Cuando llega la Noche. Capítulo III

CAPÍTULO III

La Visita

“Todo espinas, poca carne, pero bien”, pensó Álvaro, peores las había pasado, de joven y ya de mayor, el hospicio, el ejército, las tierras extrañas, en cualquier sitio le habían dado hostias como panes, y ahora, sin saber por qué, sentía que algo no iba bien, tiró de pistola sacándola de la espalda, extrajo el cargador, y comprobó que estuviera lleno, sacó la bala, la volvió a poner en dentro, la metió y amartilló, colocó el seguro, ya estaba lista para disparar, “por si acaso” pensó, se levantó, bebió del arroyo y subió hacia la destartalada casa de la montaña.

Según sus cálculos llevaba más de un mes en aquella roca perdida, casi no se había movido quinientos metros más allá de la casa, era bueno siguiendo órdenes, no había visto a nadie, pero tendría más posibilidad de que lo vieran si se alejaba, a pesar de todo, estaba empezando a planear dejar aquello, cuatro latas, contadas y nunca mejor dicho le quedaban, y no eran precisamente las que más alimentaban.

Volvió a la puta peña, el horizonte sin saber por qué, le calmaba, el poder mirar a lo lejos, aunque estuviera allí quieto, le relajaba; sin pensarlo, tiró de la cuerda, solo el mismo peso, ninguna carga, y los putos peces que alimentaban lo que una buena intención, nada.

Oyó apenas el movimiento de una piedra, casi imperceptible, sólo un pequeño chino que sonó como si fuera algo inexistente, pero tantos días en silencio habían agudizado sus sentidos.

Instintivamente, se escondió en la raja que formaba la roca al borde del precipicio casi, y que lo ocultaba de la vista de todos, solo los que estuvieran en el horizonte podían verlo, y cualquier sitio estaba demasiado lejos como para que le preocuparan, tiró de pistola, no tenía claro nada, nada de nada.

Esperó, sintiendo sólo el latir del corazón, no se oía nada, pero percibía que algo raro pasaba, el silencio era demasiado, siempre había algo que sonara, pájaros, bichos, no sabía por qué, pero siempre el sonido de la soledad, sonaba. Ahora era silencio, sólo silencio, nada más, los pájaros no piaban, el soto no se movía, solo el viento, algo se escondía por allí que callaba a los innumerables animales pequeños, que siempre producían una serenata de ruiditos.

Asomó la cabeza, y al instante una enorme explosión sonó al lado de la cara casi sin darle tiempo a retirarla, mientras perdigones aplastados contra la roca caían al suelo.

-Lo siento, pero órdenes son órdenes, no me hagas que tenga que ir a buscarte, -era la voz de el hombre de las latas, que le llamaba.

Álvaro miró a ambos lados, a la derecha, la roca plana en la que no tenía escondite posible, comprobó hacia el otro lado, el cortado se extendía sin posibilidad de que pudiera aferrarse a nada, sería una muerte cierta el intentarlo por la lisa pared, levantó la vista hacia arriba, un quejigo[1] se agarraba a la hendidura en la que él se ocultaba, “demasiado canijo”, pensó, para aguantar su peso, pero lo habían cogido bien, si no se movía estaba más muerto que Matusalén.

Se puso la pistola en la espalda de nuevo, y se agarró al quejigo, tiró con todas sus fuerzas, no pensó en la herida, pero ésta no se abrió, el quejigo se desenraizó un poco, y cayeron sobre él piedras de todos los tamaños, cerró los ojos para evitar el polvo.

-No te pongas cabezón, que esto me duele más a mí que a ti, -la voz de cachondeo del tipo aquel acostumbrado a destripar ciervos no le asustó, sólo le enfadó más de lo que estaba.

Volvió a tirar del arbolillo, éste estaba luchando por sobrevivir y se había agarrado a la roca como si su vida dependiera de ello, y era cierto, miró hacia abajo, la muerte si se caía era más segura que con el tiro que quería darle el mamón aquel.

No se encomendó a nadie, se agarró a las raíces, y con los pies se dio impulso, el quejigo se quejó como si quisiera matarlo, pero aguantó. Sudando como un cerdo, fue subiendo palmo a palmo, tardo más de diez minutos en apenas avanzar un par de metros, pero logró que sus pies se afianzaran en una ranura aún mayor en la montaña.

Sonó un nuevo disparo, supuso que, al mismo sitio, no se volvió para comprobarlo, cogió impulso, y basándose en las paredes de roca, logró alcanzar un nivel superior, unos tres metros más alto de donde había estado, se agachó, desde ahí podía ver casi el lugar donde le habían disparado el primer tiro.

Se dejó caer al suelo, y reptó por los jaramagos[2], sintiendo como se desgarraba la piel del pecho atravesada la liviana camisa, las rocas le herían la carne, pero sabía que la escopeta hacía heridas peores, así que se guardó el dolor para sí mismo y siguió pegado a la piedra como si le fuera la vida en ello.

-Vamos, Bestia, Gonzaga no te va a dejar salir de ésta, y lo sabes, estás con la cabeza puesta a precio.

Álvaro se sorprendió, no sabía si sería verdad o mentira, pero de lo que estaba seguro es de qué no delataría su presencia contestando al tipo que quería su cabeza.

Una eternidad de arañazos y pinchazos, pero ningún ruido provocó. Se asomó por encima de una de las piedras, apenas unos milímetros, y volvió a sonar un disparo que casi le arrancó el pelo de la frente.

Era bueno el hijo de puta, conocía aquello, y sabía como moverse, pensó que lo tenía complicado si quería salir de allí.

-Al final te voy a cazar, como he cazado a todo lo que he querido, Bestia, tu cabeza la pondré en la chimenea, me han dicho que eres bueno, pero yo soy mejor.

Volvió a asomar la cabeza, miró por un intersticio de apenas un milímetro, pero no había nadie, el tipo aquel se había movido de nuevo, se dio la vuelta y se tumbó mirando al sol, era difícil de pillar, no las tenía todas consigo, se imaginó su cabeza en la chimenea del tipo aquel y sonrió.

-Además, -sonó la voz del tipo desde otro sitio-, mejor que te quedes muerto aquí, allá abajo las cosas no están mejor, la gente se ha vuelto loca, pero loca de verdad, -y se oyó la sonrisa del tipo.

“Nervioso no, no te puedes poner nervioso, la paciencia es la mejor arma del cazador, no es un juego, es tu vida, Álvaro”, pensó, se dio la vuelta y apoyó las piernas en una de las rocas que lo protegía, empujó con todas sus fuerzas.

La enorme roca se movió un poco, saliendo de la tierra, otro fuerte empujón y cayó a unos metros de donde había estado, en dirección a la casa, el estruendo fue enorme, inmediatamente un disparo le respondió dando contra la roca, Álvaro se la jugó, la escopeta tenía dos cañones, y por el ruido supo que sólo había disparado uno de ellos, pero se incorporó, muy rápido pero con precaución, un segundo disparo le desgarró la cara, y parte del pecho pero se mantuvo quieto, allí enfrente estaba el tipo, le disparó dos veces, éste cayó hacía atrás un par de metros, sin pensárselo saltó esa distancia que le separaba, y casi sin tiempo a pensarlo le dio una patada a la mano del tipo que intentaba recuperar la escopeta, esta salió lejos del herido..

Le puso un pie en el pecho que ahora era rojo. El individuo sonrió, con un hilillo de sangre en la comisura del labio.

-Sí que eres bueno, sí lo eres, Bestia.

– ¿Quién te ha dicho que me mates?, -preguntó Álvaro y apretó sobre el pecho.

El tipo escupió sangre.

-Gonzaga, ¿quién si no?, tú ya lo sabias, no hace falta que te lo diga, sabes demasiado, aunque no sé por qué, ya no importa.

– ¿Por qué no importa?, -volvió a preguntar Álvaro, que no entendía lo que quería decir el tipo.

-Ya lo sabrás, cabrón, -y sonrió mientras tosía sangre-, yo estaré dentro de un rato mejor que tú, que te jodan, animal.

El tipo dio una bocanada y echó un amasijo de sangre y de otras cosas que Álvaro no quiso pararse a saber. Estaba muerto, lo zamarreó, pero no se movió, por si acaso, Álvaro le disparó en la cabeza, así sí estaba seguro.

Rebuscó en los bolsillos, una navaja pequeña, una cartera, tiró la documentación y una foto antigua de una mujer, se guardó el dinero, apenas cuarenta euros, volteó el cadáver, y le quitó la pequeña mochila que llevaba, la abrió a pesar de estar manchada de todo, dentro encontró un pedazo grande de chorizo, no se paró a pensarlo, y en apenas dos minutos había desaparecido.

Continuó, cartuchos, un mechero, un paquete de tabaco con unos pocos cigarrillos secos, pero encendió uno, no había fumado en más de un mes, no lo había echado de menos, ahora sí que le dio una calada a gusto. Un pedazo de cuerda, eso era todo lo que llevaba el tipo encima, “vaya mierda de vida”, pensó. Limpió la mochila con tierra que se adhirió rápidamente, dándole un aspecto aún más marrón que el primitivo, se sentó tranquilamente y terminó de fumarse el cigarro.

“¿Qué hacer?”, se preguntó, estaba claro que allí no podía seguir, iban a por él, a por su cabeza, mandarían a otro, y después a otro más, de eso estaba seguro, pero no sabía dónde estaba, y sólo tenía cuarenta euros robados al cadáver, pero se tenía que marchar, ni siquiera se molestó en mover el cadáver, a media luz ya, fue al arroyo y se limpió los dos perdigones que tenía en la cara y uno en el hombro, casi no sangraban, se limpió con la camisa, después la lavó, era la única que tenía, se dejó caer sobre la piedra, y sin darse cuenta se quedó dormido al lado del venero, a apenas tres o cuatro metros del cadáver, pero ni se dio cuenta.

Cuando lo levantó la claridad, volvió a beber del venero, llenó una cantimplora del cadáver, cogió las latas que quedaban, nada más había en la casa, se quitó la camisa, no quería mancharla, cogió el cadáver y lo metió dentro del cuarto, lo puso sobre la cama, pensó en quemarla, pero el humo podría atraer a alguien, sonrió mientras pensó en que se lo comerían las alimañas, “que se joda”, pensó, encajó la puerta, dio un último trago al agua, se colocó la camisa y la zamarra, y sin pensarlo más, tomó camino abajo llevando en el hombro la escopeta, ahora cargada, que le había quitado al cadáver.

Bajó la empinada cuesta siguiendo el curso del arroyo, “siempre las corrientes de agua desembocan en algún sitio”, pensó, y a pesar de los quebrados, de las pozas, de todo, siguió bajando; apenas alcanzaba velocidad, lugares preciosos que se hubiera parado a admirar en otros momentos, ahora eran obstáculos que se salvaban jugándose el físico.

A medio día apenas si llevaba diez kilómetros, y tenía los pies reventados, a ese ritmo si no encontraba una población, se lo podían comer los lobos en el tránsito; si hubiera sido un buen rastreador podría haber seguido las huellas del tipo que intentó asesinarlo, pero él de pistas, nada, para él todo el campo era igual, más fácil, mas difícil, pero no distinguía un camino de otro, un árbol del siguiente, sólo el que el agua fluyera hacia abajo siempre era su mejor forma de escapar de allí.

Había encontrado caminos que aunque no muy hoyados sí habían sido transitados, pero se separaban del arroyo, y con su sentido de la orientación lo más normal hubiera sido que hubiera caminado en círculos, así que cuando terminó de comerse una de las latas, de callos, que por lo menos alimentan, hasta el caldo frío se bebió, decidió que dada la temperatura, no iba a perder ni un minuto saltando peñas, por el arroyo directo, las botas al zurrón, y por medio del arroyo, sin calentarse la cabeza, el clima acompañaba, pero a pesar de todo el camino recorrido, no encontró signos de civilización.

Encendió una fogata, tenía frío, los pantalones mojados, y la pérdida de temperatura en el agua hacían que tiritara a pesar de la calima. Esa noche decidió comer caliente, y puso una lata de “Cocido de Garbanzos tradicional”, hasta que empezó a humear, la removió casi con delicadeza, el olor que daba a la noche la lata, hacía que su estómago gruñera incontrolado.

Hasta le dio gusto quemarse con el contenido de la lata calentada, estaba buena, quizás no demasiado, pero le supo a gloria, le hubiera faltado un buen pedazo de pan tierno y crujiente, pero tampoco estaba mal sola, a cucharadas.

Echó una brazada de leña a la candela, ésta subió como si hubiera estado esperando el alimento de su mano, sintió el calor, y sin saber por  qué se acordó de otra candela, años atrás, a miles de kilómetros, en la distancia del recuerdo, cuando estaba de guardia de seguridad en una mina de cobre en el Congo, allí aprendió francés, y la mala leche que tienen los negros cuando se cabrean, porque si están de buenas son gente simpática, pero cuando se enfadan, no se conforman con matar, hacen que desees la muerte mil veces.

Sólo es un trabajo de seguridad, no te preocupes, un buen sueldo, un mes de descanso de cada tres, un contrato de un año, además con una empresa francesa “muy seria”, hijos de puta, ¿seria?, y una mierda, los gabachos eran unos hijos de puta, se comían a los negros, de mina de cobre nada, de razias en poblados, de negros colgando después de haberlos matado a machetazos, y cuando no, un blanco que aparecía colgado, destrozado, y a imaginar cuánto tiempo había tardado en morir, pero sabiendo que había sido mucho.

 Porque ¡la de cosas que se pueden hacer con un machete!, sólo el que lo ha visto puede creerlo, además acojona a todos los que ven lo que has hecho, y eso los negros, bien que lo sabían.

Era el único español, un sargento de la legión francesa como jefe, malo como la quina, hasta que un día lo cogió en uno de los pueblos de juerga y le dio más hostias que pelos tenía en la calva cabeza, y el hijo de puta, le encantó, todavía se preguntaba si era maricón o masoca, el caso es que desde ese momento nadie le molestó, siempre iba con Jean Jacques, el puto sargento, e hizo cosas que prefería olvidar, de pronto volvió a la realidad, la candela crujía poco pidiendo más alimento, cogió un tronco gordo y lo puso en ella, este tardó en arder, estaba húmedo y una densa humareda salió de la candela apenas un par de minutos más tarde.

Miró al cielo, estaba tachonado de estrellas, se veía tan claramente que supo que cerca de donde estaba no había ninguna población, todo era claro, no había contaminación lumínica, solo él y aquella interminable cordillera perdida en el culo del mundo, en la que ni una sola cagada de caballería, una boñiga, algo que denotara la presencia humana, aparecía.

Ni se dio cuenta de que se había quedado dormido, se levantó hinchado, cabezón, como si hubiera bebido, metió la cabeza en el arroyo, y no la sacó hasta que la fría agua le hizo estar un poco menos espeso. Bebió como si se fuera a acabar el mundo. Se echó la mochila a los hombros, y siguió caminando por el arroyo que ahora era más ancho, y algunas de las veces, cuando la corriente se quedaba entremedias de los quebrados, le obligaba a hacer filigranas para que la mochila no se mojara, pues el agua tenia varios metros de profundidad.

En uno de estos lugares, apenas pasado los quebrados, vio una playa, un pláceme de las subidas del rio, de arena fina, que continuaba en un llano cubierto de verde, a pesar de ser verano cerrado; con precaución se calzó, comprobó el rifle, y sacó de la mochila la pistola, allí a unos cuatrocientos metros veía una casona vieja, pero que no parecía abandonada.

Muy despacio, enfocando hacia la parte trasera, fue acercándose, sin prisa, como había que hacer las aproximaciones, no como en las películas, el descubierto es lo peor que le pasa a alguien cuando hay armas de fuego, el que está esperando conoce el sitio, el que llega se lo imagina, y no sabe de los lugares donde esconderse, esa es la realidad, así que Álvaro no perdía de vista cualquier árbol, cualquier roca grande que pudiera ocultarlo en un momento de peligro, porque allí no había nadie, casi seguro, pero…

Miró un manzano, pendían frutas ya para coger, y muchas estaban en el suelo, lo mismo con un ciruelo, ningún agricultor dejaría que pasara eso, así que la deducción era lógica, allí no había nadie, pero con lo que duele un tiro, perder un par de horas no era precio.

Se acercó al ventanuco trasero de la casa, asomó la cabeza con precaución, no vio nada que se moviera, nada que señalara su atención, se pegó a la casa y se movió arrimado a ella, hasta llegar a la esquina, algo estaba mal, no sabía qué, pero algo estaba mal.

Se movió por el perímetro hasta que alcanzó la puerta principal, ninguna más existía, estaba abierta casi de par en par, asomó la cabeza, y vio un cuerpo de mujer tendido en medio de una sala pobremente amueblada, una casa de labradores humildes de los de la sierra.

Con precaución confirmó que la mujer estaba muerta y bien muerta, miró en la siguiente habitación, una chica joven, yacía casi completamente desnuda en una destartalada cama en la que el colchón aparecía rojo de sangre, alguien se había entretenido en devorar una pantorrilla completa y parte del muslo de la chica, se podía ver el hueso roído de la pierna, sintió ganas de vomitar, pero se contuvo, ¿Quién podía hacer eso?

Miró en la otra habitación, nadie más, ningún varón, ni el padre, ni hermanos, nadie más, cogió una sábana del armario del dormitorio de la chica y se la colocó encima, después arrastró a la mujer, a la que le faltaba la mitad de la cara, una señora de apenas cuarenta años, y la colocó al lado de la que creía que sería su hija, no había nacido para enterrador, ya volverían a la tierra por su cuenta.

Sin prestarle atención a la sangre del salón, miró en las alacenas de la cocina, estaba en el mismo salón de la pequeña casa, allí nadie se había llevado nada, no habían saqueado la casa, se alegró porque tenía hambre, mucha hambre.

Cogió un cartón de harina y uno de azúcar, los echó en un bol, después vertió el agua e hizo una masa, se la comió sin parar a cocinar, el sabor del azúcar, incluso antes de que llegara a su estómago le hizo sentir bien, muy bien.

Vio una cerveza; caliente y todo se la bebió de un trago, ¡qué buena estaba! No quería perder el tiempo, abrió la mochila y allí echó lo que había en la escueta alacena, la sopesó y se sintió satisfecho, vio un morral de cazador en una percha de pata de ciervo, la cogió, estaba vacío, pero no le importó, tampoco vio ninguna arma, le extrañó, pero no le dio mayor importancia, salió de la casa y llenó el morral de manzanas y ciruelas, también había cebollas plantadas, pero no eran lo suyo, lo mejor algunos chorizos y morcillas que llevaba en la mochila.

Se sintió satisfecho, pero se estaba haciendo de noche, y no quería quedarse en aquel lugar de muerte y desolación, así que siguió por el cauce un par de kilómetros, cuando llegó a un roquedal que le protegía la espalda, allí decidió pasar la noche.

A pesar de lo que había encontrado encendió una candela, el simple brillo de las llamas lo hacía sentirse mejor, y se preguntó que había pasado en la casa de las mujeres, ¿Quién era capaz de devorar, de comerse a una pobre muchacha?, ¿los lobos?, lo veía difícil, él no había visto ni uno, los había oído, pero no creía que se juntaran en tal número que pudieran hacer lo que había visto.

Ambas mujeres estaban sanas y fuertes, dentro de una casa los lobos lo hubieran tenido difícil, volvió a comprobar que la escopeta tuviera los dos cartuchos, y se la puso al lado, pero más cerca se puso la pistola, justo debajo de su cabeza, casi al lado de la mochila que le servía de almohada.

Le costó dormirse, no porque tuviera miedo, sino porque sabía que algo no iba bien, que algo extraño estaba pasando, y al más mínimo ruido se despertaba con todos los sentidos alerta, como si estuviera en combate, amenazado por un enemigo que no sabía quién era, pero que estaba allí, además había comprobado de lo que era capaz.

Se levantó cansado, quizás la morcilla para desayunar era lo que necesitaba, metió de nuevo la cabeza en el arroyo y se tomó el desayuno de los campeones, chorizo y morcilla, después varias manzanas y alguna ciruela, durante un instante pensó en economizar, pero el apetito le pudo más, imaginó que ya encontraría algo, o pensó sádicamente que a lo mejor le quedaba poco, así que para que guardar.

Siguió el curso del arroyo, que ahora corría por un llano casi sin interrupción, más abierto entre las montañas, pero ya desgastadas por la corriente, con lo que las playas le ofrecían un buen camino por el que seguir.


[1] El quejigo, roble carrasqueño o roble valenciano (Quercus faginea) es una especie de árbol marcescente de tamaño medio de hasta 20 m de altura, típico de las zonas de clima mediterráneo del norte de África y la península ibérica.

[2] Planta de la familia crucíferas (Diplotaxis virgata), de tallo ramoso, hojas arrugadas y pequeñas, y flores amarillas en espigas terminales.