Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada.
Edmund Burke
Capítulo I
El Mercadillo
Como si fuera un polluelo fuera del nido, así se sentía; recién salido de la Academia de la Policía en Ávila, y, por si fuera poco, a un mercadillo de los que no iba ni su abuela, mira el reloj, son las once, y hace calor como si estuvieran en la antesala del infierno, cuando sean las dos de la mañana, ¿Qué van a dejar, brasas ardiendo?
Como era de esperar, los primeros casos que le dan son de pequeña importancia, no esperaba más, está verde, verde como una lechuga, pero satisfecho con lo conseguido, destino en una ciudad, no la más importante, pero sí de más de cuatrocientos mil habitantes, todo un logro, y le da gracias a los cielos de que haya podido estudiar derecho, y de que sirva para algo, aunque sea para algo tan farragoso, con tantas lagunas, y tan difuso, “Delitos contra la Propiedad Intelectual”, porque para eso está ahí, Marcas, Patentes, y está seguro que la única forma en la que va a sacar la pistola es para limpiarla.
Mira a derecha e izquierda, casi todo es falso, o por lo menos lo parece, pero la única forma de detener a alguien es a instancia de parte, lo que significa que solo el propietario de la marca puede denunciarlo, entonces, si pueden actuar, todos los demás, pueden pasearse con las prendas en las manos y silbando, nadie hará nada, y se le llena la barriga de gatos, realizar muchas veces el trabajo que podrían hacer solo con una redada…, pero si son las cosas.
Por supuesto, sabe que por muy bien que lo hagan, si hoy quitan uno, o dos, o trescientos, los sitios como en el que se encuentra, al poco tiempo volverán a ser ocupados de nuevo por tenderetes, en los que tarde o temprano la mercancía será la misma o similar, y solo pueden detener a uno, es lo que hay, donde manda patrón no manda marinero.
Suspira, o respira fuerte, cualesquiera de las dos valen, ambas son para manifestar la frustración y el calor; a su alrededor, más de quinientos puestos que se colocan en docenas de hileras, en una maraña que solo se puede entender… piensa, que solo lo pueden saber ellos, los que los colocan, y además, lleno de gente, que parece que regalan las cosas, ¡con el calor que hace!, si él tuviera que comprar, no iría allí ni loco.
Se coloca en la sombra, al sol imposible, parece un infiernillo, la temperatura es constante en que sube o eso parece, en un cuerpo que no está acostumbrado, mira y remira, ofrecen de todo; en la que ve primera, desde zapatillas deportivas a ganchillos del pelo, pasando por todo lo que quedaría entremedias.
La vista interminable, otra calle, encurtidos, siguiente, ropa de todos los colores y formas, pepinillos en vinagre, y aceitunas, al lado, en la siguiente, bolsos, lencería de andar por casa, y otra fila más y otra, para volverse loco, y gente, tanta gente que parece una marea, cientos de posibles clientes por todos lados; hay los que solo miran, pero la mayoría llevan las bolsas blancas de mala calidad del mercadillo, y por supuesto a paso de tortuga, sin poder pararse, porque en su lentitud, incluso así, se los llevaría la marabunta humana.
Estudia todo, allí al fondo, la enorme portada de la Feria de Mayo, que reposa bajo al sol, y supone que esta momificada, hasta la próxima feria, en ese lugar nadie aguanta el sol sin dejar el pellejo en el camino.
Albero, desde una punta a otra, como si fuera obligatorio, árboles pequeños, que algún día, si los riegan en abundancia, quizás den sombra…algún día.
Fuentes, muchas, por suerte, todas con colas, que el calor, por muy acostumbrado que se esté a él, al final se lleva toda la humedad que tengas.
Y la mente divaga hacia su tierra, sonríe al pensar que, en aquella, no necesitaría ponerse al abrigo de una sombra, y en esta agostera, te sobra hasta el pelo.
Con tristeza, piensa, ¡quiero volver a mi puñetera tierra!, y el mismo se contesta, “no te quedan años, chaval”
Con disimulo baja la cabeza, está sudando como un cerdo, se duchó, desodorante, mil cosas, pero…, algo que no se puede remediar…huele, no demasiado, pero si, huele, ¿y la cabeza?, como un maldito bombo.
La botella martirizada, casi muerta, bebe un largo trago del agua, caliente como si fueran meados, y se acaba, la mira, se ha bebido en media mañana lo que en su tierra le duraría dos días.
Ve a sus compañeros, lo están pasando peor, uno de ellos, Montes, puede pesar ciento treinta kilos recién levantado. Allí lo ve, otra ronda más comienza.
Montes se mueve bien a pesar de sus kilos, es alto, con barriga, ya luce canas, de unos cuarenta años, y la chaqueta le sienta como un tiro.
Intenta parecer algo más atlético de lo que es, se machaca en el gimnasio, pero no consigue nada, resopla aquí, resopla cuando anda, resopla cuando está en el gimnasio, no es hombre de persecuciones.
Santos es distinto, delgado como un lebrel, con cara de hurón, moreno y repeinado, casi no habla, prefiere a Montes.
Lo cierto es que no conoce a ninguno de los dos, apenas un par de días; Santos es más reservado, tiene pinta de chulo de playa, el pelo un poco largo con caracolillos, y una cara que parece saber más que el diablo. Ambos tienen más tiros pegados que la bandera del tercio.
No sabe si han mandado a alguien para que los controle, no sería la primera vez, hay que hacer como que esto es importante, fabricar, inventar si es necesario un maravilloso informe, y mañana más.
Y entre tanto, los gritos, «que me lo quitan de las manos», «lo mejor que puedas encontrar». Esta ciudad parece el fin del mundo, ahora se da cuenta de cómo echa de menos el frio.