31 Las Rosas

Eusebio mira el plantel delante de la iglesia, las rosas que cortó, comienzan a brotar, en algunos casos tiene hasta capullos, pequeños capullos que el tiempo que está loco ha hecho que salgan antes de tiempo, y que a pesar de todo se agradecen.

             Una furgoneta, alemana, preciosa, para enfrente de la iglesia, justo en la señal que pone “Reservado cultos religiosos”, suspira, algunas veces echa de menos la pistola en la sobaquera, y le pide perdón al señor por tales pensamientos, pero la furgoneta, es el ideal, podría llevar en ella a los enfermos, a los viejecitos, a lo que siempre llegan tarde, y suspira, la vida es como es, no solo aparcan mal, sino que lo hacen con uno de sus sueños, los sueños de un viejo pandillero reconvertido en borrego, pero feliz.

             Se abre la puerta.

-Por favor, pueden…, -se acerca a la furgoneta.

             De ella sale alguien en una silla de ruedas, se tenía que meter la lengua en el culo, que habla poco pero casi siempre cuando tenía que estar callado.

             Una mujer, seria como la muerte, blanca, con unos ojos azules eléctricos, el pelo negro y largo, ocupa la silla, que como si fuera un barco, clava la quilla hacia él, para a menos de un metro.

– ¿Es usted el Padre Eusebio?

             No sonríe, la mujer le da miedo.

-Sí, ¿que deseaba?

-Hablar con usted, ¿dónde podemos…?

-A esta hora la iglesia esta vacía, cosas de los tiempos, y la sacristía es un monedero viejo, no puede entrar algo, sin que salga el doble.

-Pues que así sea, indíqueme.

             Es una orden, las ha obedecido toda la vida, es mando, es natural para el que está acostumbrado a eso, y no le gusta, demasiado tiempo, demasiadas cadenas, demasiado de todo.

             La esquina de un banco, enfrente la mujer, detrás de ella, alguien que parece sacado de su pasado, no mira, pero ve, parece quieto, pero bulle, respira tranquilo, no pasa nada, es España, la vieja España.

-Usted me dirá.

– ¿Conoce a Luis Monforte?

             Eusebio asiente.

– ¿Que me puede decir de él?

             Una gran sonrisa, o eso quiere parecer.

-Nada.

             La mujer no sonríe.

– ¿Como que nada?

-Nada como concepto, como realidad, esto es una iglesia, yo soy un sacerdote, ya no hay mártires, pero tampoco hablamos más de lo que debamos.

-No es nada malo, es solo saber quién es.

-Pues un cirujano, en uno de los cercanos hospitales que nos tienen rodeados.

-Lo sé, me ha operado, me ha salvado la vida, pídame que le describa lo que es capaz de hacer medicamente, y lo haré, solo quiero saber qué clase de persona es la que me salvó la vida.

-Buena gente, básicamente eso, lo más importante.

– ¿No me puede decir más?

-Poder, puedo, pero no debo, y, sobre todo, no quiero.

             La mujer lo mira con sus terribles ojos azules, que no se sabe si son de un ángel o de un demonio.

-Vamos a hacer una cosa.

-De acuerdo, ¿que quiere hacer?

             Eusebio toma el manillar de la silla y la acerca a un lateral de la iglesia, una hornacina.

-Mire lo que pone.

-Sí, San Luis.

-Exacto, pero acérquese, mírele la cara.

             Guiomar lo hace, sonríe.

-Es la cara de Monforte.

-Un exvoto, o como quiera llamarlo, es san Luis, es Luis, ¿responde eso a parte de sus preguntas?

-Básicamente, solo eso, seguiremos en contacto.

-Si es para dar limosna, es bienvenida, si es para seguir cotilleando, mire la cantidad de iglesias que existen en esta ciudad cada vez menos cristiana.

             Guiomar pone una mueca, calla y lo mira unos segundos.

-Mira que he juzgado a gente como tú, padre Eusebio, me gustaría saber cómo te llamaban.

-Ya no me acuerdo, fueron tiempos borrosos que intento redimir, como del que hablamos, Luis.

– ¿Tiene algo que redimir?

-Pregúntele a él, señora…

-Señoría.

             Eusebio sonríe.

-Sí, le pega, señoría, no me gusta, pero le pega, siempre será bien recibido su dinero para limosnas, solo eso, -deja la silla y marcha hacia la sacristía.

-Señora, ese era de los míos.

-Se le nota, tiene hechuras, que no hable de Luis, es extraño, lo hace mejor, me enteraré, vaya que si me enteraré.

             Pero hoy no, piensa Ambrosio, que sonríe por dentro, que de vez en cuando, es necesario que pongan a la niña en su sitio, y el cura sudaca lo ha hecho, si, un verraco de los que se crían en aquellos lugares.

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