y como es normal, se me quedan en el quirófano, muertos, “hora de la muerte…”, esa es la puta frase que duele como si fuera esa última bala.
Para, da una fuerte calada al cigarro.
-Madre, bien, no me atrevo a verla, pero la cuido, verás, yo no, no tengo ese valor, pero hago que Ernesto, que es una bestia, lo haga, y sobre todo el milagro de Isabel que lleva a las tres niñas como si no pesaran, y al bestia de mi hermano, que es un bulto con ojos, -sonríe-, si, padre, sigue siendo el mismo, bruto, grande, y con un corazón…, ¿qué te voy a contar?, tus nietas preciosas, han salido a mi madre o a la suya, a la de Isabel, porque si salen al padre, las hubiéramos tenido que casarlas de espaldas.
Suspira.
-Ahora, cuando te deje, iré a ver a mi niña, a Nieves, como duele, como contigo, pero con un dolor distinto, hasta en eso somos complicados los seres humanos, tu, mi padre, un dolor, ella. mi esposa, otro, ¿qué más da?, pero que estáis aquí, que yo vengo a visitaros, cuando me gustaría que fuera al revés, sí, eso, no me desdigo, nadie me cuida, nadie tengo que cuidar, estoy tan solo como ustedes, puta vida, que mal reparte las suertes, por lo menos, cuando vengo, os traigo el regalo de haber ayudado a que algunos hayan pospuesto su visita a un lugar como este, mejor que visita, a su incorporación…, lo que sea.
Apaga el cigarro en el cenicero, y continúa mirando alrededor, lo único que le ronda la cabeza, entre los lapidarios, rodeado de cipreses que creen dios, y que quieren llegar a él con sus copas, lo único que le ronda la cabeza, es “que solos se quedan los muertos”
Ha pasado una hora, se levanta, y camina hacia la tumba de Nieves, mientras que los cipreses siguen en su invisible carrera para tocar la túnica de dios.
Anatoli ve como llega Don Luis, el santo que le salvó la vida, cuando nadie daba nada por ella, y nadie quería ni gastar saliva en salvarlo, llegó y lo devolvió con sus hijos; no se ha dado cuenta, apaga el cigarro, y ve como se acerca, ha llorado, tiene los ojos hinchados como siempre, como todos los sábados que pide el coche de la empresa de taxis, solo para llevarlo, como si fuera, que lo es, una promesa, y piensa que, por qué el de arriba permite que los buenos hombres sufran más que los malvados, y no encuentra solución, mientras comienza a hablar.
-Ni un cigarro, Don Luis, ni un cigarro, -comenta al que llega, mientras que con el tacón aprieta la última colilla, por si acaso.