
Llega a casa, vacía, como siempre, las persianas echadas, la mujer que limpia, que cocina, que todo…, tiene esa costumbre, lo abre todo como si fuera un hospital robado, para que se airee, pero cuando se marcha, todo está como un bunker, ni una rendija por la que pueda entrar el aire de fuera.
Abre, la mayoría al menos, la de su dormitorio, la del salón, es un piso no pequeño, pero si reducido, viejo, reformado, pero que conserva el aura de Nieves, o eso quiere creer, mira la fotografía de una bella mujer que sonríe, y el dolor le destroza el alma, esa que cree que desapareció hace tiempo; se sienta en el sillón, ahora si coge una cerveza, pero la mira, ha tomado dos con su hermano, no, otra no, va al aparador, y toma una botella, la mira, sonríe, es Luis Felipe, el brandy, su amigo que siempre está ahí, eso sí, pagando, pero, ¿qué cariño no hay que mantener?, se echa un buen lingotazo, lo mueve en la copa, grande, globo, de boca amplia, y lo huele, solo eso merece la pena; mira a través de la ventana, solo edificios, cuando compraron el piso, no estaban por las vistas, sino por la cercanía a Reina Sofía, al Provincial, en el primero trabajaba ella, como el mismo hacia el MIR, tiempos de… duros, pero a la vez magníficos, toma del brandy, la malvasía, el sabor de los sabores, empalaga el cerebro a la primera bocanada de aire, más que de líquido, una lágrima, es Nieves que vuelve, sabe que es masoca, le da igual, no hay nada más, solo la soledad, el vecino que lo mira mientras fuma el cigarro, que le recuerda que él puede hacer lo mismo, pero sin esconderse de nadie, nadie está con él, ni tan siquiera para reñirle, mas Luis Felipe, otra íntima confidencia, está solo, triste, enciende el cigarro, el que iba a dejar, el que tiene dominado, yo controlo, diría como los que están enganchados, pero no lo hace, quisiera, pero no, ya no le quedan amigos, y guardando las enormes distancias, el tabaco lo es, como la calada que le acaba de llegar al intestino delgado, recorrerlo, sonríe, si, casi lo ha taladrado, y el de enfrente, el de la camisa de su abuelo que le sonríe, como si lo conociera, y se conocen, levanta la copa, nueva sonrisa, cigarro que el abuelo apaga en la jardinera, más muerta que Carracuca, y entra dentro, se queda solo, mirando los ojos cerrados de las ventanas, suspira, nada es igual, todo es lo mismo.
No cena, se acuesta, ¿Qué música poner?, tiene mucha, toda, pero ¿Cuál es que la que le apetece?, más que nada, porque despertará con el espíritu de la que haya oído, o quizás sea que el mismo se influye, no le importa, no va a discutir consigo mismo, y mira entre los cientos de directorios llenos de canciones, de sonatas, de óperas, de conciertos…, de mil cosas, sonríe, quizás Prokófiev, el Concierto para Piano y Orquesta No.1 en Re bemol mayor Op.10, y lo que siga, si, es eso, toca reproducción, la música comienza a sonar, se arrebuja entre las sábanas, pero sabe que el sueño se hará de rogar, como siempre, y mira al techo, solo iluminado por los led de los cargadores de móvil, de reloj…, de las mil cosas de las que no somos capaces de prescindir, suspira, mientras Morfeo lo ronda, sin ganas de acercarse, paciencia, es lo que piensa, ya llegará, y sin darse cuenta, duerme.