Pablo y Rosa. La Profecía. Capítulo II

Capítulo II

Ojos Azules

La chica llevaba un tiempo observando al payo, grande como un caballo, un metro noventa le calculó a ojo, unas espaldas de camionero, y se le caía la cara de guapo, como un Di Caprio “jarto” de esteroides; a pesar de eso, a la vez transmitía ternura; la miraba continuamente, bueno a ella o a su prima, y no creía que fuera por la guapura. Eso la mosqueó, daba muchas vueltas, si hubiera sido él solo, bien, pero otros dos tipos también lo hacían y no compraban nada.

Tenía fama de observadora, de que no se le escapaba nada, y tenía que serlo para comer todos los días, sobre todo para personas como ellos. El grandote tampoco le quitaba el ojo de encima, estaba encantada; a pesar de todo, sentía en su interior que algo no iba como tenía que ir.

Tomó el móvil, llamó.

– ¿Tío Ricardo?

-Dime, Rosita.

-No traigas la furgoneta con el material hasta que te llame de nuevo, algo me huele a fritanga.

-De acuerdo.

Su tío, le hacía caso normalmente, Rosa no hablaba por hablar, quizás se equivocara, pero mejor prevenir que curar.

Siguió observándolo con el rabillo del ojo, mientras pregonaba las excelencias de su ropa, que apenas si quedaba, su Tío no se iba a acercar al puesto mientras no lo llamara de nuevo. Gracias a Dios.

             Suspiró, un hombre así le gustaría a ella, pero si era policía, inalcanzable, y si no lo era, peor, además, le sacaría por lo menos siete u ocho años.  No le importaba, entre los suyos era normal la diferencia de edad, de hecho, su prima y ella iban tarde en casarse, sin embargo, sabía que los payos tienen otras costumbres, posiblemente tendría novia o estaría casado. “Que desperdicio de hombre”, pensó.

Sonrió pensando “pájaros que me rondan por la cabeza, nada más, estoy tonta, seguro que ya mismo me viene “el tío de América”[1], así estoy, loca “perdía”.

             A pesar de todo, seguía observándolo entre los travesaños del armazón del puesto, y sin saber por qué, no podía apartar los ojos de él. El tipo no la perdía de vista, escondido tras las gafas de sol. A pesar de que se movía mucho, siempre estaba a su vista, ella bajaba la cabeza y cuando la levantaba o se volvía, allí estaba mirándola.

Su prima seguía pregonando a voces “que me lo quitan de las manos”, “de calidad y el más barato del Mercado”, ignorante de la situación y por supuesto de sus pensamientos.

Apenas si la oía, pero de pronto le gritó, ¡Rosa!, de un bocinazo que casi la deja sorda.

– ¿Qué coño quieres?, -le contestó con cara de mala leche.

– El tuyo, “chocho”, -la miró con cara de “espabilá”.

-Tráeme los niquis del cocodrilo.

             Así era Angelita, la boca de un camionero y el corazón de un ángel. Aunque ella tampoco era muda.

             Se fue a darle lo que pedía, cogió una caja con Chemise la Coste, rojos de la talla 60; al volver se encontró a bocajarro con el guapo de dos metros. Pensó que, si se le ponía delante, tan grande como era, seguro que no le daba el sol hasta que se moviera.

             Se quedó con la boca abierta. En ese momento se volvió hacia ellas.

– Largaros de aquí ahora mismo, -el hombre se empinó, pensó Rosa que parecía un poster el hijo de p….

-Rapidito.

– ¿Que chamullas?, Payo, -Ange se le enfrentó con los brazos en jarras.

– Payo y Policía, -repitió acercándose más a ellas.

-Largo.

Dio la vuelta y se marchó, Angelita que lo había oído se puso nerviosa y le mandó.

– Chocho, -puso cara de espanto.

-Corre, – le indicó con espanto a Rosa.

– No corras tanto, -respondió con sorna Rosita.

Rosa miró con cara de picarona observando al que se iba.

-Que acabas de conocer al padre de mis hijos.

Ella misma se sorprendió de la fortaleza de su afirmación, de cómo le había salido sin pensarlo siquiera.

– Vete a la mierda, Primi.

Ange empezó a mover los brazos de arriba abajo.

-Recoge, que me veo en el calabozo.

             Ella casi no recordaría lo que sucedió después, todo mecánico, lo hecho mil veces, todo igual, pero mucho más rápido.

             Desmontaron en apenas diez minutos, y se quedaron allí paradas, como tontas, esperando a que cualquiera de su familia llegara y las sacara de allí.

Solo se miraban la una a la otra, ninguna de las dos abrió la boca, cosa realmente extraña, pues siempre charlaban como cotorras. Estaban asustadas, pero ninguna quería parecerlo.

Pablo, sin saber por qué, se alejó de su objetivo y se acercó al puesto de las chicas, las que le daban pena. Sin saber que le impulsó a hacerlo.

             Entró por la parte trasera del puesto, pasando entre la parafernalia de hierros y unos mostradores de madera. Se acercó a una de ellas, a la rubia de los ojos de muñeca de porcelana, y cogiéndola del brazo, hizo que lo mirara.

Durante apenas un segundo se quedó estupefacto, a unos metros de distancia era bella, pero de cerca se dio cuenta de que era la perfección de mujer hecha carne, la niña más bonita que había visto en su vida, ¡esos ojos azules!, Dios, pensó, y le volvieron a quitar el aliento, se quedó impresionado.

– Largaros de aquí ahora mismo, -puso cara de tipo duro.

-Rapidito.

– ¿Que chamullas?, payo, que me sueltes.

Ojos Azules puso cara de gata enfadada al responderle, mostrando un semblante más adorable si podía ser, una belleza que no parecía de este mundo, sintió un nudo en el estómago.

– Payo y Policía, -volvió a repetirle empinándose para parecer aún más grande,

-Largo.

Volvió a ser el policía. Ya estaba cada cosa en su sitio.

El muchacho gitano, los miró con unos ojos que parecían platos, y apenas si logró articular un “yo…”

             Santos ya cubría la puerta de la furgoneta, y Montes apartando a la gente que estaba moviéndose cerca del puesto. Se acercó al muchacho.

– ¡Documentación!, -le ordenó Pablo con la voz más grave que tenía.

             El muchacho titubeó.

– Dame la documentación, pero despacio, -exigió moviendo los dedos, pidiendo rapidez.

             El chico sacó una ajada cartera, y abriéndola cogió un DNI.

             Se lo entregó.

– Antonio Calero, -se paró a leer el nombre unos instantes, después lo miró durante unos instantes.

– ¿Este eres tú?, -preguntó.

– Sí, señor Policía.

La cara del muchacho estaba descompuesta, quizás no fuera la primera vez, pero era joven, demasiado joven.

– De acuerdo, -Pablo le señaló un punto concreto-, ponte en esa esquina y no te muevas, -miró a Santos-, dime que hay en las cajas.

Pablo se las indicó con el dedo.

– ¿Y tú que tienes, Montes?, -Pablo se volvió hacia él-, no dejes que la gente se arremoline.

Apenas llevaban cinco minutos esperando, cuando se montó un follón de narices, a Antoñín de los Caleros, lo habían “ligao” y de gordo, en ese momento se imaginó Rosa a su futuro marido leyéndole la cartilla chunga al Antoñín.

             Llegó la furgoneta con su tío Ricardo, se bajó rápido, miró el percal y oliéndose algo preguntó.

– ¿Cómo habéis desmontado tan rápido?, -preguntó mirándolas con sorpresa.

– Pápa que nos ha “avisao” un madero.

Ange miró a su padre con cara de angustia.

– ¿Un madero?, -Ricardo puso de cara de no creérselo.

– Uno “mu” grande, Pápa.

Ange movía la cabeza de arriba a abajo rápidamente, aseverándolo.

– Vámonos, -Ricardo movió la mano para que aligeraran-, ya recogeré el otro coche.

– Y tú, ¿cómo lo sabías? -su tío se volvió hacia Rosa, ¿Por qué el madero os ha avisado?

– Tito, que ya estaba mosquea, -Rosa puso cara de penita abriendo los brazos-, ¿tres tíos dando vueltas sin comprar nada?

– Desde luego eres un bicho, -le respondió su tío.

Ricardo miró a Ange y la señaló con ambas manos.

– Angelita, a ver si aprendes de tu prima que es una vieja “achicá”

– ¡Pápa!, -Ange agachó la cabeza enfadada y triste de que su padre la menospreciara.

– Vámonos, -Ricardo movió el brazo con rapidez, señalando la furgoneta.

Todo se estaba convirtiendo en un circo, el personal se aproximaba desde todos los lugares para ver qué sucedía, y todos los de los puestos adyacentes los miraban con ojos de confusión y sorpresa. Estaba claro que ya era imposible evitar que la noticia no circulara por todos los puestos.

– Montes, -llamó al ver el tumulto de gente-, contacta con la Central y que nos manden un par de agentes.

– Que manden más, Inspector, -abrió los brazos indicando que era mucho lo aprehendido.

-Aquí hay material en cantidad, -comentó Santos en voz alta.

– Bien, Antonio, -Pablo le acercó la cara al sospechoso-, ¿qué me tienes que contar de todo esto?, es ropa falsificada.

– No, señor Policía, -eL chico agachó la cabeza evitando su mirada.

-Son restos de serie que compramos cuando se acaba la temporada, -continuó hablando.

– Eso se lo vas a tener que explicar a los de la científica, que en cinco minutos van a saber de qué va todo esto, -Pablo levantó la cabeza y se dirigió a Santos.

– Santos, ponle la pareja.

La cara del muchacho cambiaba por momentos, aunque demasiado joven, se recompuso, a pesar de que parecía no estar acostumbrado a este tipo de situaciones. No le pasaría gran cosa, pero en ese momento supuso que se imaginaría lo peor del mundo. Multa o una pequeña pena, no pisaría la cárcel, y a seguir haciéndolo, seguro. Montes lo llevó a una esquina alejado de ellos, el muchacho agachó la cabeza como si el peso del mundo le hubiera caído encima.

– Bueno, vamos a ver qué es lo hay aquí, -dejó al muchacho con Santos.

             Se acercó a la furgoneta, que estaba llena hasta el techo de cajas, cogió una y la abrió de un tirón.

–  Vaya, -sacó una a una las prendas de la caja.

-Aquí hay ropa para vestir a un regimiento de pijos, -se volvió a ellos con cara de satisfacción.

             Calculó que en aquella caja que tenía abierta, habría perfectamente unas cincuenta camisas, que, multiplicado por el número de cajas, haría la bonita cantidad de mil quinientas o dos mil camisas, no estaba mal.

             “El día no está perdido”, pensó Pablo.

             Como cualquiera podía imaginar, en los puestos de alrededor no quedaba casi nadie, los de ropa desparecían casi como por arte de magia, sólo eran los paseantes los que quedaban allí, el resto, los de los otros puestos, estaban recogidos o recogiendo, ya nada más se podía hacer, seguro que la actuación de la policía se sabía en todo el Mercadillo, por muy grande que este fuese.

             Lo demás, normal, llegaron los agentes, apartaron a la gente, que por otro lado se había cansado de ver que no sucedía nada. Llegó la Judicial y se llevó las cajas, más tarde, vino una grúa y se llevó la furgoneta y las demás prendas y accesorios que se hallaban a su alrededor.

Ricardo arrancó la furgoneta sin acelerar mientras estuvo en el mercadillo, al salir a la Avenida subió la velocidad hasta meterse en las estrechas calles del centro antiguo para llegar a casa.

– ¿Han cogido al Antoñín?, -preguntó Ricardo, tenía cara de preocupación.

– Si Tito, -asintió Rosa con la cabeza.

– Pues iba bien cargado, -un schhh se le salió de la boca-, era el primero que tenía la ropa de todos nosotros.

Puso cara de inquietud.

-Verás cuando el Antonio padre se entere, continuó hablando como para sí mismo.

Ricardo siguió por el dédalo de calles como Fittipaldi, era un buen conductor, estaba nervioso y se conocía aquello de miles de veces.

             Entró en la pequeña calleja donde estaba la casa, se bajó rápido y les ordenó a las chicas.

– “Ustes pa arriba”

Levantó el brazo, y con el dedo les señaló la puerta de casa.

– Si Tito, -contestó Rosa, sabía que tenía que obedecer, y salieron las dos pitando al portal de la casa de Ricardo.

             Porque Rosa, vivía con su tío Ricardo en aquella casa antigua y enorme, perdida entre las bonitas callejas de la anciana ciudad, entre el suelo empedrado, entre paredes encaladas de blanco, donde saltaban los pocos coches que podían entrar, y donde nada se podía decir ni vivir en intimidad.

             La casa tenía más de cuatrocientos metros de solar, pero, como en toda casa vieja del casco antiguo, apenas si tenía quince o veinte metros de fachada, que daba a la calleja empedrada y estrecha en la que apenas pasaba la furgoneta.

             Al exterior una pared encalada, una puerta cerrada, y detrás una celosía, como todas las del barrio, cerradas al exterior, sin indicar nada de lo que dentro se guardaba.

En el interior, todo se ampliaba; como si se tratara de magia, se abría y mostraba un gran patio, también encalado, pero solo desde los azulejos hacia arriba, y colgando de las paredes una pléyade de macetas, difíciles de cuidar, pero agradecidas cuando el buen tiempo llegaba. Cuando florecían, llenaban el ambiente de mil aromas, de mil colores, y todo, hasta el cielo, parecía decorado para que luciera más bello.

El cielo, el más azul del mundo, de justicia, de calor, pero a la vez embriagador y necesario para el sur, lo que no entendería alguien de más al norte, donde siempre se nubla, allí, en el sur, un día nublado y cambia el carácter, nunca entenderían como se puede tener alegría cuando el sol está oculto siempre.

Limoneros, en cada casa, de la tierra, de maceta, luneros, coloridos, siempre naciendo de ellos, y cuando sus flores salen, hasta empalaga el olor, porque incluso en el más crudo invierno, en ese lugar, los limoneros luneros, florecen.

Las calles antiguas, olvidadas en las nuevas, pero con la necesaria la lógica del calor terrible del tórrido verano, que nunca llegue el sol al suelo, así por la noche, cuando más se necesita, corre un poco de fresquito, del bendito fresquito, y alegra la vida.

Cuando su abuelo la compró, hace “mil y quinientos” años, había sido casa de vecinos, llena de recovecos, pasillos y cocinas, destartalada y casi caída, y como gente que trabaja pero que solo para comer recoge; posteriormente, a fuerza de trabajo propio, en treinta, cuarenta años, que no lo sabía, paredilla a paredilla, se reformó cien y una veces, y a pesar de todo conservaba ese aire que tuvo.

Ahora, de la familia quedaba en el enorme caserón, el bendito abuelo Tomás, tío Ricardo, la tía, la prima, y por supuesto ella, que, aunque era chiquitilla, también contaba.

Al ser tan grande aquella casa, y disponer de sitio, en la planta baja se separó una parte, que hacía las veces de almacén, conectado a la pequeña cochera, en la que apretado y abollándose con dificultades entraba un pequeño coche.  De esa habitación cargaban las cajas para la faena de todos los días.

Se comunicaba el almacén con una habitación más grande, que, a falta de más medios, se dejó blanca de cal, para aparecer más amplia. Cuatro mesas, y todo lleno de estanterías, y allí, en los espejos, colocados en la pared, se miraban los clientes, y en los probadores se cambiaban, aquellos, que sin querer el lio del mercadillo, o porque querían “otro” tipo de prendas, por las tardes allí llegaban.

Ambas chicas, como si estuvieran poseídas, no pararon, tomaron las escaleras como si las persiguiera el diablo, saltando de dos en dos los escalones, subían a la segunda planta, abrieron la habitación y saltaron como locas sobre la cama, después, más tranquilas, miraron al techo como si fuera lo más interesante del mundo, mientras recuperaban el aliento.

La casa grande, la madre de Ange las llamaba continuamente tontas, y lo decía porque las primas dormían juntas, a pesar de que casi no se podían mover en las estrechas dimensiones de las camas, y más cuando cinco años antes, hicieron en la habitación un cuarto de baño, se enrocaron en que querían seguir juntas cuando en la casa había habitaciones de sobra, pero siempre habían estado así, sin distanciarse, y ambas decían, que no las separarían ni con agua caliente.

Los muebles pegados a la pared, cargados como si fueran burros, peluches, baratijas de cualquier tiempo, de cualquier edad, todas importantes, todas necesarias, su tía siempre rezongaba clamando que parecía el portal de un zapatero, de tan cargado como estaba, a ellas les encantaba, parecía que dominaban cualquier tiempo de su vida.

¿Y de qué color sería?, ¡Vaya pregunta!, se rieron ambas cuando se la hicieron, eran señoritas, rosa fuerte, que no falte, contestaron. Su pequeño equipo de música, de los de barato, y lo mejor, la ventana, con un poyete en el que podían hablar ambas sentadas a la vez, Y Rosa le decía a Ange, que, si seguía echando culo, sería difícil que pudieran continuar haciéndolo.

Las noches de Córdoba, cuando la luna parecía que era suya, que le pertenecía, fuera de los ruidos de la calle, solo alguna voz que se perdía en las callejas, lo demás, silencio y belleza, salvo que tuvieras al lado a dos cotillas como ellas que no se callaban ni debajo de agua.

– Que pasada tía, -susurró Ange poniendo los ojos como platos.

– De las de película, follón y tío bueno que viene a salvarnos.

Rosita la miró como interrogándola apoyándose en el codo.

– ¿Te fijaste si tenía anillo en el dedo?

– Tú eres gilipollas, -respondió Ange dándose la vuelta en la cama, después se giró y miró a la ventana.

-Desde luego tienes cosas de bombero, yo me he acojonado, -abrió los brazos empujándola.

– ¿Y tú me preguntas si me he fijado en el anillo del poli?, si casi me meo encima.

– Pero mira que es guapo el poli, -Rosa miraba al techo y se lo imaginaba.

– “Pa” ti la burra, -Ange juntó las manos pidiendo clemencia.

– Es que me he “enamorao”, -respondió con cara de ilusión Rosita.

– Ya, de un abuelo, que puesto de rodillas es el doble de alto que tú.

Ange se volvió, le puso la cara al lado y le preguntó.

– ¿Cuánto mides, Rosita?, sin tacones.

– Un metro sesenta, -mintió completamente.

– Pues el pavo ese, si no llega a los dos metros es que le falta gomina en el pelo.

Ange levantó el brazo y dobló la mano indicando una altura exagerada.

– ¿Te has fijado de qué color tenía los ojos?, -volvió a preguntarle Rosa.

– Pues mira.

Asintió con la cabeza.

-Me he “quedao” con el color.

– Sí… dime…, -preguntó Rosa, mirándola con expectación.

– Gilipollas, verdes, -Ange le soltó una colleja.

– ¿Verdes?, -preguntó de nuevo Rosita, a pesar de que le había dolido.

– Sí gilipollas, las gafas de sol que llevaba, -Ange se descojonó.

-Mira que eres tonta.

– Ja ja, me parto y me troncho, -Rosa puso cara de asco.

-Vete a la mierda.

– Vete tú, -le contestó la Primi con la misma cara que ella tenía.

– imbécil.

– Yo también te quiero, -Rosa le puso los labios apretados, lanzándole un beso.

             Empezaron a reírse como si no lo hubieran hecho miles de veces; cualquier cosa, cuando estaban solas después del trabajo, siempre les hacía gracia.

– Ange, yo quiero ese hombre.

Rosa se puso seria.

-No me gustan los gilis como el Yayi, que a ti te tiene loca, y es lo más tonto del universo, que además parece un niño chico.

             El famoso Yayi era un hijo de p… de los grandes.

– Y tú que te crees, ¿que eres diferente?, -le preguntó Ange con cara de sabelotodo-, además, al Yayi se le cae la cara de guapo.

– Y de gilipollas, y de golfo, -Rosa la miró con cara de gata enfurruñada.

-Que tienes más cuernos que la percha un marqués, -Rosa la miró a los ojos.

– Pues como yo me entere, -a Ange le salió una cara de mala de serie venezolana.

-Se los corto.

– Pues ve afilando el cuchillo, -Rosa movió la cabeza con pena, sabía que era de verdad.

             Y volvieron a reírse, olvidando cualquier cosa que hubiera pasado ese día.

Se llevaron al muchacho detenido, y Montes, Santos y Maldonado, se montaron en el coche para Comisaría, el automóvil hervía como si hubiera estado aparcado en el infierno. El aire acondicionado echaba aún más fuego a su interior, una tortura, Pablo no imaginaba cómo los cordobeses podían soportarlo.

– Vamos a tardar más en el papeleo que en la detención, -comentó Montes mientras conducía.

– Ese es nuestro trabajo, más ordenador que calle, -Santos puso cara de resignación.

-Pero, Inspector, para ser su primer día en la calle no está mal.

– Vamos, esto era un juego de niños, -respondió Pablo-, tenéis en barbecho (sin detenciones) tres meses el mercadillo, me lo habéis puesto en bandeja, podíais haberlo hecho en cualquier momento. A mí me viene bien que haya coincidido con mí incorporación, pero poco mérito el mío, era fácil encontrar a alguien vendiendo ropa falsificada, no eran ladrones de banco ni secuestradores.

– Tampoco nos vamos a encontrar mucho de eso aquí, esta es una ciudad tranquila, -apostilló Santos.

– ¿Cuánto tiempo lleváis aquí destinados?, -preguntó Pablo a ambos.

– Yo llevo catorce años, nacido y criado aquí, conozco toda España, tengo un chico que nació en Valladolid, y la chica en Bárbate, -Montes levantó las manos al cielo, soltando el volante.

-Pero al final he vuelto a mi tierra.

– Pues yo llevo cinco, lo mismo que Montes, -comentó Santos-, también soy de aquí, casado con una cordobesa, y hasta que no volví a mi tierra no paró de amargarme la vida.

Santos movió la cabeza.

-Pero por mí está bien, y usted, Inspector, ¿de dónde es?

– De novecientos kilómetros más arriba, de Santander, y mi primer destino es en Julio a una de las ciudades más calurosas del país, pero bueno, espero poder soportar este infernal clima, todavía no estoy hecho a esto.

– ¿Una de las ciudades más calurosas?

Montes se rio a carcajadas.

-No, la más calurosa, espere a que llegue agosto, entonces si va a saber lo que es calor.

– Además me toca ese mes, -suspiró Pablo con resignación, -no tengo derecho a vacaciones aún, pero bueno, todo se andará.

– No es un mal destino, -Montes asentía como queriendo creérselo.

-Aquí se vive bien, tranquilo, y la Comisaría es bastante normal, yo he estado en algunas que son un infierno, en esta, se puede vivir.

Pablo apenas si llevaba cuatro días en Córdoba, había aterrizado directamente de las vacaciones de Graduación, ñas cuales había pasado en casa de sus padres. Saltó de veinticinco grados a más de cuarenta, de la costa del norte, a la costa de la bellota, como decían allí.

             Miró el enorme edificio de la Comisaría de Córdoba mientras se acercaban a él. Un gran cuadrado en medio de dos bellos Parques en el centro de la ciudad. Un bloque de color azul. Como único signo de identificación ondeaba una gran Bandera española, y unas letras pequeñas con su denominación. A sus alrededores flores y árboles, parecía no ser un lugar para detenciones y malas vivencias.

             Poco a poco se iba haciendo a la estructura, la entrada al sótano, donde estaban las cocheras de las unidades, sobre todo las de camuflaje, las escalinatas blancas protegidas las veinticuatro horas por dos policías. Cinco plantas de Oficinas. Mandos en la quinta, Administración en la cuarta, Estupefacientes en la tercera, la que partía el bacalao, y Delitos Violentos en la segunda con delitos comunes, y la suya, la primera, donde le habían asignado a Marcas, Patentes y Delitos contra la Propiedad Intelectual.

Los Telecos, se hallaban en las oficinas al lado de las de Patentes y marcas, y les decían los niños del Hospicio, porque casi nunca salían. Ellos, sí.

             En la planta de entrada, el arco de detección, recepción, y los despachos generales de Administración, abajo, dos plantas de sótanos. Dos ascensores comunicaban todas las plantas. Todo limpio a pesar de que se notaba que se había construido hacía ya un tiempo, todo estándar, algunos cuadros adornaban las paredes de los pasillos, despachos y más despachos con puertas con la parte de superior de cristal, el resto de madera, y cientos de nombres serigrafiados sobre los cristales una y mil veces.

             Cuando se incorporó, llevaba remodelada apenas dos años, y lucía bien en general, incluso los calabozos no tenían el aspecto que solían tener, que normalmente era bastante peor, y lo sabía de primera mano.

Su despacho se encontraba en la primera planta, unos catorce o quince metros de superficie, color blanco, con la decoración estándar, mesa de despacho, dos sillas, archivadores, un ordenador, y por supuesto la foto del Rey Felipe VI, pensó que era la primera vez que disfrutaba de un despacho sólo para él, se sintió estúpidamente importante, al momento se rio de sí mismo.

Como motivo central, una ventana de buen tamaño, alta y cubierta con una cortina de las de láminas, que daba a la estrecha calle de la trasera del edificio. Apenas se veía un Estanco, y justo en la otra punta, se vislumbraba algo de verde de los jardines del Conde de Vallellano.

Aun se notaban los cercos de los cuadros que el anterior inspector había colocado, por lo visto estuvo muchos años allí, y se notaba su olor, o un olor que no era el suyo, y lo mejor no es que se hubiera muerto, es que se había jubilado, aburrido, pero señal de tranquilidad, lo que no sabía si le gustaba o no.

             A la derecha saliendo de su despacho se encontraba la mesa del que se suponía que sería su ayudante, pero que aún no se lo habían asignado. Más allá se extendían las de los Subinspectores y más lejos, las de los agentes.

Todo era nuevo, hasta su unidad, antes estaba en otro edificio en Córdoba, ahora lo inauguraba él como una sección fija e independiente, la nueva Cenicienta de la Comisaría, “se coge lo que te dan, y es lo que hay”, pensó.

             Justo al lado tenía al Inspector Raya de Falsificaciones, de unos cuarenta años, perro viejo, delgado, y siempre inmaculado, educado como un Marqués y solícito a cualquier petición.

             Las mesas de Santos y Montes se hallaban justo enfrente de la puerta de su despacho, colocadas de tal forma que se veían el uno al otro. Se llevaban bien, pero imaginó, por su comportamiento, que no eran amigos.

              En cuanto a los mandos generales, apenas si los conocía, cuando se incorporó días atrás, se los presentaron formalmente. La planta quinta, era el sancta sanctórum de la Jerarquía de la Comisaría, allí solo se subía en caso de ser llamado, o cuando realmente era necesario comunicar algo importante, todo esto después de pasar por el filtro de las Secretarias, auténticos tigres que guardaban los despachos de Jefatura como si de ello dependieran sus vidas.

             Jerárquicamente hubiera tenido que depender de un Inspector Jefe, que a la vez hubiera dependido de un Comisario, pero en su caso, al hacerse cargo de un Departamento nuevo, dependía directamente del Comisario Jefe, el Comisario Jefe Delgado, que a su vez sólo dependía del Inspector General, máximo órgano jerárquico de la Policía en Córdoba. Como comentaba en plan de broma Montes “Un problema envuelto para regalo”, pues por un lado le venía bien no supeditarse a tanta gente, aunque a la vez, lo dejaba demasiado visible en caso de que existiera algún problema.

El Comisario Jefe Delgado le cayó bien, un tipo delgado como su apellido, alto, con una barba canosa muy recortada, muy educado y afable, siempre impecable, vistiera traje de calle o uniforme, tenía unos ojos grises que a sus más de cincuenta años te taladraban. De pocas palabras, apenas si le había dado la bienvenida por la incorporación a la Comisaría, le hizo sobre todo advertencias, y le dejó en manos de Montes “un buen elemento”, en sus propias palabras.

             Y allí estaba en su primer destino, Patentes y Marcas, nada de glamour por supuesto, de arrestos espectaculares nada, sólo pateo de calle, y mucho ordenador, preguntas a los de Comunicaciones, y papel para pelar de árboles el Amazonas.

No le importaba en absoluto, lo único que quería era empezar. Después de tantos años en la Academia, de prácticas en distintos lugares, deseaba poder hacer algo para lo que se sabía preparado, ya llegarían encomiendas mejores, si así lo merecía.

Nada personal sobre la mesa, ni papeles siquiera, ya se llenaría algún día, supuso, no tenía nada que colocar, pero se veía vacío, más que vacío, sin alma, quizás compraría una maceta, porque no era hombre cariñoso, y ni fotos familiares tenía para colocar, cosas de ser un búho.

 Y lo primero que le viene, es algo que normalmente realizan los locales. Las redadas en los mercadillos eran cosas suyas, cuando se pasaban con las falsificaciones hacían una y se calmaba todo durante un tiempo, después a la carga de nuevo, pero esto era diferente.

             El Propietario de una marca había denunciado en concreto la venta en la ciudad de falsificaciones de sus prendas, por supuesto, el dueño era extranjero, lógicamente lo habían realizado sus abogados. Se procedió a realizar una vigilancia, de hecho, ya llevaban casi tres meses, y en el informe aparecían tres puestos de interés en el mercadillo, y el que habían intervenido era el que parecía tener más afluencia de clientes, los otros dos eran más pequeños, y por supuesto uno de ellos era el de las chicas que avisó, y durante un momento trató de saber que le había sucedido en la cabeza, como se le había ido, tanto como para avisarlas, ¡en su primer servicio!, sacudió la cabeza, pensó que estaba imbécil, y pidió que no le volviera a suceder, el deber es el deber.


[1] La regla o menstruación.